Archivos para mayo 2013

El control del autor sobre su obra (siempre relativo) termina cuando se pone el punto final y el editor imprime y distribuye, pero… ¿y su responsabilidad? ¿Cómo sabemos en qué manos caen nuestros libros?, ¿en qué oídos nuestra palabras?, ¿qué infelicidades pueden causar, qué cataclismos desencadenar, sin que lleguemos a saberlo nunca?

roth everymanVuelvo a Roth tras casi un año, y veo que sigue siendo el hipocondríaco de siempre. Su fascinación por la enfermedad y el dolor, en cuya descripción gusta demorarse –tanto que hasta llegan a ser los cimientos de su narración–, sigue intacta.

Phoebe knew plenty about physical misery… Pues eso.

Este libro es una sombría descripción de la vida como un largo y penoso camino hacia la muerte (¿quién decía que la vida era el camino flanqueado por cipreses que va de la cuna al cementerio?) y un rosario de enfermedades y hospitalizaciones, pero el pesimismo de Roth tiene siempre algo de terrorífica verdad que te obliga a seguir leyendo. Y para que no haya dudas, la historia comienza con el funeral del protagonista, desde donde retrocedemos en su vida para volver después a avanzar hasta su muerte, o sea, hasta el final de la fiesta, donde, abandonado por sus falsos amigos, el hombre se queda solo.

Como además de la muerte, el sexo (en su variante más lasciva) también anda de por medio –cosa inevitable, tratándose de Roth–, la tentación de liarse a hablar de Eros y Tanatos está servida, así que me contendré y la dejaré pasar, porque, en verdad, el tema central y obsesivo de Everyman es la muerte; la muerte y lo que la precede, la prepara, la anuncia. Puro Roth el que escribe:

…la vejez no es una batalla, la vejez es una masacre.

Y por si todo eso no fuera lo bastante incómodo, más incomodidades: junto a la muerte, otro gran tema del libro es el de la responsabilidad individual, de nuestra vida, de nuestros actos, que no pueden ser endosados a otras instancias (ya sabéis: la culpa es de «la sociedad», o de «mi mamá, que no me quería lo bastante»), y al que le pique que se rasque.

Lo dicho, un libro para adictos (a Roth y a sus cosas), pero que no deja indiferente.

En la última entrada hablé de las memorias de Nadiezhda Mandelstam, y me detuve fugazmente en la fotografía que ilustra la portada de la edición de «Acantilado».

Hace un rato, con el libro aún sobre la mesa, he estado contemplando esa foto con más calma y ensimismamiento. Esto es lo que he visto:

Una expresión que aúna, sin ningún aspaviento, resignación, ironía, desesperanza y hasta una difuminada bondad. Pero en su postura el cuerpo se niega a reclinarse, a dejarse llevar, y en su manera casi pasional de sujetarse la rodilla con una mano se trasluce una resistencia rebelde ante la adversidad, subrayada por un estilizado cigarrillo entre los elegantes dedos de la mano derecha.

La ventana filtra una claridad que le ilumina medio rostro, rostro que sigue siendo hermoso hasta el arrebato y exultante de personalidad.

Se la ve diminuta, delgada, casi evanescente, a punto de evaporarse ante nuestros ojos, pero intuimos que si eso pasara, dejaría tras de sí una estela de belleza y tristeza, que siempre estuvieron uncidas a su vida, larga y dura.

Un vestido de lunares, y a su alrededor silencio, ausencias y recuerdos.

Sus memorias se titulan «Contra toda esperanza»

Ni una palabra más alta que otra.

Este puede ser el resumen de las 600 admirables e impresionantes páginas en las que Nadiezhda Maldelstam, la mujer del gran poeta ruso Osip Mandelstam, cuenta sus últimos años bajo el horror estalinista, antes de la muerte de su marido.

Acantilado presenta una cuidada edición con una fotografía en portada que suscita mis primeras emociones: una mujer enjuta y pesarosa, pero conservando un aire de altiva indiferencia y un hermoso pudor de anciana que preserva su dignidad ante la cámara y ante el inmenso sufrimiento que fue su vida.

En el prólogo, Joseph Brodsky nos habla del enorme orgullo, casi altanería, de Nadiezhda (que en ruso, por cierto, significa «esperanza»). Y las palabras de Brodsky iluminan el texto, porque lo que de él se trasluce es firmeza en sus ideas y una extraña y elegante mezcla de fatalismo y dignidad.

El relato de esos años terribles se hace con un comedimiento asombroso que, además de elegante, acaba siendo eficaz.

Las memorias de la época soviética ya son un género en sí mismas (Solzhenitsyn, Ivan Bunin, etc.) y este libro es otro sobrecogedor y conmovedor ejemplo.

En el prólogo leemos:

mandelstam

Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción la que confiere significado a la realidad. Hay una jerarquía en las percepciones (y por consiguiente entre los significados) en la que aquellas adquiridas mediante los prismas más refinados y sensibles ocupan la cima. Es la cultura, única fuente de suministro, la que aporta a dichos prismas el refinamiento y la sensibilidad; es la civilización, cuya principal herramienta es el lenguaje.

A lo largo de todo el libro, la escritora lamenta el estado de postración fatalista de la sociedad rusa ante el horror (otro denominador común del género «memorias de la época soviética»).

[…] habíamos enmudecido y aparecieron los primeros síntomas del letargo.

[…] estaba prohibido comparar los designios con las realidades […] dirigentes prácticos […] que prohibieron audazmente todo estudio de la realidad.

Nadiezhda Mandelstam acusa a la intelectualidad rusa de una capitulación masiva ante el estalinismo, y luego añade:

Los vencedores tendrían que haberse sorprendido de la facilidad con que obtuvieron la victoria, pero la aceptaron como algo que les era debido, porque creían en su razón. Ellos traían la dicha del género humano.

La autora cita, aquí y allá, palabras de su marido, casi siempre tan certeras como amargas, como cuando le dijo: ¿Por qué se te ha metido en la cabeza que debes ser feliz?

Y a partir de ellas, ahonda Nadiezhda:

¿Quién sabe lo que es la felicidad? La plenitud y la intensidad de la vida quizás sean una noción más concreta que la tan decantada felicidad.

El interés del libro se ve incrementado por las abundantes referencias (a veces crueles, y siempre inteligentes) a muchos amigos del matrimonio y a personajes célebres de la intelectualidad rusa de la época: Ajmátova, Pasternak, Gumiliev…

Otra sorpresa, y no la menor, es la intrínseca calidad de la prosa de Nadiezhda Mandelstam, que ofrece pasajes de una intensidad verdaderamente admirable.

Un libro único y grandioso. Una de mis mejores lecturas en mucho tiempo.

Alguien debería escribir una novela sobre las mudanzas. Llevo ya muchas a cuestas, sé de lo que hablo.

Nuestra primera mudanza desbarata la vida para siempre, porque desbarata la infancia, dispersando cosas, objetos, que hasta ese momento habían sido inmutables: esa primera mudanza, tan deseable como fatídica, rompe con la «eternidad» de la casa paterna.

Entonces queda inaugurada la incesante diáspora que será el resto de nuestra vida, que a partir de ahí solo será una fatigosa busca de aquella tranquilizadora eternidad perdida.