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Sekitei

26 febrero, 2017 — 1 Comentario

Esta es mi versión del relato de Yasushi Inoue titulado, en japonés, Sekitei (Jardín de rocas). Lo llamo relato, y no cuento, porque sus personajes evolucionan a lo largo de la historia. Esto es propio de las novelas, no de los cuentos, pero es demasiado breve para hablar de novela, ni siquiera de novela corta.

Y lo llamo versión por no llamar traducción a lo que en realidad es un texto que parte de dos traducciones muy distintas entre sí, incluso contradictorias en más de una ocasión: la italiana de Giorgio Amitrano, en la editorial Adelphi, y la inglesa de Mark Unno, en el Kyoto Journal de la Universidad estadounidense de Oregón. Mi conocimiento del japonés es tan rudimentario, que ni por un segundo he soñado con recurrir al original.

Sin tener disponible el original japonés, he debido guiarme —entre la verbosidad de Amitrano y la concisión de Unno— por mis lecturas de otras obras de Yasushi y de mucha literatura japonesa, mis experiencias vitales en Japón y, sobre todo, por el contexto que el propio relato genera.

Hablé de este relato en mi columna de cada viernes, Texto Sentido. Me llamó mucho la atención cuando lo leí por primera vez, a mediados de los ochenta. Años después fui muchas veces a Kioto y también disfruté, como el protagonista, de hermosos paseos por ese mismo jardín de rocas.

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Yasushi Inoue

Yasushi Inoue

SEKITEI

(Jardín de rocas)

Uomi Jiro eligió Kioto para su viaje de novios.

Había vivido allí desde los días del instituto hasta su graduación en la universidad, y aunque el fulgor de aquellos años ya sólo era una luz lejana y débil, aún lo sentía como un segundo hogar y cada rincón de la ciudad estaba impregnado de nostalgia.

Pensó que, después de tantos años, sería bonito pasar algunos días con su mujer en la antigua y tranquila capital donde tantos recuerdos de su juventud estaban enterrados.

Eran muchos los lugares que quería enseñarle a Mitsuko, quien sólo había estado en Kioto una noche, durante una excursión de colegio, y la estación era perfecta: principios de octubre; la ciudad y los paisajes de sus alrededores estaban en su máximo esplendor.

Había planeado pasar cinco días en Kioto, pero los padres de Mitsuko los entretuvieron más de la cuenta en su pueblo, y cuando por fin llegaron, no les quedaban más que dos noches y un día. Como además llegaron por la tarde y su tren salía temprano dos días después, en realidad sólo les quedaba un día completo.

Se alojaron en un ryokan a orillas del río Kamo, cerca del puente de Sanjo, y cuando estuvieron instalados, Mitsuko le preguntó:

—¿Dónde piensas llevarme mañana?

De pronto su tono se había vuelto más íntimo que hasta entonces.

—Pues… —Su estancia se había acortado tanto, que Uomi no supo bien qué responder.

—No hace falta que me lleves a muchos sitios. Basta con uno, un sitio donde podamos estar tranquilos y pasarlo bien —dijo Mitsuko.

A Uomi le apetecía lo mismo. Irían a un sitio tranquilo donde una pareja de recién casados pudiera pasear a solas entre los hermosos colores del otoño.

Contempló con ternura a su preciosa mujer, veinte años recién cumplidos y diez más joven que él, y se puso a pensar en los distintos lugares que a ella podrían gustarle. Estaba Ohara, en el norte de la ciudad, y se imaginaba como resaltarían allí la belleza y los ágiles movimientos de Mitsuko contra el fondo otoñal de la naturaleza. También estaba la zona de Ginkakuji y el pabellón plateado: a Mitsuko le gustaba dibujar y sus ojos se iluminarían con las suaves colinas de Higashiyama, los bosques de pinos rojos y el agua que corre por los canales.

A la mañana siguiente Uomi ya no podía demorar su decisión, y la elección se impuso por sí sola con la mayor naturalidad. No era ninguno de los lugares en los que había pensado el día antes, pero ahora, al cabo de tantos años, el templo de Ryoanji y sus alrededores, en la parte oeste de la ciudad, lo atraían con fuerza. Era un lugar sin nada de particular, excepto su ambiente de antigua serenidad.

Haría el mismo camino que muchos años antes. Visitarían el pabellón de té de Ninnaji, desde donde había medio kilómetro hasta el jardín de rocas de Ryoanji; después darían un paseo por el recinto del templo y admirarían el gran lago. Temía que el programa resultara demasiado cansado para su joven esposa, que no parecía muy interesada en pabellones de té y jardines, pero había tomado una decisión y no fue capaz de renunciar a ella.

