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Silencio

28 abril, 2018 — Deja un comentario

Publicado en Málaga Hoy el viernes 27 de abril de 2018.

¿Cómo es el silencio en la novela?.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

 

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

SILENCIO

El silencio es tan música como el sonido. ¿Y en literatura, que se construye con el lenguaje, o sea, con sonidos?

En una partitura, el intérprete ve el silencio mediante signos que le dicen cuándo lo hay y cuánto dura. ¿Cómo hacerlo en la novela? ¿Con una nueva puntuación? ¿Dejando espacios en blanco entre el texto? ¿Ralentizando la narración hasta el límite, hasta que casi se detenga la respiración del lector? ¿Con onomatopeyas silentes?

En música el compositor impone los silencios al oyente, pero en la novela el intérprete es el lector, quien también crea silencios cuando, por ejemplo, detiene la lectura para pensar. Pero estos silencios forman parte de la novela de forma sinuosa y vicaria: no todo lector detiene la lectura en el los mismos puntos ni por el mismo tiempo.

Que el texto diga Se hizo un gran silencio es contradictorio: en el mismo acto de nombrarlo, el silencio se esfuma. Pese a ello, es recurrente en los escritores describir el silencio mediante sonidos, esos sonidos pequeños, subliminales, que denuncian su presencia. En El Misántropo, un cuento que escribí hace años, se lee:

Durante horas permanecía sentado, con la escopeta cargada y a mano, en completo silencio, aguzando el oído casi hasta el dolor, intentando discernir cualquier ruido que no fuera causado por el viento o los árboles o las hojas o la lluvia o los pájaros o las ardillas o los truenos. […] Aumentaba aún más mis precauciones antes de dormir, si es que se le puede llamar dormir a mi incesante agitación en la cama, incorporándome cada minuto ante cualquier atisbo de ruido o crujir de las maderas.

Ojalá que la pertinencia del fragmento, como ilustración de lo que digo, disculpe la inelegancia de la autocita.

El silencio en la novela funciona de dos modos: como forma, es decir, como elemento rítmico y sonoro, y como función, o sea, como elemento semántico que, al callar cosas en la trama o amordazar a un personaje, produce significados.

Salman Rushdie nos da un interesante ejemplo de la expresión del silencio que es, a la vez, forma y función:

Ismail Ibrahim dijo: «Se trata de un caso de tentativa de suicidio». Y la opinión pública: «?????????»

El silencio es esencial en la novela modernista. Patricia Ondek lo estudió a fondo en el caso de Virginia Woolf, e incluso lo tipificó, distinguiendo en ella lo no dicho —lo que alguien siente pero no dice—, lo no hablado —algo no formulado aún con palabras— y lo inefable —lo que no puede o no debe decirse.

El problema de ponerle palabras lo inefable es muy viejo. Esto decía San Agustín:

¿Hemos dicho o enunciado algo valioso sobre Dios? Creo, más bien, que no, pero deseo hacerlo: y si he hablado, no he dicho lo que quería decir… Y ni siquiera podemos llamar inefable a Dios, porque ya sólo decir eso es hablar de Él.

Del silencio se ha dicho y no se ha dicho tanto y tan poco en las novelas. Silencios explícitos, como cuando Marlow describe en El corazón de las tinieblas:

Un gran silencio, una selva impenetrable.

Y silencios tácitos, de cuya existencia sabemos por mera inferencia, como sabemos de la existencia de algunos cuerpos celestes invisibles por su influencia en las órbitas de otros. Cuando lean su próxima novela, intenten descubrir si hay o no silencio, y si lo hay, cómo se manifiesta y cómo ustedes mismos son capaces de crearlo, manejando su tempo de lectura.

Ralph Waldo Emerson nos deja un pensierino carino, por decirlo a la italiana, con el que terminar:

Quedémonos en silencio para oír los susurros de los dioses.

El misántropo

26 noviembre, 2017 — Deja un comentario

Escudriñando viejas carpetas se me apareció este cuentito amable, producto quién sabe de qué humores o de qué indignaciones.   

Tiempo de lectura: ± 5 minutos.

AAAA        

EL MISÁNTROPO

por Sanz Irles

© 2009. Luis Sanz Irles. Todos los derechos reservados.

 

Me llamo Eduardo Andrade y quiero dar algunas explicaciones.

Apenas cumplidos los cincuenta, tras una vida desahogada con muchos éxitos profesionales y mundanos, decidí darle un vuelco a mi existencia, vendí mi lujoso ático y abandoné la ciudad, buscando refugio en el paraje más recóndito que pude encontrar.

