Archivos para Marcel Proust

Chateaubriand

6 marzo, 2017 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 3 demarzo de 2017.

Sobre uno de los grandísimos:

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

CHATEAUBRIAND

Las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, son un Everest del estilo. No es este el rincón donde glosar sus méritos históricos o políticos; bastante haré si puedo contagiar un poco de mi entusiasmo por su prosa, que hipnotiza renglón tras renglón. El lujo mágico de su estilo, decía Marc Fumaroli.  Hoy sabemos que esta prodigiosa obra va más allá de eso y constituye una reflexión certera sobre la era democrática que inauguran —de manera bien distinta, eso sí— las revoluciones americana y francesa. Así empieza:

Como me es imposible prever el momento de mi fin, y a mis años los días concedidos a un hombre no son sino días de gracia, o más bien de rigor, voy a explicarme.

El próximo 4 de septiembre, cumpliré setenta y ocho años: es hora ya de que abandone un mundo que me abandona a mí y que no echo de menos.

Digresión: Una lectura llama a otras y las funde en la cabeza, y así se tienen dos obras a la vez, la que se está leyendo y la resultante de la superposición de otras. Palimpsesto en la memoria. Al leer lo de arriba recordé unos versos de Borges:

Este verano cumpliré cincuenta años;

La muerte me desgasta, incesante.

Volvamos a Chateaubriand. Con esta elegancia explica la naturaleza serpenteante de la vida:

Las formas cambiantes de mi vida se han invadido así unas a otras: me ha ocurrido que, en mis momentos de ventura, he tenido que hablar de mis tiempos de miseria; en mis días de tribulación, describir mis días de dicha. Mi juventud, al penetrar en mi vejez; el peso de mis años de experiencia, al entristecer mis años mozos; […] mi cuna tiene algo de mi tumba, mi tumba algo de mi cuna…

Remacha con una idea que deambula entre la amargura de la vejez y la ironía salvífica:

La vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte.

La muerte está presente en esta obra como una fuerza impulsora invencible, y ya a las pocas páginas nos dice que:

Estaba casi muerto cuando vine al mundo.

Un día fatal, el niño deja de serlo y aparece el hombre. Habla Chateaubriand:

Apenas vuelto de Brest a Combourg, se produjo una revolución en mi vida; una vez desaparecido el niño, se manifestó el hombre con sus alegrías pasajeras y sus tristezas duraderas.

Antes de Proust ya estaba Chateaubriand. ¡Hasta el Combray de aquel parece este Combourg! Tenía Chateaubriand una parecida concepción (hoy, mirada, palabrita fetiche entre los más conspicuos representantes de la modernura) del tiempo, pero una prosa superior. La traducción no refleja los cuatro hexasílabos (reglas métricas en mano) que se suceden con un compás hipnótico:

l’énfant disparut et l’homme se montra avec ses joies qui passent et ses chagrins qui restent.

Chateaubriand fue un hombre de una pieza entre dos mundos opuestos, el de antes y el de después de la Revolución Francesa, y entre dos vocaciones, la de político y la de escritor. Roland Barthes dijo que Chateaubriand era un Malreaux con estilo. Yo digo que es uno de los mejores escritores de todos los tiempos y en todas las lenguas.

Punto final

28 enero, 2017 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 27 de enero de 2017.

Quien empiece a escribir una novela debe saber que habrá de terminarla. Que se lo piense dos veces.

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

PUNTO FINAL

La diarrea de Yukiko duró todo el día veintiséis y fue un problema en el tren a Tokio.

Con este chaparrón de realidad acaba Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki.

Los principios de las novelas se trabajan con el ímpetu de lo nuevo, pero mantenerlo hasta el final no está al alcance de todo novelista. A veces el autor, agotado, no sabe sacudirse la araña de encima y zafarse de la tortura, cerrar la historia y dejar, por fin, de escribir.

Graham Greene apostrofa al Hacedor en el final de The End of the Affair, pero igual estaba pensando en la novela:

¡Oh, Señor! Ya has hecho bastante. Ya me has quitado bastante. Estoy demasiado viejo y cansado para aprender a amar; déjame en paz de una vez.

Del final de una novela no espero lecciones ejemplares ni resúmenes fulgurantes. Le exijo que no eche el cerrojo dejándome fuera, que la narración no termine con el punto final, sino que siga acompañándome mucho tiempo. Busco que me impida salir de la novela, si es que ha sido una obra de arte y no un expediente editorial.

