Las tempestades en las novelas de Conrad no son atmosféricas, sino éticas. Por eso amedrantan. Por eso hay que leerlas.
Artículo publicado en The Objective el 15 de septiembre de 2022. https://theobjective.com/cultura/2022-09-15/conrad-etica-oceanica/
Featuring: Joseph Conrad, Iris Murdoch, T. S. Eliot y la izquierda pueril.
Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski), el noble polaco que aprendió inglés tardíamente, nació en 1857, murió en 1924 y navegó como oficial y después como capitán de barco en la marina mercante británica. No sabría decirles, por miedo a hacerle entuerto, si fue un marino que escribía o un escritor que navegaba.
Jospeh Conrad
Los grandes escritores hacen su literatura para superar el carácter caótico del mundo, imponiendo formas a lo que de otro modo sólo serían restos sin sentido. La idea es de Iris Murdoch,que parece reformular el verso de Eliot: «Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas».
Hay relación entre forma y ética. Se puede vencer la ausencia de sentido, de valor de un material, imponiéndole una forma. Hablo de materiales vitales, biográficos, que son la materia prima de las novelas.
La línea de sombra es una novela corta de Joseph Conrad que ejemplifica eso con una brillantez apabullante y por eso digo que leer a Conrad debería formar parte de la educación obligatoria. Su literatura es moral y formativa. Sus historias dan temple, si se las lee con la generosidad y la apertura mental propias de los lectores listos y decentes. Los obtusos, indecentes y feos por el mero hecho de serlo, viven en su rencoroso mundo aparte y sólo interesan a los psiquiatras.
Salen:Alfred Döblin, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Fassbinder, Satanásy los viejos espartaquistas.
El formidable Döblin habría sido otro buen título para este artículo, que está impulsado por el entusiasmo, así que debo empezar por pedir disculpas: el entusiasmo del articulista puede ser un insulto a sus lectores. He de andar con pies de plomo.
Aun a sabiendas de que los consejos sólo suelen servir a quien los da, recomiendo la lectura de una novela que leí hace ya mucho, pero que sigue conmigo desde entonces: Noviembre de 1918, de Alfred Döblin. Su título original lleva un subtítulo añadido, Una revolución alemana, y consta de tres partes:
La 2ª parte suele presentarse en dos tomos, de modo que la obra se presenta como tetralogía. Así está en la edición española de Edhasa, con una magnífica traducción de Carlos Fortea. Son 2 528 páginas, un número que impone respeto en cualquier época y que infunde pánico en nuestros medrosos tiempos de Tuíter. Los animo a que no se desanimen: su colosal extensión es pareja a su grandiosidad artística y a la incomparable experiencia lectora que regala. Imagínense poner en la mesa los cuatro gruesos tomos, contemplarlos un rato y deleitarse anticipando las semanas de placer que tienen por delante. Porque las novelas largas (para mí a partir de 600 páginas) tienen una cualidad toda suya que permite validar la existencia de un género determinado por la cantidad de horas de lectura que necesitan: los novelones. El lector de Guerra y Paz, de En busca del tiempo perdido o de El hombre sin atributos sabe que va a sumergirse en un mundo paralelo, un universo con otras leyes y códigos, en otro tiempo y en otras vidas, por mor de las horas y horas que voluntariamente pasará en él. Los buenos «novelones» secuestran y el buen lector es alguien que se deja secuestrar.
Notas biográficas.
Döblin retratado por Peter Wise
Alfred Döblin era alemán y judío. Del judaísmo y de ser judío se ocupó en muchos de sus escritos, y su identidad judía fue motivo de agudos conflictos internos. Su posterior conversión al catolicismo atestigua lo tempestuoso de su vida interior en las dimensiones religiosa y cultural. En los años treinta, cuando llegaron los nazis al poder, emigró a Francia y después a los Estados Unidos. Salió de su país siendo un escritor célebre y regresó en 1945, oscurecido por las sombras del desinterés público. Fue prolífico, aunque su novela más conocida, hasta casi eclipsar las demás fue Berlin Alexanderplatz, versionada como serie televisiva por Fassbinder. Además de escritor, Döblin fue médico neurólogo.
Personajes.
Cumplido este expediente, llega la hora del entusiasmo controlado.
Noviembre de 1918 es, de cabo a rabo, una novela histórica, pero a diferencia de la mayoría de las novelas de ese género, no es la Historia la protagonista última, sino la que permite que afloren quienes sí lo son. (Pero, en garde!, porque acabo de decir una verdad a medias).
Hay unos cuantos personajes históricos con mucho peso en la novela, entre los que destacan algunos de los dirigentes políticos de la época y, muy especialmente, la celebérrima Rosa Luxemburgo y su compañero Karl Liebknecht, a quienes se consagra el cuarto volumen. Döblin hace un retrato estremecido y harto original de ambos personajes históricos, ambiguo, complejo, que oscila entre la admiración y la simpatía iniciales y el desencanto y la desaprobación posteriores. El zarandeo intelectual y emocional al que el propio Döblin se enfrentó al tratar de entender (o justificar) a los camaradas Karl y Rosa, se advierte en la naturaleza fantástica y sobrenatural que surge en distintas páginas de ese cuarto volumen, con momentos oníricos y hasta fantasmales en los que llegan a aparecer el místico medieval Johannes Tauler y hasta el mismísimo Satanás. He aquí, por ejemplo, lo que este último le dice a Rosa sobre Dios:
Rosa Luvemburgo y Karl Liebknecht, el inflexible.
