Me han enseñado un libro sobre Durero, editado por Treviana, encuadernado en seda negra italiana, con unas reproducciones excepcionales y un CD con música de la época (Peñalosa, Després, Anchieta…) y de otros compositores. Me entretuve con su lectura y con su contemplación, cada vez que lograba desembarazarme del atenazador tedio de la campaña, la semana previa a las elecciones para el Parlamento europeo. Entre esa música, la presencia de los cuadros y el relato de los viajes de Durero, me pareció que Europa era un viejo proyecto con sustancia, con sus cismas y tiranteces, pero con un espíritu común que recorría las naciones y los siglos: una especie de centón que a la postre resultaba armonioso e incluso cálido y acogedor.
¿O era solo una idea, un sueño endulzado por la belleza de los pinceles y los buriles de Durero, lo que resultaba acogedor?
Ahí estaban los autorretratos, de una soberbia más que justificada por la genialidad: el de la adolescencia, tan seguro; los de la juventud, narcisistas y elegantes; el frontal, ya en la madurez (de 1500, tenía 28 años, se crecía pronto entonces…), ese “aquí estoy yo” que no precisa de la bravuconería de un Enrique VIII pintado por Holbein: a Durero le basta con mirarnos cara a cara, sin más adorno que la profundidad de su mirar. Continuar leyendo…