Archivos para 31 May, 2014

Goostman

Con tanto cerebrito precoz suelto, que Eugene Goostman, un ucraniano de 13 años, pase a los anales de la informática no debería extrañarnos si no fuera porque Eugene Goostman no existe. Ese fue el nombre, y no sé si decir la personalidad, que adoptó el programa informático (un chatter-bot, un «robot de chatear») que acaba de pasar el test de Turing.

Allá por los años cuarenta del siglo pasado, a Alan Turing, el portentoso matemático pionero de la computación, se le ocurrió la siguiente idea: pongamos a unos cuantos jueces a «conversar» con unos cuantos individuos; los jueces no pueden saber a priori si su interlocutor en esos chats a ciegas es un programa o un ser humano. Si un programa informático consigue convencer a más del 30% de los jueces de que es una persona y no un programa, entonces puede decirse que ese programa es «inteligente».

Alan Turing

Alan Turing

En 2012 Eugene Goostman consiguió engañar al 29% de los jueces. Tuvo que ser un golpe duro para el orgullo del ucraniano, pero no se desanimó (el orgullo y el desánimo, ¿serán rasgos de inteligencia o todo lo contrario?). Este mes de junio de 2014, Goostman le acaba de ganar el pulso al 33% de sus 30 jueces. A pesar de sus supuestos 13 añitos, me puedo imaginar a Eugene brindando (metafóricamente) a la salud de Turing, de quien este año se conmemora el 60 aniversario de su muerte. Es, por cierto, un aniversario lleno de vergüenza: a Turing lo mató el acoso legal y social por su homosexualidad, lo que le condujo al suicidio. Hace unos meses la reina Isabel II lo indultó de toda culpa. Uno de esos tristes indultos a destiempo que testimonian nuestra impotencia ante la injusticia. Y una pregunta más: ¿no será el delirio, con su corte de culpas, vergüenzas e injusticias, lo específicamente humano y no la así llamada «inteligencia»? La digresión no nos ha alejado de Goostman, pero volvamos a sus habilidades.

El test de Turing se basa en la competencia comunicativa y tiene el encanto de que, a pesar de haber sido concebido por un lógico-matemático, recurre a la pura intuición, al olfato de los jueces. Cualquiera podría jugar a ser ahí abogado del diablo, a adivinar qué es el interlocutor, chips o neuronas. Las respuestas de Goostman sobre temas no pactados previamente parecen humanas porque son creativas, bromistas, controvertidas… Le gustan los Rolling Stones y opina, por ejemplo, que los Who en su última etapa se volvieron grandilocuentes. A Lucas, dijo en el test, deberían haberlo fusilado antes de hacer algunas precuelas de Star Wars.

La reacción de la comunidad científica no se ha hecho esperar. Algunos opinan que el test de Turing es poco consistente; otros, que lo medido aquí es un «simulacro» de inteligencia; hay también quien dice que su niño (digo, su programa) es más listo y que ya lo demostró antes. Al leer la noticia, me he acordado de otra del mes pasado, un artículo en The Independent firmado, entre otros, por Stephen Hawking y el nobel de Física Frank Wilczek. Advertían allí, con cierto tono apocalíptico, del peligro del desarrollo incontrolado de la inteligencia artificial. ¿Armas de guerra a las que se está programando para tomar decisiones sin supervisión de un humano? ¿Es esto lo que hay? Hawking, por ejemplo, se ha apuntado al Cambridge Project for Existential Risk (sic), una iniciativa que arrancó a finales de 2012 y analiza los peligros del desarrollo de la inteligencia artificial aplicada sin control a ámbitos como la guerra o la biotecnología. Lo que nos debe preocupar, y esto hay que leerlo entre líneas para no tergiversar todo el planteamiento, es la estupidez de la inteligencia natural aplicada a esos y a cualesquiera otros campos.

