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Publicado en Málaga Hoy el viernes 3 de junio de 2015.

Cazar detalles en un texto literario multiplica el placer de su lectura y enciende focos que iluminan rincones asombrosos, pero que para el lector apresurado pueden permanecer en penumbra.

Los buenos lectores, los observadores, los pacientes saben que en los detalles no sólo está el diablo, sino el alma de la literatura, los escrupulillos del cascabel.

 

Por cierto, lo de las orejas es de Ana Karénina. La explicación resultó mutilada al maquetar la página.

Divinos detalles

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

DIVINOS DETALLES

Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler:

…un pañuelo blanco […] Flojo, de seda, no asomando del bolsillo a modo de cresta de gallo sino derramándose casi por completo, pavoneándose en su desmayo […] y flotando […] como un gas pesado o una flor exótica.

La atención puesta en los detalles de un objeto nimio, que adquiere así una importancia inusitada, apacigua el ritmo del lector y consigue que detenga en él su mirada para lograr «verlo» y no solo imaginarlo.

Los detalles tienen alma. Nabokov los llamaba divinos. «¡Acariciad los detalles!», urgía, enardecido, a sus alumnos.

Los hay preñados de significado, como la imperfección que Ana Karénina descubre en su marido cuando se reúne con él tras una breve ausencia en la que conoció a su futuro amante:

La primera persona a quien vio al apearse del tren fue a su marido. «¿Cómo le habrán crecido tanto las orejas en estos días?»

Orejas de súbito feas que preludian rechazo y adulterio.

Un personaje de Döblin escruta un cuerpo en una bañera caliente y nos dice:

En el vello de las pantorrillas se habían instalado pequeñas perlas de aire como caracoles,…

Simenon, lúbrico (era un gran fornicador), se fija en detalles más turbadores. En La habitación azul:

¿No evocaba el cuarto azul, el cuerpo mórbido de Andrée, sus piernas abiertas, el sexo oscuro que lentamente goteaba semen?

Es un detalle avasallador e inexorable que impone su presencia y nos atrapa. Aun si no detenemos la lectura, nuestra mente sigue un rato en ese semen coño abajo. Pero después nos revela pormenores culinarios y hogareños que un lector apresurado podría perderse.

La casa exhibía el olor de los domingos, el del asado que Gisèle, en cuclillas ante el horno abierto, estaba remojando con jugo. Cada domingo comían asado de buey con clavo […] El martes era el día del potaje.

(Fíjense, por cierto, en ese Gisèle en cuclillas. Suculento detalle dentro del detalle).

Y también, claro, la inagotable poesía en los detalles de Proust, l’Empereur des détails; centenares. En el otro extremo, la enfermiza minuciosidad del Nouveau roman.

Pero los detalles no solo dicen cosas de los escritores; también de los lectores. Los separan en dos bandos inconciliables: los impacientes, que los detestan y se los saltan, ansiosos por amorrarse al grifo de la acción para bebérsela a chorro, y los observadores, que se deleitan en los remansos de la trama y espían sus aparentes bagatelas en busca de claves y secretos.

Los últimos saben que en los detalles no sólo está el diablo, sino el alma de la literatura, los escrupulillos del cascabel.

La chambre bleue kareninabandnouvr

James Salter

James Salter

Leí por primera vez a James Salter (James Arnold Horowitz de nacimiento) hace ya muchos años, cuando no era conocido en España. Fue The Hunters, su primera novela, y la leí por una razón extraliteraria: Salter fue piloto, como lo era yo entonces (él, militar; yo, acrobático), y esa novela, de la que me hablaron con reverencia, va de aviones y aviadores. Continuar leyendo…

Minucias

7 enero, 2015 — Deja un comentario

Un reciente tuit en mi TL me ha recordado un breve cuentecillo que escribí en una nevada mañana danesa, de hace un par de años, y que evoca una situación que podríamos estar viviendo nosotros, sin darnos cuenta. 