Sé por qué lo hice.

Se había despertado en mí una inquietud espiritual y un deseo de ascesis, producto de la edad y del reencuentro con autores que en mi juventud no alcancé a comprender del todo, pero que ahora me abrían gozosos caminos por los que ansiaba adentrarme.

AAABBBEmpero, la razón principal de mi decisión no tenía que ver con la literatura sino con mi ensoberbecido carácter. El género humano se me hacía cada vez más insoportable y, con pocas excepciones, la gente me parecía ignorante y lerda, a menudo despreciable, y en cualquier caso indigna de mi atención. No podía compartir nada con ella, ni sus gustos, deleznables, ni sus intereses, mezquinos, ni sus preocupaciones, grotescas. Mis paseos por las atestadas calles se habían convertido en suplicios, al tener que soportar esa multitud de rostros obtusos, ese guirigay de voces destempladas, ese lenguaje mostrenco y esa asfixiante marea de ignorancia atrevida y lenguaraz.

Deben creerme: me recriminaba ese altivo y reprobable desdén, y me esforcé muchas veces en mirar a mis semejantes con ojos comprensivos y fraternos, para descubrir debajo de su zafiedad valores y virtudes que sin duda, me repetía, debían de poseer y que los harían acreedores de mi respeto. Pero era inútil: a todos les deseaba lo mejor con tal de que se mantuvieran lejos de mí, donde no tuviera que soportarlos. Llegó un punto en el que la vulgaridad del mundo se me hizo insufrible y me llevó a la decisión de apartarme de la ciénaga, de la masa vociferante que, hija de los tiempos y los bajos instintos, reclama todos los derechos, rehúye los deberes y se insolenta con los espíritus elevados. Y como siempre he sido de decisiones rápidas, no tardé en encontrar lo que buscaba: un refugio de montaña de buena factura, en la parte más alta de un frío valle, en una comarca remota y vacía. Continuar leyendo…

Ai

18 febrero, 2017 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 17 de febrero de 2017.

En japonés, Ai significa amor (aunque también existe la palabra koi con parecido significado). He aquí algunas notas sobre un maravilloso cuento de Yasushi Inoue, titulado Sekitei (Jardín de rocas), que se incluyó en una recopilación de tres relatos sobre las cosas del amor.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

AI

El jardín de rocas es un cuento inquietante del japonés Inoue Yasushi, de belleza etérea y minuciosa técnica. Se incluyó en una recopilación titulada Amor Ai en japonés—y no me consta que lo tengamos traducido.

Unos recién casados van a Kioto en su luna de miel. Se aman y su ternura nos alcanza:

A cualquier cosa que dijese, Mitsuko respondía con pequeñas exclamaciones de alegría y sus ojos resplandecían de felicidad.

Uomi había estudiado en Kioto y quería enseñarle la ciudad a su joven esposa. Decide llevarla al jardín de rocas de Ryoanji. De camino, algo repentino sucede; Mitsuko habla…

Pero su voz apenas si rozó el oído de Uomi y fue a perderse en la lejanía.

Había pasado una semana desde que empezaron el viaje de novios y por primera vez el corazón de Uomi se alejaba de su adorable esposa.

Esta revelación llega por sorpresa, salvo si uno ha caído en la cuenta de un detalle: la distancia mutable. Poco antes

Uomi y Mitsuko caminaban uno al lado del otro…

Un párrafo después

Mitsuko […] andaba despacio unos pasos detrás de él.

Pronto vemos que no sólo las distancias cambian, sino también el tiempo. Primero hay una contracción: pensaban pasar cinco días en Kioto, pero su estancia se redujo a uno solo. Después, el autor encadena dos analepsis (flash backs, si prefieren el inglés al griego) para llevarnos a la juventud de Uomi. Desde la historia principal retrocedemos trece años para presenciar la disputa de dos amigos por el amor de Rumi y luego reculamos dos años más para ver cómo se conocieron los tres. Volvemos a saltar adelante esos dos años y nos metemos en una aceleración del relato, mediante una elipsis de tres años y, por fin, tras estos paseos temporales, regresamos a la historia principal. Meter quince años en una docena de páginas, sin que nada chirríe, requiere un gran virtuosismo narrativo.

