Charla en la jornada Otros abriles: T. S. Eliot en Málaga, celebrada el 12 de abril de 2018.
Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas
Sanz Irles
Buenas tardes:
Supongo que lo que nos congrega hoy aquí es un interés compartido por este inmenso poema de TS Eliot y el deseo de ahondar en él o, en otros casos, de acercarse por primera vez y entender el porqué de su fama.
Ojalá que todos estos propósitos se cumplan.
Los intervinientes hoy seremos José Antonio Montano, escritor y columnista, Manuel Arias Maldonado, profesor de ciencias políticas y ensayista; Juan Francisco Ferré, novelista y profesor de literatura; Vicente Fernández González, traductor y traductólogo y yo mismo, Sanz Irles, escritor y divulgador literario, sensu amplo.

De izda. a dcha: Montano, Arias Maldonado, Férnandez Glez., Sanz Irles y Ferré.
En su nombre y en el mío, gracias por acompañarnos, y gracias también a la Sociedad Económica de Amigos del País, por dejarnos usar su casa con tanta generosidad.
Lo que tenemos previsto es lo siguiente:
- unas intervenciones que hablarán de esta obra desde distintos ángulos
- la recitación de unos pocos fragmentos de la última versión de La tierra baldía al español, que es la mía, y, dulcis in fundo,
- la audición del poema completo, en un montaje audiovisual que hemos preparado, con la voces de los grandes actores británico, muy eliotianos ambos, Alec Guinness y Fiona Shaw.
Sépanlo ya: la recitación de los 434 versos de LTB dura 25 minutos. Para hacerla más fructífera, tendrán ustedes el texto en pantalla, en inglés, de forma que podrán, a la vez, oírlo y leerlo. La experiencia, créanme, merece su tiempo, pero si se les revelara excesivamente indigesta, pueden abandonar la sala, sin rémoras, cuando quieran. Nadie se lo reprochará, si lo hacen con prudente silencio.
Y, eso sí, por favor no se olviden de volver a encender sus teléfonos móviles al terminar.
Empezaré yo mismo, con algunos apuntes sobre el impacto (la palabra es certera en este caso) que el poema ha tenido sobre mí.
Leí La tierra baldía por vez primera a los diecisiete años, en una traducción —creo que la del puertorriqueño Ángel Flores— que andaba por mi casa, vale decir, por la casa de mis padres; mi inglés de entonces no permitía mayores alegrías.
La sensación que recuerdo de aquella lectura fue la de extrañeza. El poema fue en todo momento un objeto inverosímil, a ratos grotesco, a ratos inquietante, casi siempre incomprensible. Fue siempre un objeto al que observar desde fuera y con cierta aprensión.
Uno de los primeros impactos fue a resultas de notar, enseguida, que estaba ante algo importante, pero sin saber decir por qué. Esa confusión provenía de muchos y divergentes estímulos, por ejemplo, de ver la mezcolanza de pasajes sublimemente estilizados, de alta cultura, high brow digamos, al lado de alusiones a la brutalidad y la fealdad: dentaduras postiza, colillas flotando, píldoras abortivas, cadáveres en el jardín, o junto a escenas de una comicidad surrealista y rimada:
Oh, en la señora Porter brilla la luna resplandeciente
Y en su hija igualmente
Y se enjuagan los pies en agua efervescente.
El caso es que nunca entré en el poema, y la razón es sencilla de entender: hay que tener armas para abrirlo que yo, entonces, no tenía; no es un poema fácil.
La segunda lectura, años después, ya la hice en inglés, y aunque no logré abrir del todo las puertas del poema, si creo que pude empujarlas hasta que hubo hueco para asomar la cabeza y echar un vistazo rápido a sus oscuros penetrales.
Pasaron otros años y por fin logré —mucho mejor pertrechado ya— entrar en su interior. Desde entonces lo leo, casi ritualmente, una vez al año, mes arriba, mes abajo.
