(Nota: todas las traducciones de los fragmento citados son mías).
A la última y recién publicada novela del celebrado Michel Houellebecq, Soumission, suelen enmarcarla en el subgénero de la política-ficción. Adscribir novelas a uno u otro género no suele interesarme, pero no es fácil evitarlo; parece haber una obsesión en muchos lectores y críticos por delimitar el terreno de juego antes de acometer una lectura sin sentirse incómodos.
Sin embargo, más que de política-ficción, que no deja de ser una ligereza, yo digo que estamos ante una novela de terror; más aún, ante una buena novela de terror. El complemento del nombre es aquí importante porque, si prescindimos del asunto de su género, titubearía antes de afirmar que es una buena novela; si quitáramos el sintagma preposicional “de terror”, sería más circunspecto y me limitaría a decir que estamos ante una novela discreta e interesante, sin más alharacas.
Pero antes de llegar a este busilis, detengámonos, fugazmente, en otras cosas.
Houellebecq ha elegido para esta novela una estructura narrativa simple y lineal. No hay juegos temporales y la acción se desarrolla, con parsimonia, de manera lineal, sin zigzags ni analepsis ni prolepsis (para los adictos a los anglicismos: flashbacks y flashforwards). El narrador, François, es el protagonista de una historia, su propia historia (narrador autodiegético), que avanza mediante algunos, no muchos, puntos de giro nada traumáticos y poco subrayados: el tiempo que pasa, el narrador que va envejeciendo y los cambios en su vida que le vienen dados ―impuestos, más bien― por los acontecimientos externos y los inexorables cambios biológicos.
Aunque no se trate de un recurso novedoso, uno de los aspectos más interesantes de la novela es la contraposición entre la vida privada del narrador, insustancial y anodina pese a un relativo y discreto fulgor intelectual, y los “grandes acontecimientos” que están acaeciendo a su alrededor, en una Francia que vive, sin apenas darse cuenta (¡esto es lo verdaderamente terrorífico!), un cambio trascendental. El devenir de ese cambio de época enmarca las pequeñeces cotidianas de un solitario, un intelectual apático casi hasta la acedia, egoísta e inane, en el colapso de una civilización y su sustitución por otra, magnos fenómenos que nuestro personaje contempla con una perpleja pero dócil curiosidad.
La dimensión intelectual del protagonista es un factor de peso en la novela. Con ella parece probable, pero no evidente, que la intención del autor sea la de criticar, con gran violencia soterrada (soterrada, sí, pues en la superficie hay casi un tono de complicidad) el papel de los intelectuales en el colapso de una civilización que culmina con su rendición completa. François es un académico, un universitario en un sistema del que él mismo afirma:
Les études universitaires dans le domaine des lettres ne conduisent comme o le sait à peu près à rien […] un système n’ayant d’autre objectif que sa propre reproduction.
Los estudios universitarios en el ámbito de las letras no llevan, como es sabido, a casi nada […] un sistema sin otro propósito que su propia reproducción.
…tant d’intellectuels au cours du XXe siècle avaient soutenu Staline, Mao ou Pol Pot sans que cela ne leur soit jamais vraiment reproché ; l’intellectuel en France n’avait pas à être “responsable”, ce n’était pas dans sa nature.
…muchos intelectuales a lo largo del siglo XX apoyaron a Stalin, Mao o Pol Pot, sin que se les hubiera reprochado nunca en serio; en Francia el intelectual no tenía que ser “responsable”, no está en su naturaleza.
Para acentuar más la voluntad caricaturesca, François es un especialista en Huysmans, es decir, en un autor minoritario, raro (se sacó de la manga el “naturalismo espiritualista”) y con una fuerte caracterización religiosa, que viró ―muy significativamente en una novela que nos cuenta el triunfo del islamismo― hacia el catolicismo más estricto, llegando a hacerse oblato benedictino, él, que había escrito la biblia del decadentismo: el fastuoso e irritante Au rebours con el inolvidable Des Esseintes y su tortuga empedrada de joyas. Tal vez no sea casual que el autor haya elegido, como principal referencia intelectual de la novela, a un autor que, más que ningún otro, representa la Decadencia, así, con mayúscula y en cursiva. (Añadiré, desnudándome impúdicamente ante quien me esté leyendo, que a mí, escritor, Huysmans me interesa mucho, lo que no me impide reconocer su condición de segundo espada, aunque talentoso, eso sí).
