El misántropo

26 noviembre, 2017 — Deja un comentario

Escudriñando viejas carpetas se me apareció este cuentito amable, producto quién sabe de qué humores o de qué indignaciones.   

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AAAA        

EL MISÁNTROPO

por Sanz Irles

© 2009. Luis Sanz Irles. Todos los derechos reservados.

 

Me llamo Eduardo Andrade y quiero dar algunas explicaciones.

Apenas cumplidos los cincuenta, tras una vida desahogada con muchos éxitos profesionales y mundanos, decidí darle un vuelco a mi existencia, vendí mi lujoso ático y abandoné la ciudad, buscando refugio en el paraje más recóndito que pude encontrar.

Sé por qué lo hice.

Se había despertado en mí una inquietud espiritual y un deseo de ascesis, producto de la edad y del reencuentro con autores que en mi juventud no alcancé a comprender del todo, pero que ahora me abrían gozosos caminos por los que ansiaba adentrarme.

AAABBBEmpero, la razón principal de mi decisión no tenía que ver con la literatura sino con mi ensoberbecido carácter. El género humano se me hacía cada vez más insoportable y, con pocas excepciones, la gente me parecía ignorante y lerda, a menudo despreciable, y en cualquier caso indigna de mi atención. No podía compartir nada con ella, ni sus gustos, deleznables, ni sus intereses, mezquinos, ni sus preocupaciones, grotescas. Mis paseos por las atestadas calles se habían convertido en suplicios, al tener que soportar esa multitud de rostros obtusos, ese guirigay de voces destempladas, ese lenguaje mostrenco y esa asfixiante marea de ignorancia atrevida y lenguaraz.

Deben creerme: me recriminaba ese altivo y reprobable desdén, y me esforcé muchas veces en mirar a mis semejantes con ojos comprensivos y fraternos, para descubrir debajo de su zafiedad valores y virtudes que sin duda, me repetía, debían de poseer y que los harían acreedores de mi respeto. Pero era inútil: a todos les deseaba lo mejor con tal de que se mantuvieran lejos de mí, donde no tuviera que soportarlos. Llegó un punto en el que la vulgaridad del mundo se me hizo insufrible y me llevó a la decisión de apartarme de la ciénaga, de la masa vociferante que, hija de los tiempos y los bajos instintos, reclama todos los derechos, rehúye los deberes y se insolenta con los espíritus elevados. Y como siempre he sido de decisiones rápidas, no tardé en encontrar lo que buscaba: un refugio de montaña de buena factura, en la parte más alta de un frío valle, en una comarca remota y vacía.

Estaba la espaciosa cabaña al fondo de un pequeño altiplano, al que sólo se accedía a pie o con algún vehículo campero. Detrás de la casa se extendía un azulado bosque de abetos afilados como estiletes, tras el que la montaña se escarpaba abruptamente en roca viva. A medio kilómetro hacia poniente, el bosque doblaba en ángulo recto ladera abajo; el altiplano quedaba así enmarcado por la espesa arboleda en dos de sus lados, mientras que por el Sur,  a trescientos metros por delante de la casa, descendía rápidamente hasta un extenso brezal agitado por febriles abejas doradas, por el que serpenteaba un camino de tierra hasta la aldea más cercana.

Allí me refugié, sin comunicar mi paradero, con mi perro Titán y mis libros, y allí he pasado los últimos cuatro años sin añorar más compañía. Mi contacto con el mundo se limitaba a mi editor, si omitimos las fugaces visitas a la aldea, para avituallarme.

Aquel lugar estaba en las regiones más septentrionales, y su clima, sin ser extremo, era en verdad duro: la nieve cubría los picachos, el bosque y el valle durante cuatro meses al año, mis preferidos. El olor dulce de la leña ardiendo día y noche, el frío descarnado que espesaba el silencio, el vaho del aliento que exhalaba a bocanadas cuando salía al porche a ver amanecer y la blancura inmóvil que me rodeaba, acrecentaban mi amada soledad.

En tales circunstancias un hombre se forja sus rutinas. Entre las mías estaba un largo paseo después del frugal almuerzo, acompañado de Titán, que disfrutaba a sus anchas. En los meses blancos, mantener impoluta la gran explanada frente a la casa era una obsesión y procuraba no hollarla más que lo imprescindible. Por eso salíamos de la cabaña por la puerta de atrás y nos internábamos enseguida en el bosque, donde andábamos un par de horas en completo silencio, oyendo tan solo el blando crepitar de la nieve aplastada bajo las botas. A veces quebrábamos ramas secas. En todos estos años no me he cruzado jamás con otro ser humano. Siempre solos, Titán y yo, entre aquellos árboles altivos e indiferentes.