En la colosal En busca del tiempo perdido, Proust remata la proeza de haber escrito siete volúmenes, con una increíble vuelta-a-empezar. ¿Qué leemos en las últimas páginas de una obra que tiene un millón y medio de palabras? Que por fin ha llegado el momento de ponerse a escribir. ¿Pero escribir qué? ¡Pues la obra misma que estamos terminando tras meses de lectura!  Es el movimiento circular más asombroso de la historia de la novela; la macropescadilla narrativa.

Y por fin realizaría lo que tanto había deseado en mis paseos por la parte de Guermantes […] acostumbrarme para siempre a la idea de acostarme sin besar a mi madre…

Con esas palabras volvemos al mismísimo comienzo de la novela. Además Proust no renuncia a ser Proust: el final no es aquí una frase brillante sino muchas páginas densas donde desmenuza el plan de la obra —que acabamos de leer, pero que va a ponerse a escribir, ¡abracadabra!—.

Pero hablamos de finales y hay que darle a John Steinbeck la última palabra. En Las uvas de la ira los Joad, azuzados por la Gran Depresión, han padecido mil penalidades en su migración a California. Rose of Sharon, quebradas sus esperanzas, ha perdido a su hijo en el parto; en un granero encuentra a otro desgraciado que agoniza de hambre, y entonces surge la literatura:

Se recostó a su lado lentamente. Él movió despacio la cabeza a un lado y otro. Rose of Sharon aflojó un lado de la manta y descubrió un pecho. «Hazlo», dijo. Se acercó más a él, contorsionándose, y atrajo hacia sí la cabeza. «Toma», dijo. «Así». Pasó la mano por detrás y le aguantó la cabeza. Los dedos se movían suavemente entre el pelo del hombre. Levanto la vista y contempló el granero, y sus labios se juntaron en una sonrisa misteriosa.

No sabemos si las tetas de Rose of Sharon eran aún pétreos cántaros u odres exangües, si su leche sabía al néctar de la cabra Amaltea o si se había agriado por la pena, si sus pezones eran pálidos y dulces como delicias turcas, o de esos otros, fieramente oscuros, que atraen con su altiva protuberancia la boca de los lactantes de cualquier edad. La fuerza rabiosamente humana de la escena se impone a cualquier ensoñación lasciva.

Qué grandeza literaria, concebir este final, que entre lo tremendo y lo escabroso nos lleva a pensar en el renacer de la vida y en la capacidad de la especie para la compasión y la ternura.

 

Más sobre Steinbeck aquí, aquí y aquí

Más sobre Proust, aquí. aquí, aquí y aquí

Reapariciones

22 enero, 2017 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 20 de enero de 2017.

Cuando un personaje de una novela reaparece en otra, algo importante pasa en la psicología del lector. veamos qué:

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

REAPARICIONES

En las novelas los personajes aparecen; nos los van presentando los narradores o se presentan ellos mismos:

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo.

Así quiso Cela que se nos apareciera Pascual Duarte.

Pero a algunos personajes les va la marcha y, no contentos con aparecer, reaparecen. Es un procedimiento novelístico —casi un truco de trilero, en verdad— de extraordinaria eficacia, que siempre me ha cautivado: la reaparición. Esa eficacia es, sobre todo, de orden emocional, como espero demostrar.

De entre los escritores que lo han utilizado, destaca el colosal Balzac. Muchos novelistas posteriores lo aprendieron de él. Vautrin, del que se dice que fue el primer personaje gay de la literatura francesa, sale en varias novelas de la Comedia humana: El tío Goriot (lo prefiero a Papá Goriot), Las ilusiones perdidas, Esplendor y miseria de las cortesanas; en otras no sale, pero se lo nombra, como en La prima Bette.

Roland Barthes dijo, atinadamente, que una de las cosas por las que Proust pudo escribir En busca del tiempo perdido fue el descubrimiento de este procedimiento balzaquiano.  También Galdós gusta de esta técnica: las Porreño, por ejemplo, aparecen en La fontana de oro y también en Un faccioso más y algunos frailes menos. Ernesto Sábato saca en Abaddón el exterminador a personajes que conocimos en Sobre héroes y tumbas. Hay ejemplos a docenas.

Este recurso novelístico, que trenza unas novelas con otras y crea vastos mundos, no se ha quedado recluido en la literatura. ¿Qué, si no, son los famosos spin offs, por los que un personaje secundario de una serie televisiva se convierte en el protagonista de otra? (Frasier Crane, psiquiatra con ínfulas de dandi, era un parroquiano del bar de Cheers).

