Archivos para 30 November, 1999

Publicado en Málaga Hoy el viernes 7 de abril de 2017.

Simenon, el novelista belga. Mucho más que novelas policíacas. Más allá de las fronteras del género

(Texto sentido aparece los viernes en el diario Málaga Hoy)

2017_04_07_El astuto Simenon

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

EL ASTUTO SIMENON

Para hablar de la astucia narrativa de Simenon, me serviré de su novela La ventana de los Rouet. Da igual el argumento, no voy a reseñarla.

Todo empieza con un despertador en la habitación de al lado:

Ese ruido vulgar no le recordaba sino sucesos penosos, perversos, enfermedades, cuidados en mitad de la noche…

En línea y media, el tuétano de una vida. Sin embargo, ese primer apunte de una mujer atormentada por un pasado doliente podría resultar demasiado gaseoso. Hay que apuntalarlo, pero no enseguida. Sería obvio y poco sutil. Simenon se contiene y veinte páginas después añade:

Hacía ya años que apenas dormía; todo empezó cuando cuidaba a su padre, que la despertaba cada media hora.

Ahora entendemos más. Los dos fragmentos se regalan coherencia, a páginas de distancia. Deja crecer nuestra curiosidad antes de satisfacerla. (La memoria, retener lo que se ha leído en las páginas anteriores, es importante en la lectura).

Todo lo que cuenta Simenon rebosa realidad cotidiana, pero su forma de narrar tiene algo de irreal: ráfagas de párrafos que arman la novela, como las nerviosas pinceladas de los impresionistas cubren el lienzo. Saca a los personajes y los sucesos fragmentariamente y en rápida sucesión, pero su control de la narración es absoluto.

Seguimos leyendo. Dominique no duerme; piensa en sus realquilados y eso nos permite conocerla íntima pero despaciosamente. La dosificación es morosa, con tempo impecable.

…están desnudos, lo sabe, carne contra carne, enredados, el brillo del sudor en la piel, el pelo que se pega a las sienes.

Sus realquilados la obsesionan y hasta cree saber lo que sienten:

…se regodean en ese calor, en ese olor de bestias humanas.

¿Homenaje a Zola? Plena canícula en París. Sudor. Casi desnuda en su cuarto, se avergüenza de su cuerpo y se turba al pensar en los dos amantes, orgullos de su desnudez. Abstinencia y sexo. Pudor y procacidad. En las novelas de Simenon, el sexo suele ser jadeante.

Hay ventanas. Simenon nos muestra la mirada de Dominique cuando nos dice que no había cerrado del todo los postigos:

…ha dejado una ranura vertical de varios centímetros por la que observa las casas de enfrente…

Así mira esa soltera de cuarenta años, tal vez doncella (¡qué palabra!): la mirada estrecha, como la ranura.

Simenon pinta sus escenas con plasticidad pasmosa. A la música de un viejo tocadiscos, los vecinos fuelgan. Cuando termina la música y se oyen los repetidos arañazos de la aguja sobre el disco, Dominique, envidiosa, rumia:

El picú está junto a la cama; con los cuchicheos y las risitas se ven los movimientos que hace el hombre para alcanzarlo.

Astutísima descripción. Podemos ver —voyeurs irredentos— el turbado resquemor de Dominique y la lascivia en el cuarto contiguo. Vemos con el oído, vemoímos al macho contorsionarse para recolocar la aguja del tocadiscos sin desmontar a la hembra.

La vida se despliega como es, con comedias y dramas yendo de la mano, cosidos por la contemplación secreta de Dominique, que desde su ventana mira ahora cómo agoniza un vecino.

¡Rouet está condenado a muerte! ¡Va a morir! Esos minutos, esos segundos durante los que los Caille se visten alegremente en el cuarto de al lado para salir […] esos minutos, esos segundos son los últimos de un hombre al que ella ha visto vivir durante años.

La muerte enfrente y el sexo al lado.

Todo en Simenon es real: los personajes, los escenarios, las situaciones. Pero su poder de arrastrarnos irremisiblemente hasta lo más hondo de sus historias, gracias a su instinto de narrador y a la plasticidad de sus descripciones… eso pertenece a la dimensión de los prodigios.

Walcott, el caribeño

25 marzo, 2017 — 1 Comentario

Publicado en Málaga Hoy el viernes 24 de marzo de 2017.

Mi homenaje al gran Derek Walcott, recién fallecido.