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MINUCIAS

La insufrible de doña Ludmila volvió a importunarlo de buena mañana con sus gritos destemplados y sus histerias de vieja. Ahora había subido a quejársele de la ropa tendida, que goteaba demasiado y mojaba la suya cuando ya estaba casi seca; ayer, venga golpear el techo con el palo de la escoba, gritando enfurecida por el ruido que hacía al mover las sillas. ¡Pero qué ruido ni qué ruido! ¡Estúpida vieja! Qué ganas de encontrar otro apartamento para no tener que aguantar más a esa tarasca.

Y si no, el malasangre del casero. «Hágame el favor de no volver a retrasarse en el pago de la renta, don Vladimiro, o aténgase a las consecuencias. Ya van tres meses que…».

Bueno, mejor sería apartar todas esas molestias de la cabeza. Hoy tenía mucho que hacer. Lo primero, terminar la correspondencia pendiente, que ya empezaba a amontonársele más de la cuenta. ¡Qué se le iba a hacer! Era perezoso con eso de escribir y encima el cartero solía retrasarse, con lo que las cartas destinadas a él también le llegaban a destiempo. Siempre tenía una excusa, el haragán: las heladas, el barro, su mujer, la tosferina del niño. ¡Lo que tenía era vaguitis! Nada más que eso. Holgazanería y una estupefaciente falta del sentido del deber. Ah, y la nariz roja de empinar el codo.

Después de las cartas se prepararía una buena taza de té y la saborearía despacio, leyéndose el periódico de cabo a rabo. Se iba a leer hasta las esquelas y se había jurado no permitir que nada ni nadie interrumpiera su lectura hasta que hubiese terminado.

¡Ay! Otra vez la maldita muela, caramba. ¡Qué pinchazo! Cambiaría el té por una infusión de corteza de sauce, a ver si se le pasaba. Ya no podría aplazar más una visita al sacamuelas, con lo poco que le gustaba. ¿No había sido Voltaire quien dijo aquello de que trocaría gustoso cien años de su gloria inmortal por no tener dolor de muelas? Y si no lo dijo podría haberlo hecho, que lo suscribiría gustoso. Cien y hasta mil años daría él. ¡Qué dolor, maldita sea!

Estaba calentándose el agua cuando llamaron a la puerta. «¿Ahora qué?», pensó irritado. Y su mujer durmiendo, sin enterarse de nada. Menuda marmota feliz. A esa no la despertaba ni un cañonazo en el mismísimo dormitorio. Era el vecino del entresuelo. Que si su niña tenía mucha fiebre, que si su señora estaba muy preocupada.

—¿Pero cómo tengo que decirle que yo no soy médico, buen hombre?

—Ya, pero como tiene usted estudios, mi mujer dice que…

—Estudios de leyes, oiga. No sé nada de fiebres ni de sarampiones, llame a usted a un médico, caramba.

¿Qué iba a hacer con toda esta gente tan ignorante? ¡Señor, Señor!

La correspondencia, sí. No quería dejar eso pendiente. Nada importante, pero le gustaba ser ordenado y últimamente se había descuidado. Luego se pasaría por donde el casero, a pagarle, a ver si lo dejaba en paz. Qué hombre tan desagradable y tan mezquino.