Salieron del albergue y cogieron un taxi en el cruce de Shijo Kawaramachi. Tardaron veinte minutos en llegar a los suburbios del oeste y otros tantos hasta la gran puerta antigua de Ninnaji, donde se bajaron.

Todo lo que veía llenaba a Uomi de nostalgia. Nada había cambiado en trece años. Soplaba el viento del pasado. La blancura del largo muro, el enredarse de la hiedra, todo era como entonces. Dentro del recinto no había nadie.

—Vayamos al Ryokakutei.

—¿Qué es el Ryokakutei?

—El pabellón de té de Ninnaji.

—¡Ah!

—Luego pasearemos un poco hasta el jardín de rocas de Ryoanji.

—¿El jardín de rocas?

—Un jardín hecho tan solo con rocas y gravilla blanca.

—¡Ah!

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Ai

18 febrero, 2017 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 17 de febrero de 2017.

En japonés, Ai significa amor (aunque también existe la palabra koi con parecido significado). He aquí algunas notas sobre un maravilloso cuento de Yasushi Inoue, titulado Sekitei (Jardín de rocas), que se incluyó en una recopilación de tres relatos sobre las cosas del amor.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

AI

El jardín de rocas es un cuento inquietante del japonés Inoue Yasushi, de belleza etérea y minuciosa técnica. Se incluyó en una recopilación titulada Amor Ai en japonés—y no me consta que lo tengamos traducido.

Unos recién casados van a Kioto en su luna de miel. Se aman y su ternura nos alcanza:

A cualquier cosa que dijese, Mitsuko respondía con pequeñas exclamaciones de alegría y sus ojos resplandecían de felicidad.

Uomi había estudiado en Kioto y quería enseñarle la ciudad a su joven esposa. Decide llevarla al jardín de rocas de Ryoanji. De camino, algo repentino sucede; Mitsuko habla…

Pero su voz apenas si rozó el oído de Uomi y fue a perderse en la lejanía.

Había pasado una semana desde que empezaron el viaje de novios y por primera vez el corazón de Uomi se alejaba de su adorable esposa.

Esta revelación llega por sorpresa, salvo si uno ha caído en la cuenta de un detalle: la distancia mutable. Poco antes

Uomi y Mitsuko caminaban uno al lado del otro…

Un párrafo después

Mitsuko […] andaba despacio unos pasos detrás de él.

Pronto vemos que no sólo las distancias cambian, sino también el tiempo. Primero hay una contracción: pensaban pasar cinco días en Kioto, pero su estancia se redujo a uno solo. Después, el autor encadena dos analepsis (flash backs, si prefieren el inglés al griego) para llevarnos a la juventud de Uomi. Desde la historia principal retrocedemos trece años para presenciar la disputa de dos amigos por el amor de Rumi y luego reculamos dos años más para ver cómo se conocieron los tres. Volvemos a saltar adelante esos dos años y nos metemos en una aceleración del relato, mediante una elipsis de tres años y, por fin, tras estos paseos temporales, regresamos a la historia principal. Meter quince años en una docena de páginas, sin que nada chirríe, requiere un gran virtuosismo narrativo.

También en esos saltos cronológicos ha habido mutaciones de la distancia entre Uomi y Rumi, en este mismo jardín de rocas en el que ahora están los recién casados:

…vagabundearon sin meta por el recinto del templo, donde aún no habían florecido los cerezos, manteniendo entre ellos casi un metro de distancia.

Ahora los sentimientos de Uomi por Rumi se habían enfriado…

Uomi recurre a la brutalidad de un insincero te odio, para cortar de una vez por todas con Rumi, y vemos —tremendo símil— que la sangre abandona los labios de la despechada joven, en los que aparece:

Un blancor siniestro que recordaba el vientre de un pez.

Pero que no haya malos entendidos: todas las tecniquerías y tretas, todas esas analepsis y elipsis, no le hurtan nada a la lectura; tan sólo hacen posible la admirable economía de un relato que nos habla del amor en nuestras vidas, de dudas, de confusiones, de perplejidad, de incertezas y de ciclos que se repiten, sin que sepamos cómo manejarlos. El propio cuento es pura incertidumbre y llegamos a su conclusión sin entender bien por qué ha pasado lo que ha pasado, pues todo gira en torno a Uomi, excepto el final. ¡El final es de Mitsuko!

Discúlpenme si no revelo nada más. Mis labios están sellados.