Cualquiera que tenga unas pocas docenas de libros descubre pronto la verdad de aquellas palabras que Borges escribió en Los Teólogos, una de las narraciones de El Aleph.
Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin.
Nunca he olvidado ese lamento desde que lo leí, hace ya eones.
(Recuerdo bien Los Teólogos, ese relato que arranca con unos dramáticos ablativos absolutos: Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras… Pero esa es otra historia).
Hay, empero, otra oración posible, parafraseando la de Borges, como he podido comprobar estos días. Es esta:
«Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de hospedar algunos libros indignos».
Pronto serán purgados, arrojados a las tinieblas o al fuego purificador de la estufa, que aún arde, en vista del veleidoso marzo.
Esto va de libros y bibliotecas y bibliofilia, esa manía de la que no tengo ningún interés en curarme. Mejor dicho, va de unos libros, una biblioteca y una bibliofilia particulares: los míos. Quién sabe si aireando mis anaqueles y sacudiéndoles el polvo a montones de volúmenes que han ido creciendo, casi inadvertidamente, a lo largo de muchos años, acompañándome por muchos países y muchas casas en las que he vivido, no rescataré del olvido vivencias, casos, personas, amoríos, desgarros y remiendos, retazos, en fin, de mi vida, que merecen mejor suerte que la de permanecer arrumbados en un inhóspito e invisible baúl. Los libros, como la música, tienen gran poder de evocación y de entre sus páginas saltan a veces trozos de pasado y se echan a volitar por la estancia, como mariposas, o se nos agarran a la piel como garrapatas; nos lo asegura Borges (otra vez él, y no me lo había propuesto) en su poema Las cosas.
Un libro y en sus páginas la ajada
Violeta, monumento de una tarde
Sin duda inolvidable y ya olvidada
Abriendo libros, librillos y libracos que habían estado cerrados por lustros han salido, es verdad, muchas cosas: Continuar leyendo…