Archivos para 30 November, 1999

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Robert Louis Stevenson

El azar y sus cosas.

Acabo de terminar el prolijo ensayo de Marc Fumaroli París-New York-París, en el que el ocio, o más exactamente, el otium clásico, romano, fecundo y creativo, es uno de los principales asuntos.

Pues bien, al día siguiente de terminar la lectura, hete aquí que entro en una de mis librerías de cabecera y, por casualidad (aceptemos que por casualidad), me topo con un delicioso librillo de R. L. Stevenson: En defensa de los ociosos. ¿Cómo resistirse a semejante título, si es el enunciado de una pura provocación? Así pues, me lo compro, llego a casa, y me lo leo de una sentada. (No todo en Stevenson son islas caribeñas, guacamayos al hombro y patas de palo).

En un tiempo en el que la ética protestante, puritana, del trabajo, se impone, Stevenson vuelve sus ojos y su sensibilidad a ese otro sentido de la vida para el que el trabajo no lo es todo. Solo que Stevenson está muy lejos, pero que muy muy lejos, de la idea de ocio que campea a sus anchas, fea, roma, vulgar, bastarda, soez, en cada vez más ámbitos de la vida que nos rodea (que nos asedia, hay que decir). Stevenson, un artista, mira más a lo clásico que a lo moderno, cuando piensa en el ocio. Veamos:

En estos tiempos en los que, por un decreto ley que condena los delitos de «lesa respetabilidad», todos están forzados a entrar en una profesión lucrativa y trabajar en ella con un mínimo de entusiasmo, las quejas de la parte opuesta, la que se contenta con tener suficiente y que entretanto, gusta de mirar y disfrutar, tiene un ligero gusto a bravuconada […]

La así llamada ociosidad, que no consiste en no hacer nada sino en hacer muchas cosas no reconocidas en los dogmáticos formularios de las clases dirigentes, tiene tanto derecho a mantener su lugar como la laboriosidad misma.

[…] en mi época asistí a un buen número de clases. Todavía recuerdo que el giro de una peonza es un ejemplo de estabilidad cinética. Todavía, que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no me separaría voluntariamente de tales migajas de ciencia, no las tengo en la misma estima que a ciertas rarezas que aprendí en la calle mientras hacía novillos.

Creo saber de qué habla Stevenson. En mi última novela, Tulipanes y delirios, un personaje se lamenta de que nunca aprendió a silbar metiéndose dos dedos en la boca ni a escupir con soltura y puntería por el colmillo.

Cito, para acabar, otras palabras de Stevenson que dan mucho que pensar:

Estar extremadamente ocupado, ya sea en la escuela o en la universidad, ya en la iglesia o en el mercado, es un síntoma de deficiencia de vitalidad; una facilidad para mantenerse ocioso implica un variado apetito y un fuerte sentido de la identidad personal.

Eso sí, conviene tener muy presente esa fértil idea del ocio de los viejos romanos, que no consiste en rebozarse en la arena de la playa como croquetas («cocretas», suelen decir la mayoría de los rebozados), sino en trabajar duro cultivando la mente y el espíritu. (O sea, ver los reality shows, mismamente).

¡No hay tiempo, maldita sea! ¡No hay tiempo! Tanto por leer, y no hay tiempo.

(Los jóvenes no deben preocuparse, esto no va con ellos; tienen todo el tiempo para sí; el tiempo está de su parte –o, al menos, así lo creen ellos, que viene a ser casi lo mismo– y aún no se ha convertido en algo real, corpóreo, que uno ve pasar de largo, cada vez más deprisa).

No hay tiempo, pero la ominosa pila de «libros pendientes» sigue creciendo, y con ella mi ansiedad. No tengo tiempo de leerlos todos, pero sigo comprando libros sin cesar. Uno es así de imbécil. (Creo que fue Borges quien, en algún cuento, decía: «como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sentía culpable de no conocerla haste el fin». Cito de memoria, así que, séame perdonada la posible inexactitud, please.)

Ahora mismo estoy leyendo Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin (en español, porque por el alemán navego con gran dificutad, y sólo si son aguas tranquilas), uno de esos libros que vas leyendo con cierta perplejidad y descreimiento, hasta que, de repente, zas, te atrapa, y ya no hay escapatoria, como me acaba suceder esta mañana mientras desayunaba debajo de mi incipiente emparrado (piaban unas oropéndolas y zumbaban avispas).

Pero simultaneo la lectura de las peripecias berlinesas de Franz Biberkopf con las Novelas bálticas, de Eduard von Keyserling (un noble alemán de Letonía, o un letón de la aristocracia alemana, demostrando que en este mundo se puede ser casi cualquier cosa), los Contes cruels de Villiers de l’Isle-Adam, La diplomacia del ingenio, de Marc Fumaroli, el tercer volumen de Naufrages…, de Deperthes, una obra singularisima, maravillosa y emocionante, que descubrí gracias a Ernst Jünger, y las Misceláneas primaverales de Natsume Soseki. (Siempre leo varios libros a la vez, sin que haya ninguna razón explicable para este hábito).

Eso, lo que tengo entre manos. Lo que cada noche me mira, con reprobación y amenaza, desde la mesilla de noche, esperando turno, ni lo cuento.

¡No hay tiempo! ¡No hay tiempo, coño!

deperthes

Berlín Alexanderplatz, Alfred Döblin. Ed. RBA. Traducción de Miguel Sáenz.

Histoires des naufrages, ou recueil des relations les plus intéressantes des naufrages, hivernements, délaissemens, incendies, et autres événements funestes arrivés sur mer, (3 vol.), Jean Louis Hubert Simon Deperthes. Facsímil, (Imprimerie de Brodard, à Coulommiers).

Misceláneas primaverales, Natsume Sõseki, Satori Ediciones. Traducción de Akira Sugiyama.

Contes cruels, Villiers de l’Isle-Adam. Ed. Gallimard (Folio classique).

La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine. Ed. Acantilado. Traducción de Caridad Martínez.

Novelas bálticas, Eduard von Keyserling. Ed. Navona. Traducción de Xandru Fernández y Miriam Dauster.