Archivos para Canada

Publicado en Málaga Hoy el viernes 12 de mayo de 2017.

 

Una poesía fundada en una erudición clásica profunda, articulada y lírica.

2017_05_12_Poetisa de los úteros errantes

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

POETISA DE LOS ÚTEROS ERRANTES

Durante mi reciente viaje a Michigan entreví, tras el ventanal de una cafetería, una figura venerable y frágil. Me pareció Anne Carson, la poeta canadiense, pero no pude —ni quise—cerciorarme. La cara de un pelma pegada al cristal no es una imagen que quiera dejar de mí. Además, no soy mitómano. Seguí, pues, mi paseo, pero hice una rápida comprobación. Sí, Carson es ahora catedrática de clásicas en la Universidad de Michigan. Debía, pues, de ser ella.

Al regresar hojeé su libro Hombres en sus horas libres. Lo que me había llevado a Anne Carson por primera vez fue su condición de importante filóloga clásica. Tiene fama de saber muchísimo de la Grecia antigua y está ciegamente enamorada de su lengua. Después me prendieron su fuerza y una maravillosa sensibilidad para envolver la mejor erudición en gran poesía. Sobre Edipo leemos:

CALCINADO para despertar sin ley, suelto

En las cuencas de él.

Un fiero cielo rosa oscuro de febrero

Arrastraba

Las nubes de regreso a casa, sopesando la masacre

En los rasgones.

El poema empieza con una imagen dura: cuencas arrasadas (Edipo se sacó los ojos con el broche de su madre), calcinación y caos. ¡El tercer verso es portentoso! A fell dark pink February heaven y la magnífica traducción de Jordi Doce le hace justicia y obtiene también una cadencia rotunda con esos dos factibles hemistiquios de siete sílabas. Pero, más allá de la métrica, la impresionante imagen: un rosa, color generalmente cursilón, que se torna ominoso e indiscutible y que está en el cielo, sobre nosotros, y nos avasalla. Además, claro, es un verso homérico que nos hace pensar en los sonrosados dedos de la Aurora.

Hombres en sus horas libres es un libro multiforme. Tiene poemas en estilos muy distintos, pero también ensayos, como Suciedad y deseo: ensayo sobre la fenomenología de la polución femenina en la antigüedad:

Tanto Hipócrates como Platón promueven la teoría del útero errante (un animal deseoso de procreación en ellas, que se irrita y enfurece cuando no es fertilizado a tiempo).

Este poema se titula Room in Brooklyn:

Ese

lento

día

se mueve

Por el cuarto

oigo

sus ejes

volverse

Un deslumbre gradual

en

el

techo

Me da esa

atrevida

emoción

amarilloazulada

Mientras las horas

fluyen

por el

ancho

camino

De mi atardecer.

(Nótese un curioso alarde técnico: hay versos que comienzan con mayúscula, sin que los preceda un punto que la explique. Esos versos pueden funcionar, a voluntad del lector, como cierre de estrofa o como arranque de una nueva).

Es, justamente, la voluntad del lector, su voluntad poética, la que puede engrandecer poemas como este. Tan poetas como Anne Carson debemos ser nosotros. Ella nos invita a serlo y nos regala el fabuloso instrumento de sus versos: la poesía está en las evocaciones que suscitan.

a_carson

Anne Carson

Sentimos la emoción de quien sabe mirar cómo pasa el tiempo: con la lenta luz. This slow day moves Along the room. Dos protagonistas: la luz y quien, en soledad, la contempla. Las horas fluyen, aunque en el original el verbo es transitivo y transmite más fuerza que el fluyen de la traducción: As hours blow the wide way

Al final la voz poética se adueña de todo. Ya no es del lento día ni del impersonal tiempo, el atardecer, sino de quien piensa los versos: por el ancho camino De mi atardecer.

Vulvas de Estado

4 diciembre, 2016 — Deja un comentario

Un bonito artículo de José Antonio Montano me ha recordado, por lo de Salvador de Bahía y otras negritudes, una brasileñada que escribí hace más de 15 años y que apareció en una extinta revista que se llamó «Málaga Variaciones». Es esta:

 

La diplomacia brasileña siempre ha sido una de las instituciones de las que el país se siente más orgulloso: tiene tradición y un cierto tufillo europeo a rigodones, recepciones y ponches, pero se esmera en hacerlo bien; eso me hizo recordar la anécdota de la visita del canadiense Trudeau a Brasil.

Como uno es lo que es, pronto acabó la cosa en un coño. Che vogliamo far’!

