Publicado en Málaga Hoy el viernes 24 de noviembre de 2017.
Ya me he ocupado, en esta sección semanal, de la muerte en la literatura. El tema es infinito, y eso me justifica.
Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:
TEXTO SENTIDO
Sanz Irles. Escritor
ABIERTO POR DEFUNCIÓN
¡Que escueta es la muerte de don Quijote! James Wood, un teórico, sugiere que Cervantes no la deseaba y que por eso se despidió de él de mala gana. No se muera vuesa merced, dice Sancho, usurpando la voz del autor. Después Cervantes despachó el tránsito con parvedad funcionarial:
Hallose el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
La muerte de Iván Ilich en La muerte de Iván Ilich es trepidante y tolstoiana, pero la trepidación de la agonía encuentra un amansamiento final que hasta los lectores agradecemos:
Algo borboteaba en su pecho […] Luego el borboteo y los estertores se fueron espaciando.
«Se acabó» —dijo alguien encima de él.
Él oyó esas palabras y las repitió en su alma. «Se acabó la muerte» —se dijo—. «La muerte no existe».
Hizo una inspiración, se detuvo a la mitad, se estiró y quedó muerto.
La muerte de Iván Ilich es una novela bautismal: su lectura imprime carácter. La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, no. Tras un párrafo forense de gangrenas y fetideces, leemos:
Artemio Cruz… nombre… —inútil… —corazón… —masaje… — inútil… ya no sabrás… te traje adentro y moriré contigo… los tres… moriremos… Tú… mueres… has muerto… moriré.
Espeleología en pseudo profundidades; demasiado énfasis; demasiado jadeo; stream of consciousness de baratillo. Si la cito es sólo por el paralelismo de los títulos y porque me permite afirmar que, en la novela, la grandeza de las escenas de muerte está en el comedimiento que Fuentes desoye.
Ah, pero la muerte de Beatriz Viterbo, en El Aleph de Borges, sí es inolvidable. No nos impresiona por sí misma, pues no se nos narra, sino por su huella —y por los adjetivos—:
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía […] noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Como tantas veces, el dolor que comunica Borges es metafísico, pero no menos doloroso.
Qué diferente, esta muerte porteña, de la muerte magrebí de El extranjero, de Camus; aquí sí la vemos en directo encarnarse ante nosotros. El narrador va hacia su víctima por una playa; hay un sol cegador:
El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas.
Aparece un cuchillo refulgente, como el de Pedro Navaja; el sol y el cuchillo se funden:
…sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante…
Y entonces llega la decisión y con ella la muerte:
Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. […] Comprendí que había destruido el equilibrio del día […] Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara.
Walter Benjamin creía que la muerte es lo que hace que una historia pueda transmitirse. Quién sabe.