Autor: Vicente Luis Mora
Título: Centroeuropa
Editorial: Galaxia Gutenberg
Páginas: 184

Una de las primeras lecturas de 2021 ha sido Centroeuropa, de Vicente Luis Mora, ganadora del Premio Málaga de novela (un premio en alza) de hace dos años. Es una buena novela que merecería una reseña más articulada, pero el poco tiempo y las muchas prisas me llevan a presentarles, en su lugar, una transcripción casi literal de mis notas de lectura. Es, pues, la crónica de una lectura o, a lo sumo, una reseña en construcción: cimientos y algunas vigas maestras con unos pocos arreglos posteriores, incluyendo la secuencia de su exposición, que no siempre se corresponde con el orden en el que fueron garabateadas. He aquí las notas:
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Parece que la identidad del narrador-protagonista va a ser uno de los temas centrales de la novela. Desde muy pronto el narrador duda de su cometido y de su método, y se interroga a sí mismo:
…lo que deseo escribir no se entenderá bien a menos que […] ¿O quizá debería ir más allá…?
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La novela arranca con una prosa de apariencia burocrática, de atestado, aunque con buenas hechuras. Muy pronto la prosa alcanza densidad literaria y nos topamos con un párrafo de mucha calidad y magnífico ritmo:
Y sí, contaré con todo lujo de detalles la tensa conversación que tuve con el alcalde Altmayer el día de mi mudanza al Oderbruch, poco después de asomarme al río Oder y ver su plata espléndida deslizarse sin prisa camino del norte; he de contar la charla que tuve con el regidor en cuyo transcurso comencé a atisbar las complejidades de aquellos días de la tercera década del siglo en que llegué aquí…
(«He de contar»: La novela está sembrada de estos amagos de prolepsis [flash forwards en el caso de que, por cualquier incomprensible razón, prolepsis les parezca pedante y flash forward no]).
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El narrador baila la yenka con la arquitectura temporal de la novela, saltando constantemente hacia delante y hacia atrás:
…a esa nueva aberración volveré más tarde, pues creo por fin llegado el momento de regresar al día anterior.
Curiosamente el narrador justifica estos titubeos, este aparente desorden, confesándose inexperto en el arte de narrar. Al hacerlo se nos recuerda que estamos dentro de un relato, de un artefacto que no es resultado del azar, sino de actos conscientes, de elecciones del narrador:
Soy consciente de mi promesa de transcribir la conversación con Altmayer…
Y en otro momento:
Quiero contar un detalle que estimo importante
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Estamos ante una narración autorreflexiva, de alguna manera metanarrativa, consciente de ser eso mismo, una narración, y deseosa de compartir con el lector esa su naturaleza. Al hacerlo, consigue una importante «desfamiliarización» (que para los formalistas rusos es uno de los rasgos que más distingue un texto literario de otro que no lo sea); la mayoría de los lectores están acostumbrados a que un relato simplemente «lo sea» sin más, y se fija en lo que se narra, no en el hecho mismo de la narración. Aquí no, aquí se nos obliga a ver a cada paso el artificio del acto narrativo, que acaba convertido en un personaje más.
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La ficción fantástica también enseña la patita, cuando algunos de los cadáveres que Redo desentierra incansablemente con su pala visten uniformes que parecen del futuro y hay referencias a cruces cramponadas, en las que fácilmente reconocemos la cruz gamada y a los nazis. Estos cadáveres también dan pie al esperpento, como cuando se los entierra de pie dejando fuera medio cuerpo, haciendo de siniestros espantapájaros.
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Con frecuencia el narrador levanta la vista del cuaderno donde escribe esta historia y se dirige a los lectores. Parece una premeditada táctica para ganarse su confianza (que buena falta le hace). Es una especie de captatio benevolentiae.
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El fraseo va cobrando un excelente ritmo, una cadencia muy adecuada a lo que está contando. Hay una estupenda descripción de un recorrido en carromato. La sintaxis del fragmento refleja bien la lentitud del viaje, que parece no alcanzar nunca su destino. Las frases se alargan, se encadenan, se estiran con morosidad, como si tampoco ellas pudieran llegar a su destino: concluir el párrafo.