También en esos saltos cronológicos ha habido mutaciones de la distancia entre Uomi y Rumi, en este mismo jardín de rocas en el que ahora están los recién casados:

…vagabundearon sin meta por el recinto del templo, donde aún no habían florecido los cerezos, manteniendo entre ellos casi un metro de distancia.

Ahora los sentimientos de Uomi por Rumi se habían enfriado…

Uomi recurre a la brutalidad de un insincero te odio, para cortar de una vez por todas con Rumi, y vemos —tremendo símil— que la sangre abandona los labios de la despechada joven, en los que aparece:

Un blancor siniestro que recordaba el vientre de un pez.

Pero que no haya malos entendidos: todas las tecniquerías y tretas, todas esas analepsis y elipsis, no le hurtan nada a la lectura; tan sólo hacen posible la admirable economía de un relato que nos habla del amor en nuestras vidas, de dudas, de confusiones, de perplejidad, de incertezas y de ciclos que se repiten, sin que sepamos cómo manejarlos. El propio cuento es pura incertidumbre y llegamos a su conclusión sin entender bien por qué ha pasado lo que ha pasado, pues todo gira en torno a Uomi, excepto el final. ¡El final es de Mitsuko!

Discúlpenme si no revelo nada más. Mis labios están sellados.

Carcassonne

31 diciembre, 2016 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 30 de diciembre de 2016.

A propósito de un relato de William Faulkner y de algunas ideas de Derrida.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

CARCASSONNE

A los escritores poderosos les bastan pocas páginas para imponerse. Lo hace Faulkner en todo lo que escribe y lo he revivido en Carcassonne, su relato más enigmático.

Sabemos por Derrida que un texto se entiende al establecer sus diferancias con otros textos. La diferancia es más que la diferencia; hace que un texto difiera de otros, pero además aplaza su significado: no sabemos lo que significa hasta verlo en relación con otros, o sea, en su contexto. El significado se posterga, expuesto a nuevos hallazgos que cambiarán nuestra interpretación. Derrida lo expresó con la formulita il n’y a pas de hors-texte (no existe lo fuera del texto).

Al recordar lo de diferancia, abandoné el propósito de tratar Carcasona como texto independiente y decidí conformarme con no ensayar una interpretación general de su sentido.

Empiezo por consignar que el extraño título aparece también en su novela Absalón, Absalón:

…crea dentro de su propio ataúd sus fabulosas y descomunales Carcasonas y Camelots…

(¿Cómo no relacionarlo con carcass, que en inglés es carcasa, cadáver en descomposición?).

Faulkner es un fastuoso estilista, como Nabokov; pero mientras que el ruso tiene una brillantísima voluntad de manierismo y linea serpentinata, el avasallador estilo de Faulkner no es una vestidura, sino su piel misma.

Carcasona es un diálogo entre el espíritu de un artista y su esqueleto. Cuento raro, pero sin salirse del tortuoso universo del autor.  Así, en el cuento Música negra estamos en la localidad de Rincón:

…allí donde cae la violencia de la sombra en pleno día y la violencia de las estrellas grandes en plena noche.

Cuatro relatos después, en Carcasona, seguimos ahí:

Rincón continuaba sus actividades fatales, secretas, nocturnas, con las que ventanas y puertas iluminadas se sucedían como manchurrones aceitosos que hubiesen dejado brochas anchas y demasiado cargadas.

¡Qué portentosa imagen! El pueblito en la oscuridad y las ventanas iluminadas por la luz eléctrica. Vistas de lejos son de un amarillo craso, como si alguien hubiera pasado a pintar rectángulos verticales en las paredes con brochazos de aceite. Tras las ventanas hay vidas de las que nada sabemos.

Además de las majestuosas metáforas, el recurso de estilo más llamativo es la repetición. Faulkner no tiene empacho en repetir imágenes que considera importantes. Dos veces vemos un peligroso deslizamiento:

El techo de la buhardilla caía por la ruinosa pendiente hasta el alero bajo.

Y poco después:

…la luz del día, con su grisura, caía por la pendiente hacia el ruinoso borde del alero.

Hay pasos furtivos:

…tamborileo fantasmal de pasos de unos pies pequeñitos…

y otros más:

…tamborileo fantasmal de pasos de unos pies diminutos…

Por dos veces oímos al inquieto espíritu del poeta rebelarse contra el fatalismo de su esqueleto:

«Desearía hacer algo», dijo en la oscuridad, formando las palabras con los labios sin emitir sonidos…

Y de nuevo, con enfático polisíndeton: Deseo hacer algo osado y trágico y austero…

(Aquí me vino a la memoria lo del Rey Lear: Voy a hacer cosas terribles, aún no sé cuáles…).

