Archivos para abril 2014

Un ave carmelita

27 abril, 2014 — Deja un comentario

Levertov Sands

El traductor Carlos Manzano me santifica el día con un poema que no puedo no compartir aquí. De Denise Levertov, esta maravilla:

 

Concordance

Brown bird, irresolute as a dry

leaf, swerved in flight

just as my thought

changed course, as if I heard

a new motif enter a music I’d not

till then attended to.

(Denise Levertov, Sands of the Well. 1996)

Continuar leyendo…

 

Poco tiempo atrás aludía en otro post  a unos pasajes de Cyril Connolly en los que él denunciaba que la simpatía ha arrinconado en nuestros días a la amistad, y la fraternidad ha dejado paso a una solidaridad mal entendida que el Estado promueve con intereses espurios.

Para compensar un poco la amargura del plañido, cuento ahora una anécdota reciente que también tiene que ver con la amistad,soplarcristal aunque envuelta en el anonimato. La semana pasada me escribió un lector, al que llamaremos K., para comentar algunos pasajes de mi última novela, Una callada sombra. El correo me sorprendió por lo detenido de su análisis y también por, ¿cómo decirlo?…, la cercanía. Yo no conozco de nada a K. Ni siquiera hemos compartido experiencias generacionales. Sin embargo, en su correo, mis personajes cobraban una insospechada vida, como si más allá de lo que yo supiera de ellos comenzara otra existencia independiente en el trato propio con un lector ignoto. Me habla K. de Pajarogrifo (no hay errata: es sin tilde) como si este fuera un conocido común cuyas intenciones y maneras pudiéramos comentar. En nuestros correos, Pajarogrifo es más real, mucho más real que nosotros mismos, meros entes atrapados en nuestros papeles abstractos de autor y lector.

Y lo mismo con ciertas descripciones: en el bar Zapico, un antro con olor a vino agrio y tabaco, un parroquiano sentado en un taburete ante la barra hace rodar una naranja sobre el mostrador con la palma de la mano.  En algún momento, en una escena tensa, “un rayo de sol, que ya desciende, la hace refulgir [a la naranja] de pronto como una ampolla de cristal fundido lista para que un soplido le dé forma”. Me cuenta el lector que esta imagen le ha recordado los claroscuros de George de La Tour o, mejor, a un Caravaggio, con ese “ambiente de maleantes —escribe K.— entre los que inopinadamente  subsiste la pureza de la luz condensada en un segundo que los inmoviliza y los deja impresos en la retina”.

El autor (o sea, yo) se queda pasmado con tales apuntes. ¿¡Realmente he pintado un Caravaggio sin saberlo!? Pues parece que sí, pero para descubrirlo he necesitado el amabilísimo correo de K.: también él ha pintado ese Caravaggio. Además de Caravaggio, por supuesto.

¿Y no es esa labor colaborativa una forma de amistad? ¿No es el arte, todo él, una gran metáfora de la amistad? ¿Una manera de saltar nuestras limitaciones espaciales y temporales, y compartir nuestra experiencia, siempre tan paradójicamente íntima como común?

Lector, mon semblable, mon frère.

naranjasPort. Diecinueve1

 

Quien tenga curiosidad por leer los breves fragmentos de la novela aludidos en este post, aquí los tiene. Continuar leyendo…

Iván y Albertine

19 abril, 2014 — 1 Comentario

Hay autores hipertróficos al igual que los hay anémicos.

Proust es sin duda uno de ellos, de los hipertróficos,  como un atlante que cargara sobre sus hombros  la tradición de la novela occidental para ponderar el peso narrativo que una obra puede resistir. Escribir A la búsqueda del tiempo perdido  fue una tarea (vámonos de mitos) ciclópea, tantálica y prometeica: a Proust le consumió la vida, encerrado en su laberinto como un minotauro sin más ariadnas que cientos de páginas en blanco.

Ventajas de la hipertrofia: la posibilidad de acercarse a lo inefable a fuerza de atosigar la escritura hasta sus últimas consecuencias.

Albertineprousttimes Continuar leyendo…

Habitantes del universo Proust

Habitantes del universo Proust

 

Todos los conocemos, aunque no nos hayamos detenido a ponerles un nombre: son esos momentos, mágicos de verdad (¡por una vez!), en los que, de improviso, un recuerdo no buscado nos toma por asalto y se mete en nuestras cabezas sin que lo hayamos llamado y sin pedirnos permiso. Cualquier cosa puede liberarlos —son un genio en su lámpara—, sobre todo los impactos sensoriales (un olor, un sabor, un sonido…).