Cuando el cansancio aparecía, emprendíamos el regreso a paso vivo, siguiendo un itinerario que nos llevaba hasta el brezal, desde donde alcanzábamos por fin la planicie, que se nos aparecía amplia y pura, alba casi siempre y a veces, según la luz del día, con tonos rosáceos, como las auroras de Homero, o incluso azulinos de melancolía. Entonces sí la atravesábamos con descaro, pisando el blanco manto sin preocuparnos de las huellas que quedaban a nuestra espalda, sabiendo que las ventiscas del atardecer las borrarían, devolviendo su virginidad a la mancillada nieve

Hace dos meses salí a dar mi habitual paseo, sin Titán, que había estado purgándose y no se mostraba animoso. Fue una caminata larga y placentera, y estaba fatigado cuando llegué de vuelta a la explanada frente a la casa.

Y de repente todo cambió. Al coronar el cambio de rasante, desde el que ya se divisaba mi refugio, vi algo inesperado y preocupante: un reguero de pisadas, tal que una cicatriz cortando la nieve, surgía de la oscuridad del bosque y marchaba derecho hasta la puerta de la cabaña. Tras el estupor, las preguntas se arremolinaron en mi cabeza: ¿de quién eran las huellas?, ¿por qué venían del bosque y no, como habría sido lo natural, del camino?, ¿por qué no había rastros de vehículo alguno?, ¿por qué no ladraba Titán, que no toleraba más presencia que la mía?

Aunque ya estaba oscureciendo, en la casa no había ninguna luz encendida. Lamenté no llevar arma alguna excepto el bastón con la punta de hierro que yo mismo me había fabricado pacientemente al poco de instalarme aquí.

Intenté tranquilizarme inventando explicaciones razonables para aquellas insólitas pisadas, pero el pulso se me iba acelerando a medida que me aproximaba a la casa. A unos treinta metros grité llamando a Titán, pero no hubo respuesta. La puerta estaba entornada. Pregunté a grandes voces si había alguien dentro, pero solo hubo un oscuro silencio, y entonces el miedo dejó paso a la cólera. Decidido a acabar con tan absurda situación, dejé caer la mochila y entré en la cabaña casi en tromba, mirando frenéticamente en todas direcciones y blandiendo el bastón con furia. Pero no pasó nada ni oí ruido alguno que no fuera mi respiración embravecida. De un manotazo encendí la luz y un segundo después salió de mis entrañas un alarido retorcido y seco. Titán se mecía lentamente a medio metro de mi cara, ahorcado con una soga atada a una tiranta del techo, el belfo superior retirado en una mueca monstruosa que dejaba desnuda la encía y los fieros colmillos, y los ojos casi salidos de las órbitas.

No quiero demorarme en el horror de la escena ni en mi amargura al descolgar a mi pobre perro ni al enterrarlo al día siguiente bajo la nieve y la tierra helada, después de haberlo llorado la noche entera. De su miserable victimario no encontré rastro. Supongo que abandonó la casa por la puerta de atrás, aunque no me molesté en comprobarlo.

Solo al día siguiente, aturdido aún por la atrocidad, encontré junto a mi cama una nota mecanografiada tan cruel como incomprensible: “No me he olvidado de ti. Solo acabo de empezar”. Nada más.

Nunca he sido asustadizo, pero aquel hecho prendió en mi alma un miedo soterrado que convirtió mi existencia en una angustia incesante. Un desalmado quería vengarse, ¿pero de qué?; ¿por qué no me decía cuál era mi deuda, cuál mi afrenta, cuál mi crimen? ¡Yo no era ningún criminal; era sólo un intelectual de prestigio!

Me compré una escopeta y munición abundante, y me encerré cada vez más tiempo en la cabaña, de la que reforcé puertas y ventanas, limitando mis salidas a lo indispensable. Durante horas permanecía sentado, con la escopeta cargada y a mano, en completo silencio, aguzando el oído casi hasta el dolor, intentando discernir cualquier ruido que no fuera causado por el viento o los árboles o las hojas o la lluvia o los pájaros o las ardillas o los truenos. Mis rutinas se volcaron en la vigilancia, y repasaba los pestillos y postigos cinco veces al día. Aumentaba aún más mis precauciones antes de dormir, si es que se le puede llamar dormir a mi incesante agitación en la cama, incorporándome cada minuto ante cualquier atisbo de ruido o crujir de las maderas.