La teoría subraya la importancia estructural del procedimiento, su influencia en la organización de las tramas y cosas así. Pero para mí, la importancia del invento es otra, a saber: el poderoso efecto que tiene en el lector y su psicología.

Descubrí de pequeño el impacto de esta técnica. El gran Hergé la utiliza profusamente en Tintín. No sólo Tornasol vuelve una y otra vez a las distintas historias (mas no a todas, y por eso es aún más eficaz), sino que lo hacen también muchos segundones inolvidables: el pelmazo Serafín Latón, el coronel Sponz, el malvado Müller, el pérfido Gorgonzola, el avieso Allen, el timorato Wolf o el entrañable carnicero Sanzot.

¡Qué emoción, encontrar en una novela a un personaje (por execrable que sea) que hemos conocido en otra! Es el júbilo del reconocimiento y la complicidad.

Desde mis queridos Tintines, siempre he tenido la misma sensación al leer a novelistas que usan esta formidable treta narrativa. Es como reencontrar a un viejo conocido. De pronto ya no somos simples lectores, sino compañeros de viaje; ya no somos unos advenedizos, sino que estamos en el ajo de las cosas. Su presencia nos agarra de las solapas y nos mete dentro de la novela: nos convertimos en lector/personaje, porque siempre hay un momento en que esos queridos reaparecidos interrumpen lo que están haciendo, se vuelven hacia nosotros y nos guiñan un ojo: ¿Se acuerda de mí? Yo sí me acuerdo de usted. Vamos, pase; sígame.

Publicado en Málaga Hoy el viernes 6 de enero de 2017.

A vueltas con algunos detalles de la vida de Leopold Bloom, el inolvidable protagonista de Ulises, de James Joyce.

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Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

EL KIKI DE POLDY

Hay muchas escenas del Ulises de Joyce que me maravillan una y otra vez. Una de ellas es el recorrido de Leopold Bloom hacia el cementerio, en un coche de caballos. Está en medio de un grupo y, sin embargo, está solo; lo notamos en varios pequeños detalles, aparentemente nimios, que Joyce inventa magistralmente. Bloom intenta meter baza, pero apenas lo dejan. Hacen como que no oyen o cambian de conversación. Durante el recorrido hay chistes y alusiones a los judíos (supuestamente, Bloom lo es) que acrecen su soledad.

No es realmente rechazo, sino falta de reconocimiento. Él no pertenece al grupo. Se esfuerza por agradar, pero sin resultado. Lo acomodadizo de su carácter se nos va haciendo evidente cuando alguien observa la presencia en la calle del chuleta Blazes Boylan (Resplandores Boylan o El diablo Boylan, si prefieren). Bloom sabe que su adorada Molly planea acostarse con él. ¿Y qué hizo al verlo? (Las traducciones que siguen son mías).

…se pasó revista a las uñas de la mano izquierda y luego a las de la mano derecha.

Acto seguido el pensamiento de Bloom reemplaza la voz del narrador:

¿Hay algo más en él que ellas ella ve? (sic). Fascinación. El peor hombre de todo Dublín. Eso lo mantiene vivo. Ellas presienten a veces cómo es alguien. Instinto. Pero un tipejo como ese. Mis uñas. Estoy mirándomelas: bien recortadas…

Bloom anticipa sus mugidos y agacha el pescuezo; acata y consiente.

En este episodio sexto, presidido por la idea de la muerte, Bloom evoca chispas de vida, como aquella vez que su adorada Molly le pidió un polvo de urgencia:

Méteme un arreón, Poldy. Dios. Me muero de ganas. Cómo empieza la vida. Se quedó barrigona entonces. […] Mi hijo dentro de ella.

Ese arreón, ese  Give us a touch, Poldy, de Molly Bloom, es tan inolvidable como el faire cattleya de Odette de Crécy, la heroína de Proust. Frases que todo buen lector conserva para siempre.

Los ocupantes del carruaje hablan de muertes y entierros, y entonces Joyce nos hace mirar los caballos que tiran de las carrozas fúnebres. Sus pelajes son códigos:

Caballos blancos con blancos penachos doblaron al galope por la esquina de Rotunda. Un diminuto féretro resplandeció al pasar. Con premura hacia la sepultura. Coche fúnebre. No casado. Negro para los casados. Pío para los solteros. Alazán para el capellán.

(Sí, ya sé que dun for a nun no es alazán para el capellán, pero pardo para la monja perdería, misérrimamente, el juego de la rima y, por otro lado, hay que mantenerse en lo equino y lo eclesiástico).