Llegué en mi carromato al Olderbruch tras atravesar ocho comarcas de la vieja Marca de Brandenburgo; sabía que Szonden, el pequeño pueblo donde se ubicaba el trozo de tierra que constituiría mi nuevo hogar, estaba ubicado a la orilla del Oder, el ancho río que separa la Vieja Marca de la Nueva, no lejos de Fráncfort del Oder, casi a medio camino entre Berlín y Kostrzyn, una ciudad de raigambre polaca. Szonden es una localidad tan pequeña que su nombre era y aún es sólo conocido en las proximidades, lo cual me obligaba a preguntar por Fráncfort o por Lebus para no perder el camino; mi caballo daba muestras de agotamiento tras el viaje larguísimo arrastrándonos al carro y a mí, un trayecto de un día entero y nueve horas desde Magdeburgo…
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…mi esposa Odra —ése no era su verdadero nombre…
Odra, nombre extraño, es el palíndromo de Ardo, pero juega con la fonética de Oder, igual que Redo, el nombre del protagonista y narrador, es, obviamente, Oder al revés. Además, el apellido de Odra es un extraño Churbredo, casi el palíndromo de Oderbruch. El autor parece gustar de estos entretenimientos.
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En los diálogos el autor usa un ardid tipográfico: no se representan a la española, mediante rayas indicando los distintos dialogantes, sino a la anglosajona, es decir entrecomillándolos, pero además, los parlamentos del narrador van en cursiva, para distinguirlos de los demás intervinientes. Es como una llamada de atención al lector, un «atento, no me pierda de vista, no quite ojo de cuanto digo, porque no soy de fiar y a veces podría estar mintiendo». De hecho el narrador acaba reconociendo su naturaleza mendaz:
La mentira, mi papel, nuestro plan, había llegado a buen término […] no descubrir mi verdadera identidad, no revelar mis orígenes. Aún hoy, tanto tiempo después, no me he atrevido a hacerlo. […] Quizá lo haga.
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Odra, la difunta mujer de Redo, fantasmagóricamente presente en un ataúd que su viudo lleva sempiternamente consigo, se dibuja como la única certeza en un tiempo difuso, sin coordenadas estables. «Un ángel inverosímil» se la llama.
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Mora adensa la novela mediante algunos recursos clásicos del abracadabra novelístico, de modo que lo que cuenta el narrador está en un manuscrito que ha sido traducido y cuya traductora también interviene con notas a pie de página, convertida en una narradora en segundo grado, si bien, hay que decirlo, nada abusiva.
Así pues, el dudoso Redo, el historiador Moltke (otro personaje, que se llama así mismo «historiador inventivo»), la traductora y, oscuramente detrás, el autor.
«¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?», se preguntaba Borges.
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Una de las imágenes de más impacto y que además desempeña un importante papel en la novela —tanto en el desarrollo de la trama como en un plano simbólico— son los cadáveres congelados que el protagonista no para de desenterrar. Estos, además, tienen la sobrenatural cualidad de no descongelarse nunca, ni aun bajo el sol y el calor. Para el lector que haya leído a Eliot es fácil establecer enseguida una conexión de naturaleza intertextual con tres versos de La tierra baldía: «El cadáver que plantaste hace un año en tu jardín / ¿ha echado brotes ya? ¿Florecerá este año? / ¿O la súbita helada le ha estropeado el lecho?».
También hay evidentes ecos kafkianos en lo absurdo de no lograr desembarazarse nunca de esos cadáveres, que vuelven a su vida una y otra vez, configurando una asfixiante pesadilla.
Centroeuropa, que es Europa por antonomasia, se nos va dibujando como un inmenso cementerio helado (algo bien reflejado en la bella y gélida sobrecubierta: grandes y escarpados bloques de hielo rotos y amontonados en desorden, como emergiendo de la tierra, rota por toda suerte de conflictos y catástrofes.