2017_03_24_Walcott el caribeño

Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

WALCOTT EL CARIBEÑO

El viernes pasado, 17 de marzo de 2017, murió el poeta y dramaturgo Derek Walcott a los 87 años. Era caribeño, de Santa Lucía (islas de Barlovento), hijo de británico, nieto de esclavos. Conozco esa parte del mundo, Aruba, Curazao, Bonaire, donde tuve amoríos y tragos de ron y amaneceres radiantes y amé a Marelva y me quiso Mirena. Quizás por eso sus versos resonaron en mí en cuanto los leí.

Lo primero que conocí de él fueron unos poemas sueltos de su libro The Arkansas Testament. Me impresionaron. Recuerdo (no tengo el libro) emocionantes imágenes de estrellas que punzan el firmamento y noches con aliento de ron blanco. Siempre entretejo aquellos versos con canciones de Belafonte, el dandi del Caribe.

Después leí Omeros, un largo poema épico de 400 páginas cuyo título reivindica la tradición de Aquiles y Ulises —a Santa Lucía se la conoce como la Helena de las Indias Occidentales, por la de veces que cambió de dueño—. Homero en el título, Dante en la composición —en una especie de tercetos— y en su lectura, sal marina, algas y yodo.

Me entristeció la muerte del poeta y al llegar a casa volví a ojear el libro, después de muchos años.

No es una reseña, lo que sigue, ni crítica ni análisis. Sólo un pequeño homenaje trenzado con algunos de los versos e imágenes que subrayé en mi edición bilingüe, con una magnífica versión española del mexicano José Luis Rivas.

Y una garceta pesca al acecho en los juncos con oxidado grito […]

Y el silencio es aserrado en dos por una libélula

[…]

Mientras anguilas trazan su firma por la clara arena del fondo,

Cuando la aurora aguza la memoria del río…

La naturaleza bulle ya en el primer capítulo. El chillido de la garceta es metálico; las anguilas y la libélula surgen en metáforas bellísimas. ¿Habíamos notado que el fuerte aleteo de una libélula en  la callada tarde suena, en efecto, como un serrucho? ¿Qué las anguilas son calígrafas?

Los mosquitos son escupidos dardos y cuando se los mata de un manotazo, se convierten en aplastados asteriscos. **. Qué imagen asombrosa, precisa, y cómo incorpora astutamente la tipografía a la naturaleza (muerta). Tengo en mis libracos varios de estos asteriscos, que ya no raspo de las páginas. Ahí se quedan hasta el fin de los días, honrando a Derek Walcott.

Una golondrina surca el oleaje de las nubes, por encima de las montañas azules de las olas.

…the swift crossing the cloud-surf […] confused by the waves of blue hills.

En el mundo isleño y oceánico de Walcott, la cólera de los gallos (la cólera del pelida Aquiles) es ondulante y sus:

…gritos crujían como tiza roja […] dibujando cerros en una pizarra

Hay una gran naturalidad poética y una envidiable facilidad en este recurso retórico a la sinestesia, donde los sonidos son colores y se convierten en artistas.

Las nubes se esponjaban como hogazas. La exuberante naturaleza no detiene su quehacer y dos mirlos reñían durante el desayuno. Después, un lagarto sobre el dique disparó la fecha de su pregunta.

Walcott nos regala infinidad de imágenes abiertas, para que las veamos a nuestro antojo. ¿Son los muelles los cuernos grises de un puerto?

Son horas de milagros y aventura las que pasamos, gozosamente arropados por estos miles de versos, junto a Aquiles y Filoctetes y Ma Kilman, la dueña del No Pain Café, y tantos otros caribeños que pueblan sus páginas.

Es un libro muy hermoso. Gracias, Derek Walcott.

Sekitei

26 febrero, 2017 — 1 Comentario

Esta es mi versión del relato de Yasushi Inoue titulado, en japonés, Sekitei (Jardín de rocas). Lo llamo relato, y no cuento, porque sus personajes evolucionan a lo largo de la historia. Esto es propio de las novelas, no de los cuentos, pero es demasiado breve para hablar de novela, ni siquiera de novela corta.

Y lo llamo versión por no llamar traducción a lo que en realidad es un texto que parte de dos traducciones muy distintas entre sí, incluso contradictorias en más de una ocasión: la italiana de Giorgio Amitrano, en la editorial Adelphi, y la inglesa de Mark Unno, en el Kyoto Journal de la Universidad estadounidense de Oregón. Mi conocimiento del japonés es tan rudimentario, que ni por un segundo he soñado con recurrir al original.