En esa angustia pasé tres semanas. Después me tranquilicé un poco y me dediqué a analizar la situación e intentar averiguar quién me odiaba tanto y por qué. Tenía que saber quién era mi mortal enemigo, sobre todo porque, aunque me sabía un bicho raro, no me tenía por un mal tipo y no había nada en mi vida que justificara tanto rencor. Durante varios días escarbé en mis recuerdos y creo que logré enumerar casi todos mis actos reprobables. No me sentía orgulloso de ninguno de ellos, desde luego; más bien lo contrario. Pero no había cometido ningún crimen execrable, ninguna monstruosidad sin perdón, nada que no estuviera dentro de las cosas que pasan en la vida y que los seres humanos se hacen unos a otros, muchas veces sin plena conciencia del daño que infligen. También a mí me habían herido y traicionado, y no iba por ahí matando perros ni escribiendo amenazas.

De entre mis amantes recordé (me avergüenza no haber podido evitar la sonrisa) aquellas dos que, ante mis apasionados ruegos y arrebatadas promesas, abandonaron a sus maridos, una incluso a sus dos hijos, para venirse a vivir conmigo; aún no atino a explicarme por qué fueron esas, precisamente, dos de mis aventuras más breves, pues les puse fin a las pocas semanas de iniciar la convivencia.

Con mucha más vergüenza recuerdo aquella desdichada tarde en que, borracho del todo y lleno de ira, apalee hasta matarlo a un perrillo que había desgarrado los bajos de mi pantalón mordisqueándolos; el llanto y el pánico en el rostro niño que sostenía la pequeña correa no los he podido olvidar nunca.

Me acordé también, con todo detalle, de los insultos y las amenazas de mi ex amigo Lorenzo Restrepo. Estando convaleciente en un hospital, me contó, muy ilusionado, la trama de una novela que iba a empezar a escribir en cuanto le dieran el alta y pusiera en orden algunos asuntos de trabajo. La verdad es que estaba llena de buenas ideas, pero yo sabía que Lorenzo era bastante holgazán y que su discreto talento no habría podido nunca convertir tan rica y compleja historia en algo decente. Lo hice casi sin pensar y la escritura resultó muy fácil y fluida. En apenas dos meses tenía terminada la novela, que acabó siendo mi mayor éxito y cimentó mi reputación. Él no habría escrito nunca algo así. Lo sé, y sé que él lo sabe; por eso, aunque entiendo su cólera, creo que exageró un poco en su indignación. Al menos debería tomar en consideración que me lo puso en bandeja y que ante algo así es casi imposible no caer en la tentación. De todas formas, nunca le he tomado en cuenta su enfado ni sus insultos, aunque sí me cuesta más perdonarle que nunca haya reconocido los méritos literarios de mi texto. Claro que para Lorenzo, a fin de cuentas un escritor de segunda fila, noblesse oblige nunca fue más que un galicismo obsoleto, y él, además, ni siquiera sabía francés.

Mi conducta con Norberto Castilla, mi mentor y la primera persona que tuvo fe en mí (el dinero que arriesgó con mi primera obra lo coronó como el editor más osado del país en aquella época dorada), me abochorna quizá más que ninguna otra mala acción de mi vida. Cuando los negocios le fueron mal —fruto, todo hay que decirlo, de una ostensible pérdida de olfato para el talento y los gustos del público— acepté juntarme con un grupo de inversores y quedarme, por un precio de escarnio, con su editorial. Pocos días antes me había pedido un préstamo que le habría permitido rescatarla. Le dije que no tenía el dinero. Le mentí. Cuando perdió la editorial se mudó de ciudad y no volví a saber de él hasta que alguien me dijo que se había quitado la vida.

En fin, repasé esos y otros episodios más de mi vida en los que, sin duda, no obré bien. No soy un santo, siempre lo he admitido. Es más, sé que he hecho daño, incluso a gente que no se lo merecía del todo. Pero no me considero peor que la mayoría. Todo eso son cosas que pasan en la vida, y además sucedieron mucho tiempo atrás. Así que el asesino de Titán tenía que ser, sin más, un loco desaforado.

Le di mil y una vueltas al caso, y por fin lo vi claro. La causa de aquel desvarío no podía tener nada que ver con mi vida, sino con mis novelas. Sé que son amargas, claras y sin concesiones. Las lombrices que siempre nadan en las pútridas aguas dominantes me han acusado con frecuencia de racista: no soportan que uno tenga sus ideas propias y a contracorriente, y menos aún que las exponga con coraje.

Sí, no podía ser otra cosa. Algún grupo minoritario y ofendido (¿acaso no lo están siempre?) me había condenado. Algún fanático miserable había dictado mi condena de muerte y no iban a faltar sicarios para ejecutarla.

Pero esa escoria no se merece tal satisfacción, y por eso he decidido ahorcarme. Dejo estas aclaraciones para que, cuando me encuentren, sepan dónde buscar a los culpables. Y pido que me entierren junto a mi Titán; aquí les dejo el plano para encontrar su tumba.

¡A la mierda!

FIN

© 2009. Luis Sanz Irles. Todos los derechos reservados.

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