Nota preliminar:
Las indicaciones de páginas se refieren a la siguiente edición: James Joyce. Ulysses. With annotations by Sam Slote, Trinity College, Dublin. Alma Classics, 2012.
A los traductores al español los identifico a veces por las siguientes abreviaturas:
SS: J. Salas Subirats
JMV: José María Valverde
GT/VL: Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns
The snotgreen sea. The scrotumtightening sea. (Pg. 6)
SS: El mar verde moco. El mar escroto galvanizador.
JMV: El mar verdemoco. El mar tensaescrotos.
GT/VL: El mar verdemoco. El mar acojonante.
Morel: La mer pituitaire. La mer contractilo-testiculaire.
Celati: Mare verde caccola. Mare scroto-costrittore
Bindervoet / Henkes: De snotgroene zee. De scrotumspannende zee.
Sirvan estas dos frases yuxtapuestas para decirnos, desde el principio, que el Ulises de Joyce es un majestuoso templo del lenguaje y que tan aventurado es leerlo —quien pueda— en el original, como en una traducción. El segundo caso le añade al lector concienzudo la gravosa carga de decidirse por una, lo que no debería hacerse a la ligera.
Pero esto de arriba se me ha colado, porque yo quería empezar por una comparación que se me ocurrió el otro día:
Ulises es como la música de Debussy, quien creó su magia desechando las consabidas escalas mayores y menores, para recuperar las de tonos enteros y las pentatónicas: como Debussy descoloca al oyente, así descoloca Joyce —que moldea el inglés como si fuese dócil arcilla (pero cuánto trabajo hay detrás)— al lector, incluso a aquel que ya ha llegado prevenido sobre lo que le aguardaba.
«Ulises puede no gustar, pero después de ella ya no se soportan las demás novelas».
Este pensamiento de Cioran, en verdad terrible para un novelista, resume con precisión quirúrgica una de las muchas cosas (sensaciones, ideas, sentimientos, frustraciones, deseos, nostalgias…), a veces ansiogénicas —pero de esas ansias deseadas y buscadas—, que me produce la lectura de esta novela invasora e incesante. Digo «me produce», en presente, porque desde la primera vez que la leí ya no he dejado de hacerlo: varias ediciones en inglés; casi todas las traducciones hechas al español (la más reciente, de Marcelo Zabaloy, me está llegando estos días desde Buenos Aires) y que me divierte comparar; la fastuosa de Auguste Morel al francés; la prescindible de Celati al italiano y, justo estos días, la prometedora de Erik Bindervoet y Robert-Jan Henkes al neerlandés.