No faltará hoy quien, al acabar de leer estos párrafos, se quede pensando que, ya, ya, mucha inteligencia artificial, pero a ver cuándo llega la máquina que escribe un soneto de Garcilaso o que compone un nocturno de Chopin. Es un viejo argumento cargado de ingenuidad. (¿No será la ingenuidad, como el delirio, uno de los últimos reductos estrictamente humanos, nuestra aldea gala que las perversas máquinas no podrán conquistar?). Al respecto comentaba Aurel David en La cibernética y lo humano (1966): «Es absurdo argumentar que las máquinas no lograrán jamás componer una sonata o escribir una tragedia. En realidad, la mayor parte de los individuos tampoco lo han hecho nunca y, sin embargo, se tienen por humanos».

 

 

Tulipanes y delirios

8 junio, 2014 — 2 comentarios
Mi Sabine se quitó la vida la noche antes, mientras yo escupía sobre ella follándome a Nina y bebiéndome, endemoniado que estaba, todo lo que salía de su cuerpo de áspide.

[…] se quitó la vida la noche antes, mientras yo escupía sobre ella follándome a Nina y bebiéndome, endemoniado que estaba, todo lo que salía de su cuerpo de áspide.

Estoy revisando las galeradas de mi última novela, Tulipanes y delirios. Es extraño, y hasta casi violento, volver sobre un texto propio después de haberlo tenido apartado algunos meses. Inevitablemente, la sospecha de que quizás la novela no sea todo lo buena que uno creía te sobrevuela con gesto torvo y garras de arpía.

Por otro lado, esa sospecha puede ser señal de que uno se va acercando, afanosamente, eso sí, al nivel que quería. Me ha salido una novela en la que violencia, sexo y humor se mezclan en distintas proporciones (digamos que con «geometría variable», como las alas de algunos aviones que se despliegan y repliegan en cada fase del vuelo).

Además de tantas cosas, la literatura es también un juego perverso, y los elementos autobiográficos que contiene toda novela multiplican esa perversidad mucho más allá de lo que el autor juzgaría deseable. Releo lo que escribí hace unos meses y me reencuentro con quien yo era… hace unos meses, aquel yo que escribía.

(Y recuerdo «El Grafógrafo» de Elizondo:

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía […])

El protagonista de Tulipanes y delirios, un tal Eugenio, podría parecerse vagamente a mí, a un yo de hace décadas, el que vivía en Ámsterdam, pero el parecido, de haberlo, es de peripecias y de escenario, no de actitud ante los acontecimientos. Autor y personajes se parecen, pero no, pero tal vez, pero sí…

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Cada vez más ingrávido, con la vívida sensación de levitar, caminaba entre solitarias figuras flotantes que parecían moverse a cámara lenta envueltas en ropajes lanudos como mamuts; las bicicletas avanzaban hacia mí irradiando chispas y sus timbres eran melodiosos carrillones; cuando apoyaba la mano sobre los pretiles del Ámstel…

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Me han enseñado un libro sobre Durero, editado por Treviana, encuadernado en seda negra italiana, con unas reproducciones excepcionales y un CD con música de la época (Peñalosa, Després, Anchieta…) y de otros compositores. Me entretuve con su lectura y con su contemplación, cada vez que lograba desembarazarme del atenazador tedio de la campaña, la semana previa a las elecciones para el Parlamento europeo. Entre esa música, la presencia de los cuadros y el relato de los viajes de Durero, me pareció que Europa era un viejo proyecto con sustancia, con sus cismas y tiranteces, pero con un espíritu común que recorría las naciones y los siglos: una especie de centón que a la postre resultaba armonioso e incluso cálido y acogedor.

¿O era solo una idea, un sueño endulzado por la belleza de los pinceles y los buriles de Durero, lo que resultaba acogedor?

Ahí estaban los autorretratos, de una soberbia más que justificada por la genialidad: el de la adolescencia, tan seguro; los de la juventud, narcisistas y elegantes; el frontal, ya en la madurez (de 1500, tenía 28 años, se crecía pronto entonces…), ese “aquí estoy yo” que no precisa de la bravuconería de un Enrique VIII pintado por Holbein: a Durero le basta con mirarnos cara a cara, sin más adorno que la profundidad de su mirar. Continuar leyendo…