Literariamente hablando, Sumisión parece haber sido escrita con una cierta premura, y su calidad general deberse más al oficio que al talento de Houellebecq. En las primeras páginas parece incluso esbozar una sutil justificación cuando escribe:
…un auteur c’est avant tout un être humain, présent dans les livres, qu’il écrive très bien ou très mal en définitive importe peu, l’essentiel est qu’il écrive et qu’il soit, effectivement, présent dans se livres…
…un autor es, antes que nada, un ser humano presente en sus libros; que escriba muy bien o muy mal importa poco, en fin de cuentas; lo esencial es que escriba y que, efectivamente, esté presente en sus libros.
Si cito estas líneas no es porque esté de acuerdo con ellas, que no lo estoy, sino porque podrían estar revelando un presentimiento, o un plan, del autor con respecto a esta novela que, repito, está escrita con eficacia y oficio, más que con talento y brillantez. Esta última no falta, aquí y allá, pero debe convivir con momentos de dejadez en la prosa, que se revelan, por ejemplo, en adjetivaciones fallida y pretenciosamente banales (brutalité stupéfiante; égoïsme implacable ; délicieusement Belle Époque) o en descripciones manidas (elle abordait chaque fellation comme si c’était la première, et que ce devait être la dernière de sa vie / acometía cada felación como si fuera la primera y fuese a ser la última de su vida).
Pero, a la postre, estos descuidos de estilo no le restan un ápice de capacidad para atrapar al lector, que puede deslizarse por la trama, sin tropiezos, hasta su triste conclusión, desembocada en una oración flagelante (pese a su apariencia inocua), que encierra en sus cinco palabras la inquietud y el horror que poco a poco se va apoderando de nosotros. (No, no voy a reproducirlas, para que nadie me acuse de destripatramas).
Pero, ¡alto aquí! Sin duda soy arrogante al hablar con tal descaro de “nosotros”, pues habrá lectores, unos cuantos, me temo, a quienes la novela y su desenlace no produzca miedo, sino regocijo.
La “gran historia” que cuenta la novela y que se desarrolla en paralelo a las pequeñas miserias personales de François (en quien a veces resuenan la voz quejumbrosa y las lamentelas de un Philip Roth, con toda esa atención mórbida a enfermedades y decrepitudes), es ya bien conocida de todos, merced al amplio eco (¡toma cliché!) que la aparición de la novela ha tenido en los medios: un partido musulmán logra hacerse, democráticamente, con el poder en Francia y, en pocos años, cambiar la política, el derecho y las costumbres del país, que termina, pronto, por aceptar la poligamia, la sumisión de las mujeres, su exclusión del mundo del trabajo y, en general, las costumbres, creencias y valores mahometanos). El control absoluto y sin resquicios de la educación, incluida la universitaria, es inmediatamente colocado como una de las máximas prioridades del nuevo gobierno, que alcanza con facilidad su objetivo gracias al dinero saudí, que funciona como bálsamo reparador de orgullos y vaselina suavizadora de rasgaduras y sodomías morales y políticas.
El protagonista tenía una relación amorosa con una judía, pero esta decide emigrar a Israel en vista del cariz que están tomando los acontecimientos (la sutileza no ha sido aquí una preocupación de Houellebecq). Poco después, con inusitada facilidad, se deja convencer por unos cuantos argumentos simplones para convertirse al islamismo, lo que le abre de nuevo muchas puertas profesionales y un futuro radiante. La venalidad del protagonista se pone otra vez de manifiesto cuando le dejan claro que, en casos como el suyo, la poligamia no solo está tolerada sino que es recomendable. La visión de la más joven de las esposas del nuevo rector de su universidad, una atractiva y vivaracha quinceañera, rebosante de salud y de más cosas, llena su cabeza con encendidas imágenes de huríes y remata la labor proselitista.
Pero lo que de verdad sobrecoge y causa espanto ―y con esto llego a donde quería llegar desde el principio de estas notas― es la docilidad fatalista con la que, en poco tiempo, la sociedad francesa acaba aceptando el nuevo estado de cosas, que empieza cuando la izquierda clásica francesa, derrotada en las urnas, acepta formar parte de una coalición con el vencedor partido musulmán, para lo que no tienen gran dificultad en elaborar enseguida una batería de excusas biensonantes. Esa rendición sin lucha es lo que nos produce un horrible desasosiego y cuya explicación bien podría estar en las palabras de uno de los colegas de François, también convertido al islamismo:
Cette Europe qui était le sommet de la civilisation humaine s’est bel et bien suicidé, en l’espace de quelques décennies.
Esta Europa, que fue la cima de la civilización, se ha suicidado, palmariamente, en el curso de unas pocas décadas.
Michel Houellebecq, Soumission. Flammarion 2015. ISBN: 978-2-0813-5480-7