«¡Mira!» —se sonrió—. «Ya están aquí los gorriones». Desmigó un trozo de pan y abrió la puerta que daba a la terraza con mucho cuidado para no espantarlos, y arrojó un puñado de miguitas para ver como los pajarillos se abalanzaban sobre ellas con saltitos cortos y pequeños revuelos. Entonces levantó la vista y vio a su joven vecinita a través de los visillos de su dormitorio. Vaya, estaba de rodillas encima de la cama, quitándose el camisón y contoneándose. Ah, ya entendía. Ahora entrevió al marido. Recién casados, claro, y con ganas de jugar. La verdad es que era guapa, la condenada. Delgaducha y algo huesuda, seguramente con una infancia malnutrida, pero guapa. Y esos pechitos… dos botones apenas… palomitas juguetonas, gorrioncillos… pío, pío. Caderas no tenía casi, la pobre. ¿Cómo podría parir, así tan estrechita? Él parecía un gañán vigoroso; si no tenía cuidado le haría daño al penetrarla. Cuidado que me la partes, mancebo. ¿Era rubia? No se veía muy bien; con los visillos era difícil distinguir colores. Sí, sí que parecía rubia. Una rubita delgada y con gana de jarana. Una rubita con la piel muy blanquita. Una gata de nata. Miau. Linda carita, vaya que sí, con esa boca ancha y esos labios jugosos. Su forma de ladear la cabeza y sacar la punta de la lengua denotaba que ya sabía lo que se hacía. Vaya con la zorrita. ¡Cuidado, no me vayan a ver ahora; si no, a saber lo que pensarán!

¡Ah, el agua!

Saca un cuenco de la alacena y se prepara con mimo la infusión de corteza de sauce. ¡Jodida muela!

¿Dónde diablos había dejado el periódico? Ah, sí, ya recordaba. «¡Qué memoria la mía!», se dijo. Tenía cuarenta y siete años. No eran demasiados, pero ya sentía la vejez encima. Aquellos años de inhóspito destierro tenían la culpa.

Se sentó a la mesa camilla, junto a la ventana que daba a un angosto y mugriento patio de luces. Camisas y enaguas gastadas y grises en los tendederos, sin blancura, sin inocencia. Banderolas de la vulgaridad. Nublado día de octubre. Si todo iba bien no tardaría ya mucho en tener un apartamento grande y cómodo para vivir. ¡Y leña! Toda la que quisiera. Se lo merecía, después de las privaciones que había pasado en su vida.

Bebe a pequeños sorbos la infusión y empieza a hojear el periódico, pero un crujido de la madera lo distrae. Perece venir de detrás de la estantería. Un ratón, seguro. Le había dicho mil veces a su mujer que pusiera cepos, pero se le olvidaba siempre o le daba asco y lo dejaba pasar. Al final le tocaría hacerlo a él, como siempre, como pasaba con todo. Si él no se ocupaba de las cosas, nunca se hacía nada. ¡Qué desidia endémica! Y así todo. Pero ya verían. Se iban a enterar más de cuatro que él se sabía; vaya que si se iban a enterar. Se acabó lo que se daba.

¡Maldita sea! Se le había vuelto a olvidar pasarse a recoger las cortinas nuevas del dormitorio. No había manera de que se acordara. Vaya, su mujer se iba a poner hecha un basilisco y no había quien la aguantara cuando se ponía así. Lo que le faltaba: una muela y su mujer jodiéndole la vida de consuno. «Bonito día te espera, Vladimir, bonito día».

¡Agh! ¡La muela del demonio! No dolía tanto como antes pero aún… Y encima tenía el estómago revuelto. La cena de anoche no…, la mantequilla tal vez; ya le parecía que estaba algo rancia. Pero tenía que estar en forma hoy. Mejor se volvía a acostar. Se saltaría el almuerzo, dormiría hasta las cuatro y luego comería algo de fruta y listo. ¿Qué hora era? Bah, el reloj de péndulo vuelve a atrasarse, pero claro, es un trasto viejo, no podía esperarse otra cosa. ¿Y si no volvía a ponerlo en hora? Total, tendría que hacer la misma operación dos veces al día, por lo menos. ¿Para qué molestarse? Le bastaba con oír su grave tic tac. Bueno, tac, toc en realidad. Era un reloj serio y grave; casi funerario, como de popes. Esos popes con esas voces litúrgicas de barítono y de bajo, qué imponentes, caray. Pues eso, tac toc. Ese ruido a compás y el fantasmal retumbar metálico de los carrillones al dar la hora le hacían compañía, aunque a su mujer le daban escalofríos. «¡Llévate ese trasto, por lo que más quieras!». Pero ahí no había cedido ni pensaba ceder: el reloj seguiría donde estaba, faltaría más.

