En 2010 sucedió en un plató de televisión lo que se comenta aquí.
Escribí este breve artículo, pero nunca llegué a mandarlo al periodico con el que colaboraba entonces por motivos puramente logísticos. Ahora, a raíz de la escandalera montada por Pablo Iglesias -de fácil indignación- y Rocio Monasterio -política desacomplejada- y de los arrebatados "Pablo, Pablo, no te vayas", "Pablo, quédate cerca" de Àngels Barceló en la SER, me he acordado de él y lo subo al blog, porque Barceló me ha recordado tanto, pero tanto, a la Igartiburu de entonces.

Un tal Cobra nos ha pedido a todos por la tele que le hagamos una felación, pero no ha aducido ningún argumento que justifique tal deseo, así que no tenemos que hacerle caso. Me siento aliviado. Su exabrupto me recuerda aquella anécdota que contaba Borges de una acalorada discusión en la que uno de los polemistas le arrojó a su adversario un vaso de agua a la cara, y el agredido dijo mientras se secaba: “caballero, esto ha sido una digresión; espero su argumento.”
El suceso me pilló fuera del país, pero ha sido tan nombrado en la prensa que me he visto impelido a verlo en Youtube, que es donde se almacenan los instantes sublimes de esta tardopostmodernidad crepuscular en la que nos toca pasar vergüenza.
El tal Cobra (John, cariño) era hasta hace nada muy conocido en su casa a la hora de cenar. Ahora lo es ya en la de todos, que es de lo que se trataba. El tal Cobra es, me dicen, rapero, y compite para cantar en Eurovisión. ¡Un rapero junto a Massiel y Salomé! Ya no hay ninguna duda: tanta confusión anuncia la inminente venida del Anticristo y el final de los tiempos (a ver si Fukuyama, el pobre, escribe otro libro y acierta esta vez), a menos que yo lo haya entendido todo mal y Cobra el rapero sea solo un pescador de rapes.
Supongo que John Cobra será un nombre “artístico” y que lo habrá elegido pensando en la celebérrima serpiente del mismo nombre. Si es así, resulta chocante. La cobra es airosa, elegante, ágil, esbelta, cimbreante. Cobra es, simplemente, batrácico: rechoncho y patoso (¿tendrá tal vez una rica vida interior?). Y sin embargo, la espigada presentadora Igartiburu, que no es nada batrácica, lo llamaba “cariño”. Era tragicómico. Cobra decía “polla” y ella “John, cariño”, –“polla” –“cariño”. Aprendamos la lección: basta con gritar “polla” en público y las bellas del lugar nos cumplimentarán solícitas.
El tal Cobra (¿por qué me acordaré ahora del Cojo Manteca?) es uno más de esa turbamulta de pelafustanes y busconas que colonizan las televisiones y arrasan en los índices de audiencia. El tal Cobra resulta ser un adalid de nuestra época que es, como lo adivinó Ortega, la de la exhibición impúdica de la ignorancia y la reivindicación del derecho a la vulgaridad (a grito pelado, ¿cómo si no?). En consonancia, nuestras leyes educativas se esfuerzan por eliminar cualquier obstáculo a estos designios de los tiempos. La propia ley dice, no sin soberbia, que su gran logro ha sido acabar con los exámenes y sustituirlos por los controles, donde lo que cuenta no son los resultados sino el progreso del alumno, que puede seguir adelante aunque los incrementos de competencia sean solo infinitesimales. En otras palabras, basta con que “progrese adecuadamente” aunque no sepa hacer la o con un canuto. Tiene razón Gabriel Albiac cuando afirma que cualquier función académica ha desaparecido en la escuela, y que ésta sólo sirve hoy para controlar masas de población con las cuales nadie sabe ya qué hacer.
Pero ¿y si estoy equivocado? ¿Y si estoy cometiendo la terrible injusticia de dejarme engañar por las apariencias? ¿Y si el tal Cobra piensa (o siente, tampoco seamos exigentes), como pensaba Novalis, que la verdadera ocupación del hombre es el ensanchamiento de su existencia hacia lo infinito, y lo de pedir mamadas a gritos lo hace para confundirse entre las masas y pasar así desapercibido? Perdone, Señor Cobra, picha, por no haberle entendido a la primera.
