Termino de leer Pedro Páramo cuarenta años después de que lo leyera por primera vez. Con culpable retraso estoy en camino de obedecer a su autor, Juan Rulfo, a quien una vez le oí decir que es este un libro para leerlo tres veces.
Quienes se preguntan —nos preguntamos— con insaciable y genuina curiosidad, y hasta con angustia a veces, qué es la literatura, aquí hay una respuesta: literatura es esto.
Rulfo, el sobrio, quería escribir la ambigüedad y el desconcierto, y lo hizo.
La lectura de Pedro Páramo no es fácil ni cómoda. Nos mete enseguida en un reino de brumas que no es de aquí ni de allí y del que pronto no sabemos salir. Ni siquiera estoy seguro de que podamos salirnos una vez terminada la lectura. Grilletes de palabras. “Incauto. Has empezado a leerme, pues aquí te quedas, conmigo, para siempre”. Eso parece decirte el libro cuando apenas llevas deambuladas unas páginas.
Los críticos hablan de los numerosos planos narrativos, del realismo mágico, bla bla bla… Sí, está bien, pero no apetece entrar en esos prosaísmos cuando uno aún anda entre los muertos de la novela y entre los paisajes fantasmales y el inconcebible fatalismo que tiene atados de pies y manos a todos los personajes e incluso a los paisajes.
Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
Así, con un tono que nos recuerda vagamente a Gabriel Miró, nos empezamos a adentrar en un mundo incomprensible y que, además de eso, pronto lo sentimos como asfixiante, brutal, eterno:
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
(Sólo por ese «Después de trastumbar los cerros» la novela merece nuestra devoción asombrada).
La narración está organizada con el descarado propósito de confundirnos, de hacernos zozobrar. Lo consigue, por suerte. ¿Cómo estar, si no, entre los vivos y los muertos, entre las tumbas y las iglesias y los montes desolados?
Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga.
El arrebatador arte de Juan Rulfo se nos aparece por todas partes:
Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire.
El hilarante color popular:
…me lleva la rejodida con ese hijo de la rechintola de su patrón.
Y algo después:
—Es que estuve en el velorio de Miguelito, padre. Y se me pasaron las canelas. Me dieron de beber tanto, que hasta me volví payasa.
Las intuiciones fulgurantes:
Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace.
Y las imágenes estupefacientes:
Está acostada con los brazos detrás de la cabeza, pensando, oyendo los ruidos de la noche; como la noche va y viene arrastrada por el soplo del viento sin quietud.
(A veces, todo hay que decirlo, se le va un poco la mano, a Rulfo, y quiere engordar, hinchar, la voz poética de su historia y va un poco más allá de lo prudente:
El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche.
Pero esto pasa muy pocas veces en un texto que provoca admiración y asombro).
Juan Rulfo ha escrito, en pocas páginas, una de las mejores novelas jamás escritas en español.
Ladies and gentlemen: Pedro Páramo.
Juan Rulfo. “Pedro Páramo y El llano en llamas”. Planeta. ISBN 84-08-06643-9