Aún le quedaba más de medio periódico por leer, pero se sentía cansado. Había dormido mal. Mejor volver a la cama y reponer fuerzas.

Durmió de un tirón y ni se dio cuenta de cuando su mujer se levantó armando ruido y subiendo las persianas desconsideradamente.

Se despertó a las cuatro, con su despertador infalible, se aseó con esmero y se cepilló la perilla. Después se vistió. Nada de florituras ni ropas de petimetre; un simple y digno atuendo de trabajo, como todos los días.

Había llegado la hora. Se colocó cuidadosamente la peluca que le habían conseguido para pasar desapercibido y tras recoger gorro, abrigo y cartera bajo apresuradamente la escalera. Abajo lo esperaban tres camaradas para acompañarlo a la sede del sóviet.

—Salud, camarada Lenin.

—Salud, camaradas. Vámonos rápido que tenemos faena por delante. Hay que derribar a Kerenski y asaltar el Palacio de Invierno. Los bolcheviques vamos a cambiar el mundo.

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© 2012. Luis Sanz Irles. Todos los derechos reservados

Los adioses

29 noviembre, 2014 — 2 comentarios

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Nada más escribir el título de estas notas caigo en la cuenta de que hay una sinfonía de Haydn, la 45, que es conocida, precisamente, como la Sinfonía de los adioses. En ella, durante al adagio final, cada músico recoge su atril, su partitura y su instrumento y va abandonando el escenario, quedándose al final tan sólo dos violines. Cuentan que con este arreglo de cosas, Haydn quería mandarle un recadito a su mecenas, el príncipe Esterházy, quien habia estado reteniendo a los músicos mucho más tiempo del que habría sido prudente en su residencia de verano y estos, y el propio Haydn, estaban ya un poco hartos.

Pero esto ha sido una digresión antes de hora, porque yo quería hablar de otros adioses, de esos que, a lo largo de nuestra vida, vamos diciendo, a veces sin darnos cuenta, a medida que hacemos cosas por última vez, que cerramos carpetas que ya nunca han de abrirse, marcamos números de teléfono que jamás volveremos a componer, estrechamos una mano hasta el fin de los tiempos, damos un beso que no habrá de repetirse.

Son, por tanto, gestos finales y, como tales, grandiosos, pero solo a partir de cierta edad empezamos a ser conscientes de ellos, y ni siquiera lo somos de todos.

Donald Justice

Donald Justice

Donald Justice, en un apabullante poema, nos recuerda que a partir de cierta edad aprendemos a cerrar con sigilo esas puertas que no hemos de volver a abrir.

Men at forty / Los hombres, a los cuarenta, 
Learn to close softly / Aprenden a cerrar con sigilo
The doors to rooms they will not be / Las puertas de los cuartos a los que
Coming back to. / Ya nunca volverán .

At rest on a stair landing, / De pie en el rellano de la escalera,
They feel it / Lo notan ahora
Moving beneath them now like the deck of a ship, / Moverse bajo sus pies, como a bordo de un barco,
Though the swell is gentle. / Aunque es suave el balanceo.

And deep in mirrors / Y en el fondo de los espejos
They rediscover / Descrubren otra vez
The face of the boy as he practices trying / El rostro de aquel niño que en secreto practicaba
His father’s tie there in secret / Cómo anudarse la corbata de su padre

And the face of that father, / Y el rostro de su padre,
Still warm with the mystery of lather. / Tibio aún por la espuma misteriosa.
They are more fathers than sons themselves now. / Ahora son ya más padres que hijos, estos hombres.
Something is filling them, something / Algo los inunda, algo

That is like the twilight sound / Que es como el crepuscular canto
Of the crickets, immense, / De los grillos; algo inmenso
Filling the woods at the foot of the slope / Que llena el bosque al pie de la colina
Behind their mortgaged houses. / Detrás de sus casas hipotecadas.