Sin tener disponible el original japonés, he debido guiarme —entre la verbosidad de Amitrano y la concisión de Unno— por mis lecturas de otras obras de Yasushi y de mucha literatura japonesa, mis experiencias vitales en Japón y, sobre todo, por el contexto que el propio relato genera.

Hablé de este relato en mi columna de cada viernes, Texto Sentido. Me llamó mucho la atención cuando lo leí por primera vez, a mediados de los ochenta. Años después fui muchas veces a Kioto y también disfruté, como el protagonista, de hermosos paseos por ese mismo jardín de rocas.

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Yasushi Inoue

Yasushi Inoue

SEKITEI

(Jardín de rocas)

Uomi Jiro eligió Kioto para su viaje de novios.

Había vivido allí desde los días del instituto hasta su graduación en la universidad, y aunque el fulgor de aquellos años ya sólo era una luz lejana y débil, aún lo sentía como un segundo hogar y cada rincón de la ciudad estaba impregnado de nostalgia.

Pensó que, después de tantos años, sería bonito pasar algunos días con su mujer en la antigua y tranquila capital donde tantos recuerdos de su juventud estaban enterrados.

Eran muchos los lugares que quería enseñarle a Mitsuko, quien sólo había estado en Kioto una noche, durante una excursión de colegio, y la estación era perfecta: principios de octubre; la ciudad y los paisajes de sus alrededores estaban en su máximo esplendor.

Había planeado pasar cinco días en Kioto, pero los padres de Mitsuko los entretuvieron más de la cuenta en su pueblo, y cuando por fin llegaron, no les quedaban más que dos noches y un día. Como además llegaron por la tarde y su tren salía temprano dos días después, en realidad sólo les quedaba un día completo.

Se alojaron en un ryokan a orillas del río Kamo, cerca del puente de Sanjo, y cuando estuvieron instalados, Mitsuko le preguntó:

—¿Dónde piensas llevarme mañana?

De pronto su tono se había vuelto más íntimo que hasta entonces.

—Pues… —Su estancia se había acortado tanto, que Uomi no supo bien qué responder.

—No hace falta que me lleves a muchos sitios. Basta con uno, un sitio donde podamos estar tranquilos y pasarlo bien —dijo Mitsuko.

A Uomi le apetecía lo mismo. Irían a un sitio tranquilo donde una pareja de recién casados pudiera pasear a solas entre los hermosos colores del otoño.

Contempló con ternura a su preciosa mujer, veinte años recién cumplidos y diez más joven que él, y se puso a pensar en los distintos lugares que a ella podrían gustarle. Estaba Ohara, en el norte de la ciudad, y se imaginaba como resaltarían allí la belleza y los ágiles movimientos de Mitsuko contra el fondo otoñal de la naturaleza. También estaba la zona de Ginkakuji y el pabellón plateado: a Mitsuko le gustaba dibujar y sus ojos se iluminarían con las suaves colinas de Higashiyama, los bosques de pinos rojos y el agua que corre por los canales.

A la mañana siguiente Uomi ya no podía demorar su decisión, y la elección se impuso por sí sola con la mayor naturalidad. No era ninguno de los lugares en los que había pensado el día antes, pero ahora, al cabo de tantos años, el templo de Ryoanji y sus alrededores, en la parte oeste de la ciudad, lo atraían con fuerza. Era un lugar sin nada de particular, excepto su ambiente de antigua serenidad.

Haría el mismo camino que muchos años antes. Visitarían el pabellón de té de Ninnaji, desde donde había medio kilómetro hasta el jardín de rocas de Ryoanji; después darían un paseo por el recinto del templo y admirarían el gran lago. Temía que el programa resultara demasiado cansado para su joven esposa, que no parecía muy interesada en pabellones de té y jardines, pero había tomado una decisión y no fue capaz de renunciar a ella.

Salieron del albergue y cogieron un taxi en el cruce de Shijo Kawaramachi. Tardaron veinte minutos en llegar a los suburbios del oeste y otros tantos hasta la gran puerta antigua de Ninnaji, donde se bajaron.

Todo lo que veía llenaba a Uomi de nostalgia. Nada había cambiado en trece años. Soplaba el viento del pasado. La blancura del largo muro, el enredarse de la hiedra, todo era como entonces. Dentro del recinto no había nadie.

—Vayamos al Ryokakutei.

—¿Qué es el Ryokakutei?

—El pabellón de té de Ninnaji.

—¡Ah!

—Luego pasearemos un poco hasta el jardín de rocas de Ryoanji.

—¿El jardín de rocas?

—Un jardín hecho tan solo con rocas y gravilla blanca.

—¡Ah!

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