Buscamos por todas partes lo infinito, y no encontramos sino cosas. (Novalis).
Nuestra capacidad de vivir en el tiempo es un don trágico. Recordar lo que fue y vislumbrar lo que será; dolida nostalgia un día, temor ante el futuro al siguiente. Vivir en el tiempo nos faculta, además, para esa cosa devastadora que los animales, que viven en un eterno presente, no conocen: el aburrimiento.
A vueltas con esto de vivir en el tiempo andaba yo el otro día, dando barzones por senderos de la Sierra de las Nieves pespunteados por pinsapos, y caí en la cuenta de que en tal menester, los antecesores gozan de mucho más predicamento que los sucesores. Estos últimos apenas tienen cabida en nuestras vidas, salvo cuando algún político en horas bajas repica sus eslóganes de reserva (El mundo que dejaremos a nuestros hijos, patatín y patatán…). Civilizaciones enteras se han construido en torno al culto de los muertos, pero los futuros vivos apenas si tienen cuatro versos sueltos aquí y allá. Y bien pensado, igual de reales o irreales son unos y otros.
Hemos convenido que lo importante son los ancestros, y ya conocemos la enorme fuerza de estos acuerdos colectivos tácitos. Algunos aspectos de la semiactualidad política (tiempos vertiginosos en que todo se marchita en pocos días) parecen reflejar esa desigual atención que se concede a ambos extremos del río de la vida: aguas arriba, la ley de memoria histórica y aguas abajo, la ley del aborto, que es como ponerse tetas, según algunas productoras de símiles elegantes.
Mas a poco que se piense, ¿cómo evitar una asombrada curiosidad por saber quiénes y cómo serán nuestros descendientes, los que esperan el turno de la vida, nietos, bisnietos, tataranietos, choznos e hijos de los choznos? ¿No son casi como nuestros hijos, solo que un poco más allá? Para ellos, genéricamente seremos objeto de recuerdo y quizás hasta de veneración como antepasados, pero individualmente, en dos o tres generaciones nada seremos ya. Ni una remota causa ni una leve sospecha. Con mucha suerte, polvo en algunos libros y cuatro o cinco cosas nuestras arrumbadas en un arcón.

Tudor Arghezi
No te dejaré en herencia, a mi muerte, más que un nombre amontonado sobre un libro
decía el rumano Tudor Arghezi, supongo que con un caramillo poniendo música de fondo.
Quizás alguno de esos remotos descendientes nuestros sea poeta, como Arghezi, y un día, errabundo por el bosque que quede en pie tras el cambio climático que, al parecer, se nos echa encima, sienta treparle por las piernas un eco lejano. Será la melodía que incesantemente silba la ocarina de nuestros macilentos huesos, hasta dar con quien nos continúa en el futuro, aun sin saberlo.
Hasta ese instante de pura magia blanca, ¿cómo honrar a nuestros sucesores? ¿Qué preces elevarles? ¿Qué hacer por ellos, además de evitar los renglones torcidos escribiendo el presente?
Tenemos mementos de difuntos, pero no de sucesores. Tal vez por eso nuestro vivir en el tiempo cojea de un pie, lastimeramente.
¡Es el gen!, dicen. Es el que lo gobierna todo. No hacen falta artilugios que operen en esa dirección. El vacío que queda detrás es el que hay que llenar: honramos a los que nos precedieron para aliviar el vértigo de la nada, confiando en que alguien haga lo mismo con nosotros (nos mantenga vivos de alguna manera) cuando hayamos cumplido con nuestra misión. El tambor, la bandera y el himno de ese cabronazo al que sólo le interesamos como vehículo. Eso dicen. Y es probable que tengan razón.