(Traducción propia)
En nuestra lengua Borges lo expresó con una fría lucidez (la suya, la de siempre) que roza la crueldad, en su inolvidable Límites:
Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar.
Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,
hay un espejo que me ha visto por última vez,
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay alguno que ya nunca abriré.
Este verano cumpliré cincuenta años;
La muerte me desgasta, incesante.
(J.L. Borges, El hacedor) (Cuatro años después, en El otro, el mismo, vuelve sobre el tema con otro poema de igual título).
Este tema aparece también en mi última novela, Tulipanes y delirios:

De repente me pareció caer en la cuenta de algo. En los últimos seis meses la gente se me estaba despidiendo mucho. Era como si se hubiese desatado una estampida y la llanura retumbara con miles de cascos de bisontes, tapatún tapatún, huyendo despavoridos, pero sin saber adónde ni por qué. Ahora Rodolfo, pero un par de semanas antes Alain Daudet, el huesudo semiólogo francés que no leía libros, sino sólo «textos», y que un día —¡capullo!— había intentado sin éxito levantarme a Hermien (pero a Hermien no le gustan los huesudos, aunque sí los chalecudos tincudos, maldita puta de mierda), y no mucho antes Federico —al que yo llamaba Federense o «el fodido Federense»—, con su aire antiguo y polvoriento de mancebo de colmado metiendo alubias pintas en cucuruchos de papel de estraza, y el peruano Jaramillo, que de día hacía colgantes de hojalata y de noche chapas en los urinarios de Sarphati Park con viejos decrépitos y purulentos, «que para algo tengo un miembro colosal. ¿Que no me lo has visto, Genio?», me decía cada dos por tres. Creo que no había caído en la cuenta de la traicionera mella que esos adioses iban haciéndome, pero el de Rodolfo materializaba todas esas despedidas anteriores, que me habían parecido humo blanco y pasajero y ahora, de golpe, cobraban peso. ¿Por qué? Alain, Jaramillo o el fodido Federense no eran casi nada en mi vida. Los había tratado muy poco, unos breves momentos en contadas ocasiones: una cerveza en la barra de un bar, un café rápido al encontrarnos por la calle, un porro en alguna casa flotante de Jacob van Lennepkade. Alain contándome su tristeza («Déjame que te platique…», decía tras sus años en México) porque su mujer lo había plantado y después pidiéndome veinte florines, que me devolvería en dos o tres días; Jaramillo, que se volvía a Lima con la flor de la canela en el culo horadado por hordas de bujarrones y su colosal badajo colgón tolón colgando entre las piernas, como el rabo de un chucho cobardica, porque Europa no era lo que le habían contado.

Rodolfo seguía callado, concentrado en su cerveza, sin perder su sonrisa jocosa de capibara lascivo, y esas despedidas recientes me fueron trayendo a la memoria una impetuosa riada de personas que habían ido pasando por mi vida. Entonces pensé que la vida es como un gran lienzo que van rellenando cientos de pintores. Algunos tienen una parte importante en la composición del cuadro y su huella es visible y enérgica; pero muchos otros, la mayoría, en realidad, son como fantasmas fugaces que aparecen un buen día, toman el pincel, trazan una línea, una mancha o una sombra y después, sin quedarse a ver el resultado final, desaparecen para siempre.

¿Dónde estarán ahora Alain el flaco, Federense el anticuado o Jaramillo el coloso tolón? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Qué trazo pinté yo en sus lienzos?

Ni que decir tiene que, tras todo lo dicho, no voy a decir adiós. Sólo hasta luego

Mas cuando vio la carcajada asomarse a su rostro, volvió a subirse los pantalones a toda prisa.

 

carcajada

Oprobio. (Nanorrelato)