Después llega este párrafo que leemos en apnea:

Cara de enano, malva y arrugada como la del pequeño Rudy. Cuerpecito de enano, blando como masilla, en un ataúd de pino con forro blanco. La Mutua de Entierros lo costea. Un penique a la semana por un trozo de tierra con césped. Nuestro. Pequeño. Pobrecito. Recién nacido. Nada significó. Error de la naturaleza. Si sale sano es por la madre. Si no, por el hombre.

Las multicolores pinceladas de este episodio —psicológicas, sociales, escatológicas, costumbristas…— cristalizan en la imagen de los caballos y en los recuerdos agridulces de Bloom. Todo, claro, con una prosa de ritmo y sonoridad a prueba de imitadores.

Leer Ulises, sin prisa, marca una vida de lector. Además gusta a muy pocos. ¿Qué más pueden pedirle?

Una voz desprepuciada

9 diciembre, 2016 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 9 de diciembre de 2016.

En el año de la muerte de Leonard Cohen.

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

UNA VOZ DESPREPUCIADA

Una mirada vagarosa por mi librería me llevó hasta una novela de Leonard Cohen, que no recordaba tener: El juego favorito. No se juega con las señales del destino; era llegado el momento de leerla.

Aún no la he terminado y no soy muy de reseñas. Podría decir que es una Bildungsroman, como el Werther, o una novela de ideas o unas memorias noveladas… Pero esas etiquetas poco dicen. Sólo quiero detenerme en tres rasgos llamativos y en la pericia con que Cohen los maneja.

El primero, la brevedad. No de la novela, de extensión normal, sino de sus cortos capítulos y su delgada sintaxis. Campea el estilo paratáctico: oraciones concisas, coordinadas, más que subordinadas, periodos que luchan contra la tentación del aforismo. Cuando esa concisión se usa para describir, casi estamos en las acotaciones teatrales o de guion de película:

Mi padre apunta la cámara a sus hermanos, altos y serios, con flores en las oscuras solapas, que se acercan demasiado y entran al reino de lo borroso. […] Sus esposas lucen formales y tristes. […] Su abuela está sentada entre las sombras […] Un juego de té de plata fulge ricamente…

No se engañen: la ausencia de oraciones largas y encordeladas, llenas de cláusulas subordinadas a lo Proust, no hace de la escritura algo fácil.

El segundo rasgo es el humor, seguramente judío, aunque estas adscripciones étnico-nacionales a las formas de la inteligencia son resbaladizas.

Al jugar con una pistola de su padre sabemos que:

…cuando Breavman echaba atrás el percutor, era el sonido maravilloso de todos los logros científicos homicidas.

Tras un entierro

…se sirvieron bagels y huevos duros, formas de la eternidad.

El tercer rasgo es la veta poético-filosófica que enseguida advertimos. Vean la portentosa finura de esta exaltación de la amistad, al recordar las charlas de dos amigos de juventud:

Una noche estaban sentados en el jardín de alguien, dos talmudistas, deleitándose en su dialéctica, que era un disfraz del amor.

Sustituyan talmudistas por leninistas o lacanianos: muchos tuvimos también esas largas y nocturnas chácharas juveniles, fundadoras de amistades eternas que aún duraron algunos años.

Contemplamos un rostro adornado por una sonrisa chejoviana de huertos perdidos e imaginamos, con el protagonista, como:

El sol de la tarde de invierno centelleaba en las medias negras de su madre…

También leemos que los ojos de su adorada Lisa eran grandes, encapotados, soñadores.

(El texto original dice heavy-lidded, que es ya estupendo, pero la traducción lo mejora: genial el traductor Pico Estrada con ese encapotados,  aunque a veces —tras la de cal, la de arena— se precipita, como cuando traduce supo que su aliento debía oler a viento. Habría sido fácil decir brisa —aunque el original sea wind— evitando la decepcionante rima interna aliento/viento).

El genio poético de Cohen revigoriza la gastadísima imagen de unas luces reflejadas sobre el agua, gracias a la magnífica concisión y al uso de los plurales:

Los estanques eran calmos y de un negro de muerte. Farolas flotaban en ellos como lunas múltiples.

(En inglés la ausencia de artículo ante farolas es natural. En español es otro notabilísimo acierto del traductor. De haber antepuesto las o unas, las farolas serían meros objetos utilitarios, en vez de los seres espectrales que entrevemos). ¡Qué oraciones formidables! ¡Qué poder de transmisión!

Y así, de imagen en imagen, de nostalgia en nostalgia, voy llegando al final de la novela y del Texto sentido de hoy.