Hasta el menos avezado observador puede detectar que Brasil es un país de colosales contrastes. Asomarse al mirador del Corcovado regala uno de los espectáculos naturales más grandiosos de la Tierra: las albinas playas de Leblon, Ipanema y Copacabana; la plácida y casi encantada laguna de Rodrigo de Freitas, de la que siempre parece estar a punto de asomar una ondina mulata; un manto de profundo verde que todo lo cubre y que se recorta contra el vasto océano desde el que se yergue el robusto símbolo fálico del Pan de Azúcar. (Lirismo insufrible, lo sé. I implore your pardon).

Toda esa asombrosa belleza se da de bruces con la fea miseria del Río de Janeiro vedado a los turistas, el de las manidas y no por ello menos reales ‘favelas’.

Es un frecuentadísimo lugar común ese de que “Brasil es un país con un enorme potencial”. Lo malo, como dijo un agudo gracioso, es que pueda seguir siéndolo durante otros treinta años, porque de lo que se trata, como en la vieja metafísica aristotélica, es ver cuándo se puede pasar de la potencia al acto.

Sin duda es Brasil la locomotora económica  iberoamericana, y existe un Brasil sofisticado y moderno que da pasos de gigante hacia su homologación con el primer mundo.

Brasil, por ejemplo, tiene una de las más impresionantes redes mundiales de incubadoras de empresas. Sin embargo, sigue siendo uno de los ejemplos más paradigmáticos de una increíble pobreza, hasta el punto de que algunos sociólogos modernos, como Ulrich Beck por ejemplo, han acuñado el término “brasileñización” para referirse a tal condición.

El Estado brasileño, como si fuera consciente de esta especie de esquizofrenia social, cuyo lado oscuro merma su prestigio, suele mostrarse muy sensible con todo lo relativo a la imagen del país en el exterior, vigilando siempre que exista la más exquisita y simétrica reciprocidad diplomática en sus relaciones con otros países, y reacciona airadamente, con la dignidad de una anciana aristócrata ofendida, al menor gesto de agravio. Me consta que las más de las veces tiene razón, y sus protestas y reacciones son encomiables, como, por ejemplo, la de practicar con rigor extremo el criterio de reciprocidad a la hora de exigir visados para entrar en el país (cosa que muchos estadounidenses no llegan a entender del todo). En otras ocasiones, sin embargo, tanto celo provoca situaciones asaz curiosas, como aquélla que dio lugar a un grave conflicto diplomático con Canadá, pacífico país que no se caracteriza por su agresividad, excepto cuando le tocamos los fletanes.

Tenía Canadá, a la sazón, un estrambótico primer ministro llamado Pierre Elliot Trudeau, hombre de indudable personalidad y talento, y celebérrimo por sus exabruptos y sus atuendos. Era, sin duda, políticamente incorrecto, lo cual es muy de agradecer, y quiso dejar patente esta condición durante un viaje oficial a Brasil.

Al pie del avión lo esperaban los empingorotados (o impecablemente trajeados, si prefieren) dignatarios brasileños, y a nuestro buen Trudeau no se le ocurrió mejor trapisonda que la de bajar las escalerillas luciendo unas vistosas zapatillas de tenis. ¡Casus belli! ¡Ofensa! ¡Desdoro! ¡Afrenta intolerable! Y se armó el tiberio.

moqueca

Moqueca

Esta anécdota me la recordaba hace poco mi amigo Mauricio Gomes Aranha, quien tuvo la amabilidad de invitarme a degustar una maravillosa moqueca bahiana, con su harina de coco y todo, en su casa de fastuosas vistas. Pero él la recordaba, no tanto por la zapatiesta diplomática consiguiente, cuanto porque le hizo descubrir a la esposa de Trudeau, Margaret, de la que acabó enamorándose platónicamente.

 

madame-trudeau2

La señora Trudeau (no recuerdo si esto fue antes o después de la visita a Brasil), parece que acabó hartándose de las excentricidades de su marido y reivindicó para sí parte de la atención que le dispensaban los medios de comunicación, así que se lió con el jefe de los Rolling Stones, ‘morritos Jagger’, el primer anoréxico de la modernidad, que daba mucho caché morboso. Y para demostrar que ella no era menos que su marido en punto a vestimentas audaces, se olvidó de ponerse las bragas durante uno de sus encuentros con el descoyuntado rockero, de suerte que un fotógrafo pudo cazarla sentada, apoyada contra una pared, faldita corta y rodillas levantadas, con lo que quedaba visible en todo su esplendor, aprisionada por dos lechosos muslos, una linda matita de vello púbico que circundaba una saludable vagina.

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Madame Trudeau tomando el fresco

Mi amigo Mauricio tiene esa foto, ampliada y enmarcada, colgada en su dormitorio, con una placa dorada en la que hizo grabar esta leyenda: “La vulva de Madame Trudeau”. ¡Larga vida a tan gloriosa vulva!