Entoces el pasado regresa, pero con tal furia, con tal ímpetu, con tal viveza, que se funde, indistinguible, con el presente: no recordamos, sino que revivimos. Con esa magia grandiosa e inexplicable, algunos grandes escritores han construido asombrosos edificios. Están ahí, con las puertas entornadas para que entremos en ellos cuando queramos. O cuando nos atrevamos. Continuar leyendo…

Pigmeos

12 abril, 2014 — 1 Comentario

Hay libros clásicos en el mundo anglosajón que incomprensiblemente tardan décadas en traspasar la barrera invisible de la traducción al castellano. Es el caso de La gente de la selva de Colin Turnbull, que me recomendó una amiga y que me ha encantado. Os copio su reseña.   pigmeo1

Por la puerta de atrás del Edén

Carmen Palomo

Se cuenta de los pigmeos, como dato casi inverosímil, que son tribus de cazadores-recolectores desconocedoras de la técnica de hacer fuego. Tampoco debería asombrarnos tanto: ¿quién entre nosotros, los hombres blancos, sabe hacer fuego? De asombros y pigmeos, y de quiénes somos en el fondo todos nosotros, trata La gente de la selva de Colin Turnbull, un clásico de la antropología editado por primera vez hace 50 años —medio siglo que ha añadido lustre y profundidad a un libro excepcional— publicado en español por la editorial milrazones (trad. de Bianca Southwood). A su autor cabe tildarlo de aprendiz de antropólogo pues, para nuestro regocijo, se saltó la primera ley de la ciencia, que es la de considerar su objeto de estudio como tal: como un objeto. Con una pasión algo suicida, Turnbull se fue a vivir a la selva de Ituri, en el entonces Congo Belga, con los pigmeos bambuti… y se pigmeizó. Su libro relata cómo vive y qué piensa y siente un pigmeo. Y lo hace con tan rendida admiración que no es de extrañar que a Turnbull se le acusara de idealizar la experiencia vital de estas «pobres gentes» que, por no tener, no tienen ni propiedad privada. Y es que el asunto va por ahí, justamente por lo que no tienen los pigmeos. Sus núcleos tribales son tan pequeños, y con tales lazos de interdependencia (la caza es colectiva), que no necesitan jefe ni brujo. Los mayores ejercen un tutelaje pacificador, pero los conflictos —siempre según el relato de Turnbull— suelen resolverse con rapidez, a gritos o a risas. Más fascinante aún resulta la idea de que no tengan deidades, ni siquiera malignas. Saben para qué sirven —para asustar, claro— y las inventan y las utilizan contra sus vecinos naturales (otras tribus bantús o sudánicas), pero no creen en ningún espíritu inicuo ensañado contra ellos ni contra nadie. Sencillamente, en su cosmogonía, no existe ninguna entidad amenazante…, luego no existe el miedo. ¿Cómo interpretan, cómo resuelven, entonces, la desgracia? Creen los pigmeos bambuti que el mundo, su mundo, la selva, está bien hecho: la selva húmeda y penumbrosa nutre, acoge, vela por los suyos… Cuando la desgracia llega (la enfermedad, la falta de caza…), piensan los bambuti que la selva se ha dormido. Un ritual, el molimo, se encargará de despertarla para que todo vuelva al equilibrio pacífico y natural de lo cotidiano. Se trata de un diálogo entre tribu y selva (esta última, representada por el sonido de unas primitivas trompetas): los bambuti, en una especie de curiosa contra-nana metafísica, despiertan a la selva de ese letargo con canciones que dicen que «la selva es buena, la selva es buena». pigmeos2Es verdad, Turnbull no hizo en este libro una fría descripción científica de las costumbres pigmeas: hizo pura poesía. Durante la lectura respiramos selva, escuchamos selva y conocemos además a cada uno de los miembros de la tribu, debidamente individualizados: Kenge, Akidinimba (la chica de los grandes pechos), Manyalibo, Masisi (cuya foto aparece en la portada)…  El lector no puede evitar reírse a carcajadas cuando acaba descubriendo el pigmeo que lleva dentro (los bambuti ríen con todo el cuerpo, como los niños, palmeándose los costados y rodando literalmente por los suelos). Bajo esa risa benéfica como la selva misma, La gente de la selva se lee con una admiración no exenta de nostalgia por esa humanidad ajena a nuestras locuras consumistas y teológicas. No es que los pigmeos sean ángeles (no lo son, Turnbull también retrata su astucia, su orgullo y su gusto por la burla), pero parece que, cuando todos fuimos expulsados del Paraíso y entregados a la derelicción metafísica, ellos arrendaron las tierras colindantes al Edén. Y allí siguen. Para saber más sobre este apasionante libro y sobre la increíble vida de su autor: http://blogs.milrazon.es/Colin-Turnbull-el-nino-que-queria-que-lo-robaran.aspx