Publicado en Málaga Hoy el viernes 27 de enero de 2017.
Quien empiece a escribir una novela debe saber que habrá de terminarla. Que se lo piense dos veces.
Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:
TEXTO SENTIDO
Sanz Irles. Escritor
PUNTO FINAL
La diarrea de Yukiko duró todo el día veintiséis y fue un problema en el tren a Tokio.
Con este chaparrón de realidad acaba Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki.
Los principios de las novelas se trabajan con el ímpetu de lo nuevo, pero mantenerlo hasta el final no está al alcance de todo novelista. A veces el autor, agotado, no sabe sacudirse la araña de encima y zafarse de la tortura, cerrar la historia y dejar, por fin, de escribir.
Graham Greene apostrofa al Hacedor en el final de The End of the Affair, pero igual estaba pensando en la novela:
¡Oh, Señor! Ya has hecho bastante. Ya me has quitado bastante. Estoy demasiado viejo y cansado para aprender a amar; déjame en paz de una vez.
Del final de una novela no espero lecciones ejemplares ni resúmenes fulgurantes. Le exijo que no eche el cerrojo dejándome fuera, que la narración no termine con el punto final, sino que siga acompañándome mucho tiempo. Busco que me impida salir de la novela, si es que ha sido una obra de arte y no un expediente editorial.
En la colosal En busca del tiempo perdido, Proust remata la proeza de haber escrito siete volúmenes, con una increíble vuelta-a-empezar. ¿Qué leemos en las últimas páginas de una obra que tiene un millón y medio de palabras? Que por fin ha llegado el momento de ponerse a escribir. ¿Pero escribir qué? ¡Pues la obra misma que estamos terminando tras meses de lectura! Es el movimiento circular más asombroso de la historia de la novela; la macropescadilla narrativa.
Y por fin realizaría lo que tanto había deseado en mis paseos por la parte de Guermantes […] acostumbrarme para siempre a la idea de acostarme sin besar a mi madre…
Con esas palabras volvemos al mismísimo comienzo de la novela. Además Proust no renuncia a ser Proust: el final no es aquí una frase brillante sino muchas páginas densas donde desmenuza el plan de la obra —que acabamos de leer, pero que va a ponerse a escribir, ¡abracadabra!—.
Pero hablamos de finales y hay que darle a John Steinbeck la última palabra. En Las uvas de la ira los Joad, azuzados por la Gran Depresión, han padecido mil penalidades en su migración a California. Rose of Sharon, quebradas sus esperanzas, ha perdido a su hijo en el parto; en un granero encuentra a otro desgraciado que agoniza de hambre, y entonces surge la literatura:
Se recostó a su lado lentamente. Él movió despacio la cabeza a un lado y otro. Rose of Sharon aflojó un lado de la manta y descubrió un pecho. «Hazlo», dijo. Se acercó más a él, contorsionándose, y atrajo hacia sí la cabeza. «Toma», dijo. «Así». Pasó la mano por detrás y le aguantó la cabeza. Los dedos se movían suavemente entre el pelo del hombre. Levanto la vista y contempló el granero, y sus labios se juntaron en una sonrisa misteriosa.
No sabemos si las tetas de Rose of Sharon eran aún pétreos cántaros u odres exangües, si su leche sabía al néctar de la cabra Amaltea o si se había agriado por la pena, si sus pezones eran pálidos y dulces como delicias turcas, o de esos otros, fieramente oscuros, que atraen con su altiva protuberancia la boca de los lactantes de cualquier edad. La fuerza rabiosamente humana de la escena se impone a cualquier ensoñación lasciva.
Qué grandeza literaria, concebir este final, que entre lo tremendo y lo escabroso nos lleva a pensar en el renacer de la vida y en la capacidad de la especie para la compasión y la ternura.