«¿Qué puede hacer el otro? Mírame. Yo… me lanzo a través del Universo. Estoy en la guerra, en la política, en la fresca y libre vida del mundo. Él… tiene que esconderse en las iglesias y dejar que las viejas y los curas le cuchicheen cosas».
No es un gran argumento (es una bobada), pero en la novela cumple su función. Sin embargo la grandiosa obra de Döblin es arte novelística y no manual de historia, porque cuenta las vicisitudes de personajes inventados en un marco espacio-temporal real: la Alemania tras la Gran Guerra y la subsiguiente revolución socialista-espartaquista que estuvo a punto de triunfar, lo que habría cambiado radicalmente la historia moderna de Europa, convirtiéndola en algo bastante siniestro, como lo fueron la URSS y sus satélites y como de hecho fue, tras la segunda guerra mundial, media Alemania: la ominosa RDA.
«―Rusia se ha esforzado desde hace siglos en aprender de Alemania. Sigue sin haberlo conseguido del todo. Pero quizá lo haga. Sus fusilamientos masivos son prometedores».
El avispero alemán.
La imagen que el escritor nos hace ver, casi como una fata morgana, de manera ejemplar y magistral, con técnica novelística admirable, es la de una Alemania que, tras la humillante derrota militar, parecía un avispero gigantesco violentamente apedreado: las avispas, aturdidas, salen en desbandada y en mil direcciones buscando a dónde ir y a quién acribillar a aguijonazos. Los personajes están aturdidos y el neurólogo Döblin raya muy alto en la descripción de este aturdimiento, que nos muestra con veracidad sobrecogedora, pero a la vez con la suficiente distancia para percibir que estamos ante un importante artefacto artístico. Saltamos con rapidez de unos personajes a otros, de unos escenarios a otros; ninguno es protagonista y todos lo son; Alemania lo es; la revolución espartaquista es un avispero dentro de otro avispero: para muchos el infierno, para muchos otros, una esperanza que pronto se derrumbó ante sus propios horrores y desquiciamientos.
Humor.
Dentro del drama que fueron aquellos años desquiciados para tantas personas, Döblin inventa momentos de un humor desternillante, incluso vodevilesco, pero a la vez inteligente. En ese aspecto recuerda a veces a La Regenta y hace que los lectores soltemos carcajadas sonoras y liberadoras que se agradecen.
Historia y mucho más.
La novela, al cabo, la hacen todos esos personajes que, más allá de su dimensión coral, son individuos; individuos que hubieron de sobrevivir en una época atroz (que la veamos también como fascinante, con una mirada cándidamente ex post, no la hace menos atroz), una época que va de la República de Weimar a los campos de concentración nazis, el otro gran horror del siglo XX. La parte histórica de la novela es la gran excusa que permite la fabulación de esos dramas humanos de cada uno de los personajes.
Con todo, quien quiera leerla pensando que es la Historia, con gran H, lo que verdaderamente importa en Noviembre de 1918, puede hacerlo sin desdoro. Yo enarco una ceja, pero no me meto. A fin de cuentas, he aquí lo que se dice ya casi al final:
«El país, con el veneno que la revolución no había podido extirpar metido en los huesos, se recuperó lentamente de la guerra…, rumbo a una nueva guerra».
Tengo mis cuatro volúmenes llenos de notas, signos, escolios y diagramas, hasta el punto de que a veces parece la partitura de alguna febril melodía hecha únicamente de garrapateas. Darían pie a un artículo interminable, pero sería una descortesía.
Consideren leerse esta obra tremenda y formidable: serán semanas de placer y de gran aprovechamiento.
¿Litetarura de la desesperación o literatura de la resignación? Aniquilar, la 8ª de Michel Houellebecq, ha resultado ser una gran novela larga, a pesar de ella misma.
Anéantir, la última novela de Michel Houellebecq, salió hace un mes, con la escandalera mediática que acompaña sus libros. La traducción española aún tardará unos meses. Para encontrar gallineros tan alborotados de críticos y lectores, habría que remontarse a Céline. ¡Menudo revuelo!
Anéantir, por supuesto, está siendo ya otro fenomenal fenómeno editorial. Houellebecq se mueve divinamente en esos altercados y follones: le gustan y le multiplican ventas, fama e influencia; él contribuye al guirigay exhibiendo impúdicamente sus habilidades mercadotécnicas en entrevistas donde juega con el contraste entre su escritura vitriólica y sus sucesivas imágenes públicas: antes la de un joven pulcro y modoso, ahora la de un hombre cercano a la vejez, nimbado por un aire enfermizo y frágil, que reflexiona a media voz y con silencios parsimoniosos y teatrales sobre los “grandes temas” que le preocupan. Parecería temerario adscribir esos ronroneos mediáticos a la rudeza de sus novelas. (La imagen que tuvo hace unos años, desharrapada y como sacada de una película de terror, ha sido cuidadosamente marginada hasta nuevo aviso).