Ese juego especular de imágenes, que le da al texto un ritmo grave y metafísico, es anunciado desde el fabuloso comienzo, que se repite al final:

Y yo sobre un bayo con ojos de electricidad azul y crines como fuego enmarañado, galopando cuesta arriba y raudo hacia el alto cielo.

Carcasona es como todo lo de Faulkner: grandioso, afilado… y difícil. Conviene saberlo.

Colorín colorado

26 diciembre, 2016 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 23 de diciembre de 2016.

«¡Menudo cuentista!», decimos de quien se muestra prolijo en explicaciones e innecesariamente palabrero. Decimos mal. Antes habría que tildarlos de novelistas. El cuento, justamente, es economía, rumbo firme y derecho, poda de lo prescindible.

Así lo demuestra Hans Christian Andersen en una pequeña joya, El Abeto, que comento hoy.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

 

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

COLORÍN COLORADO

Andersen fue un danés muy alto que tiene una estatua en Málaga y que escribía cuentos.

Es el género de la difícil brevedad. Mientras la novela se bifurca y rebifurca, el cuento marcha derechito hacia su predestinado final, sin tiempo de enredarse. En seis páginas, El abeto nos presenta la historia de un arbolito quejicoso que anhelaba otro destino. Le fue concedido.

…el pequeño abeto estaba muy ansioso por crecer […] este abeto que nunca estaba satisfecho y que estaba siempre queriendo marcharse.

Como muchos cuentos, El abeto se articula mediante una conocida figura retórica: la prosopopeya, o sea, atribuir cualidades humanas a lo no humano. Oiremos hablar a pinos, abetos y abedules, a liebres, golondrinas y cigüeñas, a los rayos del sol, al viento, al rocío, a unos ratoncitos y a la doliente corteza de los árboles. Así soñaba nuestro ingenuo abeto, cuando era tierno y ansiaba crecer:

Los pájaros construirían nidos entre mis ramas y cuando soplara el viento me inclinaría aristocráticamente…

El arbolillo no sabía (porque John Lennon aún no lo había dicho) que la vida es eso que te pasa mientras estas ocupado haciendo otros planes. El despliegue de la trama es admirable por su sencillez y, aunque resabiados como somos, adivinemos adónde irá a parar todo, leemos la historia con ese arrobo que, por unos momentos, nos hace mejores de lo que somos.

A su manera, Andersen se sale de la estructura de muchos cuentos folklóricos (étnicos, en jerga hodierna). Si la prosopopeya lo engarza con la tradición, la ausencia de un villano lo singulariza. Aquí no hay un malvado que cause la desdicha del protagonista; esta llega por su propia candidez.

Andersen conoce la importancia de los detalles; así, mientras que los abetos grandes caían con estruendo y crujidos al ser talados, nuestro protagonista:

…cayó con un suspiro sobre la tierra,…

Caer con el suspiro de la inocencia nos dice más del arbolillo que un tratado de botánica.

Andersen sabe exhibir una maestría a lo Flaubert, como en esta descripción de un hogar navideño, lograda mediante una mimada enumeración:

…llevaron al abeto a una sala grande y bonita. Por las paredes colgaban retratos y en la gran chimenea de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las asas. Había mecedoras, sofás de seda, grandes mesas llenas de libros ilustrados y de juguetes que valían muchos táleros…

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H. C. Andersen en Málaga

 

Con una prosa casi pictórica y unos pocos elementos, Andersen nos hace ver la sala y comprenderla, a ella y a sus dueños.

Cuando empiezan a decorarlo —cien velitas rojas azules y blancas quedaron sujetas en las ramas, parecían vivas como personas—, nuestro inquieto abetito se pone nervioso, excitado, y Andersen nos lo transmite con esta portentosa imagen:

…la corteza le dolía de pura ansia, y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros.

El final no nos sorprende, pero eso nada estropea: terminadas las fiestas, el hacha lo convirtió en leña.

Antes que te derribe, olmo del Duero // con su hacha el leñador […] antes que rojo en el hogar, mañana // ardas de alguna mísera caseta…

…recelaba Machado. Y cuando ya el abetito ardía debajo del caldero:

Suspiró profundamente […] Y el árbol se quemó por completo. Ahora se había acabado todo, y el árbol se había acabado, y también el cuento.

Felices los que pueden elegir en qué hoguera crepitar por última vez.