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Queridos segundones

12 febrero, 2017 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 10 de febrero de 2017.

A veces, los personajes secundarios de la literatura tienen mucho que decir.

2017_02_10_segundones

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

QUERIDOS SEGUNDONES

¿Qué les pasa a los personajes secundarios de la literatura cuando hacen mutis por el margen? ¿Qué va a ser de ellos? Un buen lector puede imaginar novelas enteras protagonizadas por estos comparsas fugaces.

Tolstói lleva lejos su cariño hacia los secundarios y pone su atención hasta en personajes que sólo aparecen para abrir una puerta o afilar una guadaña: uno era un buen bailarín, otro era diestro en aparejar caballerías, aquella se ocupaba con esmero de la educación de sus hijos. Ningún personaje es anónimo o sin alma, para Tolstói; de ellos siempre nos da detalles que sobrepasan la nimiedad de sus acciones o lo ancilar de sus funciones.

He aquí algunos de los personajes que revolotean a menudo por mi cabeza:

El enano Fajardo es un siniestro tipo que sale en La noche, novela corta y circense de Antonio Soler que nos hace pensar en la inolvidable película Freaks (La parada de los monstruos), de Tod Browning. En un texto que entrelaza la intensidad poética con la sordidez, destaca este malaje:

El enano Fajardo avanzó un paso más y se metió de lleno en el baño de luz. Tenía los ojos con más agua de lo acostumbrado […] un tipo como Fajardo, cicatriz y hiel, enano.

Desde que irrumpe en la historia no podemos zafarnos de su presencia maligna. Y, por cierto, su poder de seducción le debe mucho a su nombre (gran tema, este de los nombres novelescos) y al sintagma que nos coloca el escritor ante los ojos, el enano Fajardo, que se fragua enseguida como una yunta indestructible y enano como un epithetum constans (atención, gramáticos), sin el cual Fajardo no puede ya existir. Fajardo es el enano como Kautsky es el renegado (atención leninistas).

Celedonio es el repulsivo monaguillo que abre y cierra La Regenta. Dice Clarín, nada más empezar:

Celedonio, hombre de iglesia, acólito en funciones de campanero […] ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída […] escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela.

Sombría descripción que nos conduce de nuevo a él, novecientas páginas después, en la última escena. Con la hermosa Regenta desmayada en el suelo de la catedral, Clarín retuerce el cuento del príncipe convertido en rana y redimido por un beso:

Celedonio sintió un deseo miserable, […] inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.

Ana volvió a la vida rasgando las tinieblas de un delirio que le causaba nauseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

Clarín consigue que este tipejo se nos haga nauseabundamente inolvidable, aunque nunca me ha parecido que este final llegue a la altura de tan gran novela.

Y por fin déjenme hablarles del hada Campanilla. Me leyeron Peter Pan, del escocés J. M. Barrie, un par de años antes de ver la película. Los de Disney se inventaron una campanilla hipersexualizada que con su figurín de diminuta Lolita y sus polvitos mágicos ha excitado la lubricidad de más de cuatro adultos retorcidos que yo me sé. Barrie, más sutil (y con los cánones eróticos preanoréxicos de principios del XX), enmarca el erotismo edénico de un vestidito de hoja, en una figura rellenita (embonpoint, dice con gracia afrancesada en el original):

… Campanilla, primorosamente vestida con una hoja, de corte bajo y cuadrado, a través de la cual se podía ver muy bien su figura. Tenía una ligera tendencia a engordar.

Tintineando de aquí para allá, convirtiéndose en un símbolo travieso y alado de los celos (casi tan real como el mismísimo Otelo), el hada Campanilla entra en nosotros para no abandonarnos nunca más, así pasen los lustros y las décadas. Ellos y mil más son mis queridos, queridos segundones de la literatura.

cabecera

Publicado en Málaga Hoy el viernes 3 de junio de 2015.

Cazar detalles en un texto literario multiplica el placer de su lectura y enciende focos que iluminan rincones asombrosos, pero que para el lector apresurado pueden permanecer en penumbra.

Los buenos lectores, los observadores, los pacientes saben que en los detalles no sólo está el diablo, sino el alma de la literatura, los escrupulillos del cascabel.

 

Por cierto, lo de las orejas es de Ana Karénina. La explicación resultó mutilada al maquetar la página.

Divinos detalles

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

DIVINOS DETALLES

Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler:

…un pañuelo blanco […] Flojo, de seda, no asomando del bolsillo a modo de cresta de gallo sino derramándose casi por completo, pavoneándose en su desmayo […] y flotando […] como un gas pesado o una flor exótica.

La atención puesta en los detalles de un objeto nimio, que adquiere así una importancia inusitada, apacigua el ritmo del lector y consigue que detenga en él su mirada para lograr «verlo» y no solo imaginarlo.

Los detalles tienen alma. Nabokov los llamaba divinos. «¡Acariciad los detalles!», urgía, enardecido, a sus alumnos.

Los hay preñados de significado, como la imperfección que Ana Karénina descubre en su marido cuando se reúne con él tras una breve ausencia en la que conoció a su futuro amante:

La primera persona a quien vio al apearse del tren fue a su marido. «¿Cómo le habrán crecido tanto las orejas en estos días?»

Orejas de súbito feas que preludian rechazo y adulterio.

Un personaje de Döblin escruta un cuerpo en una bañera caliente y nos dice:

En el vello de las pantorrillas se habían instalado pequeñas perlas de aire como caracoles,…

Simenon, lúbrico (era un gran fornicador), se fija en detalles más turbadores. En La habitación azul:

¿No evocaba el cuarto azul, el cuerpo mórbido de Andrée, sus piernas abiertas, el sexo oscuro que lentamente goteaba semen?

Es un detalle avasallador e inexorable que impone su presencia y nos atrapa. Aun si no detenemos la lectura, nuestra mente sigue un rato en ese semen coño abajo. Pero después nos revela pormenores culinarios y hogareños que un lector apresurado podría perderse.

La casa exhibía el olor de los domingos, el del asado que Gisèle, en cuclillas ante el horno abierto, estaba remojando con jugo. Cada domingo comían asado de buey con clavo […] El martes era el día del potaje.

(Fíjense, por cierto, en ese Gisèle en cuclillas. Suculento detalle dentro del detalle).

Y también, claro, la inagotable poesía en los detalles de Proust, l’Empereur des détails; centenares. En el otro extremo, la enfermiza minuciosidad del Nouveau roman.

Pero los detalles no solo dicen cosas de los escritores; también de los lectores. Los separan en dos bandos inconciliables: los impacientes, que los detestan y se los saltan, ansiosos por amorrarse al grifo de la acción para bebérsela a chorro, y los observadores, que se deleitan en los remansos de la trama y espían sus aparentes bagatelas en busca de claves y secretos.

Los últimos saben que en los detalles no sólo está el diablo, sino el alma de la literatura, los escrupulillos del cascabel.

La chambre bleue kareninabandnouvr

Acabo de empezar a leer la última novela del escritor malagueño Antonio Soler, Apóstoles y asesinos, aún calentita en los anaqueles de las librerías.  El arranque, in ultimas res, o sea, por el final —así lo parece a primera vista, pero habrá que confirmarlo más adelante— es prometedor: una apetitosa mezcla de densidad literaria, drama personal e historia patria que se anuncia violenta y convulsa desde las primeras líneas.

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Antonio Soler y su novela

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