Houellebecq tiene la simpática virtud de enojar a los puros, bien porque lo consideran un fascista de mierda, bien porque lo ven como un rojo de ídem; ora por ateo, ora por guerrillero de Cristo Rey.
La novela Eric, de Rebeca García Nieto (en lo sucesivo RGN), es traicionera.
Disimuladamente, así como con cara de yo-no-fui, caminando con aire despreocupado, silbando por lo bajini una tonadilla pegadiza con las manos cruzadas a la espalda mientras nos distrae con otras cosas, RGN nos conduce a una distopía con la que el lector, incauto, no había contado.
La novela arranca con lo que parece un deseo de fantasía, de un mundo poetizado, ante el espectáculo «algo blasfemo», pero subyugante, de la bóveda celeste que hay en la estación Grand Central Terminal de Nueva York, y lo hace de una manera grata y amable, de la mejor forma que puede hacerlo un escritor: con una prosa solvente, eficaz y bien medida. Poco a poco, sin embargo, empiezan a cernirse tonos sombríos sobre la historia y sobre el lector. La construcción de la distopía novelesca es hábil, subrepticia, lenta, no se ve venir inmediatamente (aunque aletea la sombra de una sospecha) y revela una notable astucia narrativa.
A partir de un cierto momento, que uno no llega a saber del todo cuál es exactamente, nos vemos metidos en lo que podríamos llamar una “novela del desasosiego”.
Desasosiego es una palabra que ya pertenece por derecho propio a Pessoa, a quien va indisolublemente unida, pero con respecto a la que RGN presenta sólidos argumentos de copropiedad con esta novela.
La desazón a la que me refiero proviene de una tranquilaconfusión que de pronto nos atenaza. He dicho tranquila, sí, y por eso mismo acentúa lo tenebroso que está silenciosamente al acecho, pues aquí no hay gritos ni gesticulaciones desaforadas. Uno de los ardides utilizados por la autora para conseguir esa tranquila confusión es la promiscuidad de géneros. Géneros literarios, quiero decir; la aclaración es hoy preceptiva.
En Eric hay elementos de novela psicológica, histórica, política, de novela de ideas, todo ello con manifiestos elementos kafkianos, y navega astutamente por todos estos géneros tejiendo a su vez varias subtramas: la cultura, el exilio, la diáspora y la cuestión judía, la naturaleza de la familia, la psicología clínica, los contrastes entre culturas y formas de vida. A veces la novela busca el ensayo (aunque disfrazado o hasta avergonzado) sobre pedagogía y a veces se nos antoja una historia de Nueva York… (¿o es sobre Viena? ¿O sobre las diferencias entre la vieja Europa y la nueva América?).
Un amor, de Sara Mesa, es lo primero que leo de esta interesante e intensa novelista («intensa» en el sentido primigenio y más noble de la palabra, no en la acepción despectiva que va adquiriendo hoy). Superadas unas primeras páginas algo desvaídas en propósito y tensión, que no auguraban grandes cosas, la narración se afina, se agudiza, adquiere un ritmo vivo y vivificador y conduce de un tirón hasta su final, con una eficacia admirable; un ritmo que la escritora lleva dentro —talento innato—, porque una velocidad de crucero tan adecuada a lo que está contando y tan titánicamente mantenida, no se adquiere sólo con aplicación y técnica.
La arquitectura de la novela no nos depara ninguna complejidad y avanza derechita a su meta. Es lineal y sencilla, y en realidad tan solo nos presenta dos puntos de viraje, esos en los que la acción o la evolución del protagonista cambian de rumbo y hacen que la narración avance: la sorprendente (y aceptadamente soez) “entrada” de un hombre en la vida de Nat (una mujer) y su posterior salida. Tras esa salida, caminamos junto a la protagonista como testigos de su agonía y su perplejidad para lograr digerir la pérdida.
Esa linealidad de la trama, su relativa brevedad y la limitada polifonía acercan bastante Un amor al cuento, pero esto no le quita nada de valor. La limitada polifonía se debe a que no hay muchos personajes que tengan un peso importante en la narración, y salvo la propia Nat y tal vez el “entrador” (nada más puedo revelar de él: mis labios están sellados), no están muy ambiciosamente desarrollados.
Hay un cierto grado de decepcionada sorpresa con el final, que consiste (el final) en la aceptación de que todo ha sucedido porque tenía que suceder y de que el acontecimiento del pasado que parece haberlo desencadenado todo, ineluctablemente había de traer a Nat hasta este final y a ningún otro. En realidad, la impresión que (me) produce es la de que la novelista no sabe bien como sacar a Nat del laberinto en el que la ha metido y lo resuelve con una faena que, sin ser desastrosa, es tan solo de aliño.