El poema echa pronto raíces en sus lectores, y en muchos casos se queda para siempre.
Su resonancia en mí es, a veces, puramente intelectual, otras, intensamente estética y, las más de las veces, emocional; pero en los tres casos es real y es fuerte, muy fuerte.
El hermetismo del poema no viene de su lenguaje, de su léxico, que no es especialmente difícil, sino de su simbología y del desmesurado aparato erudito, no ya que lo rodea, sino que lo constituye.
La erudición nos suele resultar antipática, excepto, supongo, si nos parece justificada, lo que pasa es que en literatura no suele estarlo. En este caso sí lo está, y porque sentí que lo está, porque comprendí, a la tercera, que no era un vano despliegue de pavo real, no detecté en esa erudición que hay casi en cada línea, ni un gramo de arrogancia.
Así pues, proclamo bajo mi entera responsabilidad que La tierra baldía
es un poema erudito, pero no presuntuoso ni arrogante.
La justificación de ese despliegue de alusiones eruditas, o culturales, si lo prefieren, está en la gran importancia que T. S. Eliot da a la cultura, en general, y a la literatura en particular.
Además no podemos olvidar que los primeros modernistas —Stravinski en música, Pound y Eliot en poesía, Matisse en pintura y otros más— partían de un convencimiento: el de que el gusto popular se había corrompido, infectado de sentimentalismo banal y de un alma kitcsh. Por eso su modernismo fue el intento de recuperar lo que ellos tenían por sinceridad y por esfuerzo honrado y riguroso, el necesario para crear arte y no bazofia.
Eso implicaba a veces luchar por reestablecer la continuidad —una palabra clave para entender La tierra baldía— entre el arte que ellos querían hacer y las grandes tradiciones de nuestra cultura.
Estoy seguro de que este asunto de la tradición cultural en Eliot será abordado en otras intervenciones, así que me limito a mencionarlo al paso, diciendo, eso sí, que mi impresión es que dicha importancia, dicha obsesión, casi, no es por la cultura en abstracto, sino porque Eliot cree —y lamenta hondamente— que nuestra gran cultura común (la europea, la occidental), fue interrumpida por la 1ª Guerra Mundial, tras un fluir continuo de pensamiento y creaciones de dos mil años, siglo arriba, siglo abajo.
(Recordemos que el poema se publica en el literariamente prodigioso 1922, ¡el mismo año que Ulises y que el cuarto volumen de En busca del tiempo perdido!).
La gran pregunta que queda flotando en el poema es si tal interrupción era ya irremediable o todavía no.
La pregunta sigue vigente.
Porque, en efecto, es ya un lugar común decir que La tierra baldía representa la civilización occidental que se extingue por sus propios excesos y para la que ya no hay redención. Pero repito: ¿no la hay? ¿O sí? La crítica está dividida entre quienes creen que el poema de Eliot es, a la postre, pesimista (esto se ha acabado) y quienes sostienen que contiene posibilidades de optimismo (esto puede recuperarse aún).
Eliot no se mostró de acuerdo —aunque afectaba modestia— con que su creación tuviera tanta responsabilidad simbólica, y dijo:
Unos cuanto estudiosos me han honrado al interpretar mi poema como una crítica contra el mundo contemporáneo, como un importante texto de crítica social. Para mí no fue más que abrir una válvula para que saliera una queja totalmente personal e insignificante contra la vida; no es más que un refunfuño rítmico. Just a piece of rythmical grumbling.
La tierra baldía nos invita a múltiples itinerarios lectores posibles.
Puede haber un itinerario urbano: Londres, principalmente, pero también Munich, en esa Alemania con al alma hecha trizas después de la Gran Guerra:
O Esmirna, de donde nos llega un comerciante eminentemente levantino:
el señor Eugunides, el mercader de Esmirna
sin afeitar, con uvas pasas llenándole un bolsillo
Y junto a la capital del imperio británico, otras ciudades imperiales:
torres que se derrumban
Jerusalén Atenas Alejandría
Viena Londres
irreales
Y además, Cartago, en el verso 307, o hasta un Boston elidido, al que se aludía en el primer borrador del poema, antes de que Pound lo saqueara.