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El cronotopo de la novela es la región de Oderbruch (Prusia), en pleno siglo xix. Hay mucha historia de Europa en la novela y sin ser del género histórico, sí parece que la historia la explica y justifica. En realidad, el tema central de la novela no es tanto la verdadera (y hasta el final celosamente velada) identidad del protagonista, cuanto una reflexión sobre la inserción (o el naufragio) del individuo, de cualquier individuo, en la enorme masa semoviente de la historia.
No siempre esa atención a la historia tiene un resultado plenamente feliz. Hay, por ejemplo, una crítica (deduzco que autorial) a las ideas políticas de Constant. La impresión que deja es la de que ha habido que valerse de un calzador para meter ese comentario, y el esfuerzo afea la página. Las digresiones y meditaciones filosóficas que siguen a ese fragmento se nos antojan ajenas a la novela y, por ende, perturbadoras e innecesarias. La historia urdida por al autor ya contiene implícitas muchas reflexiones de esta naturaleza; se basta y se sobra para mantener nuestro interés y lograr una estimable calidad literaria, sin necesidad de estas «injerencias». Estas injerencias aumentan a medida que nos acercamos al final de la novela, que en igual medida va abandonado la escueta relación de los acontecimientos para adentrarse en la filosofía, la historiografía y el psicoanálisis, con elucubraciones prescindibles, como la metáfora a cuenta del mito de la caverna o ingeniosidades «aforísticas» como: Los ricos no se enamoran, sólo se encaprichan.
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El autor, con estupenda intuición que ha informado la arquitectura de la novela, no deja que el cronotopo sea un simple espacio en el que colocar su relato; antes bien, le da vuelo e importancia mediante abundantes referencias a la cultura y a otros textos de la época. Una de esas referencias intertextuales, de hecho la más evidente (como lo señala Rebeca García Nieto en su reseña en Letras Libres de enero 2021) es la desmedida novela de Fontane Antes de la tormenta, cuya trama sucede en esa misma región y casi en esos mismos años. Cuando caemos en la cuenta de esta referencia literaria, entendemos también por qué el autor, Vicente Luis Mora, le dedica su novela a la germanista Helena Cortés Gabaudan, traductora de la novela de Fontane. Centroeuropa bebe, con provecho, de Antes de la tormenta, de la que pueden venir numerosos apuntes sociológicos y ambientales, pero también detalles de ambiente, menores aunque muy enriquecedores, como, por ejemplo, los apuntes etnográficos sobre unidades de medida: las yugada, las medias herraduras.
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El protagonista, Redo, parece personificar el nuevo mundo que nace tras la Revolución francesa, y es uno de los primeros campesinos propietarios y libres en su región.
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Hay burdeles vieneses, barbas postizas y viejas pitonisas que parecen topos.
A guisa de resumen:
La novela Centroeuropa puede verse como una Santísima Dualidad narrativa: dos narraciones distintas y un sólo texto verdadero.
Por un lado, y siguiendo las insidiosas instrucciones, más o menos veladas, del narrador, el lector puede caer en la tentación de leer la novela en clave teleológica y pensar que toda ella está encaminada a un fin, a un único (o al menos principalísimo) propósito, que es el que la justifica, a saber: la resolución del misterio, la revelación de esa sinuosa identidad sobre la que se ha mentido, disimulado o confundido al lector durante tantas páginas.
Por otro lado puede leerse la novela sin obsesionarse con esa revelación —que no es sino otro elemento más del artefacto literario de Mora—, con lo que la novela expande sus valiosos aspectos históricos, psicológicos y hasta filosóficos (más los implícitos que los explícitos), y se nos aparece como una reflexión, bellamente urdida, de la identidad de cada uno de nosotros y de todos los nosotros que nos han precedido, los abrumadores avatares de la historia.
El primer itinerario lector es menos valioso que el segundo, pero tiene una virtud y un papel nada desdeñable: propiciar, una vez llegados al final, un repaso de todo lo leído, una segunda lectura sumaria, a la luz de las claves que se nos hacen visibles tras haber conocido, por fin, «el secreto», y que nos permiten interpretar mejor algunas de las actitudes, decisiones y hasta emociones del narrador, hasta ese momento veladas por gasas de incertidumbre.
Centroeuropa es una buena y original novela que justifica el premio recibido y lo robustece.