Otro itinerario geográfico posible convierte al poema en objeto de una excéntrica cartografía: la India, Oriente próximo, Europa, norte de África. El poema, de hecho, termina en las riberas del Ganges.
Pero hay también itinerarios no geográficos. Sociales, por ejemplo, como cuando saltamos de los recuerdos aristocráticos de la condesa Marie Larish que habla de su primo el arhiduque y sus recuerdos de tiempos dorados, a la discusión de un matrimonio burgués —disfrazada con un desenfrenado manierismo hecho de tronos bruñido, techos artesonados, pámpanos ubérrimos y perfumes exóticos, y muy probablemente aludiendo a las disfunciones de su primer matrimonio— y después volvemos a saltar de estos recuerdos expresados con lenguaje relamido, a una escena tabernaria de proletarios y jerga popular, que la maestría técnica de Eliot casi nos hace oír como si hubiésemos estado sentados en la mesa de al lado.
Estos múltiples itinerarios no son solo espaciales, sino que pueden ser también temporales, como cuando en un solo verso pasamos del Londres del primer cuarto del siglo XX a las guerras púnicas, en un contraste de una eficacia literaria fulminante:
Entonces vi a un conocido y lo detuve gritándole: «¡Stetson!
¡Tú que embarcaste conmigo en la batalla de Milas!
El cadáver que plantaste hace un año en tu jardín,
¿he echado brotes ya?…
El alucinante salto en el tiempo está reforzado por un surrealismo que mezcla la sorna y lo macabro.
Y, naturalmente, están los itinerarios históricos y culturales, las célebres y cuantiosas citas y alusiones: Chaucer, Shakespeare, Dante, Ovidio, Baudelaire, Dickens, las leyendas artúricas, Wagner, Nerval, Buda, John Webster, Herman Hesse, San Agustín, Safo… la lista es apabullante.
Todo esto, y mucho más, es La tierra baldía.
Quiero terminar con lo que me parece más notable de esta grandiosa obra,
al menos en tanto que artefacto literario, y que formulo así:
la fragmentación estructural del poema, tenida por su principal rasgo formal, lo dota, paradójicamente, de una espectacular (e inopinada) unidad.
Esa estructura fragmentaria, sobre la que hay mil y una tesis doctorales, se detecta enseguida; es más, se menciona explícitamente en el verso 431, ya casi al final, y que he elegido como título de mi charla:
These fragments I have shored against my ruins
Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas
Pero, como decía, no debemos dejarnos engañar.
El poema, por debajo de su forma de gran centón, de su conspicua fragmentación —de temas, de personajes, de voces, de referencias— se muestra como una obra unitaria, compacta, completa, bien organizada. Ese es, estoy convencido, uno de los grandes logros artísticos de Eliot en The Waste Land: unidad de sentido a través de la pulverización de la estructura formal.
Descubrir tal unidad —o quizás mejor, llegar a sentirla— es una de las grandes satisfacciones intelectuales que puede tener el lector de este poema.
Esa extraña unidad que se advierte bajo la fragmentación proviene, según yo lo veo, de dos planes, urdidos con una superior inteligencia literaria y artística:
Primero:
Un designio temático, sobre el que no tengo el propósito de extenderme ahora, pero que tendría que ver con la idea de la historia y sus océanos de tiempo convergiendo en el presente, y
Segundo:
Un tono, un estilo solemne, rítmico, declamatorio, oracular, que atraviesa el poema desde el primer verso hasta el último. Proclamo que:
La tierra baldía es un formidable artefacto sonoro.
A este aspecto, para mí clave y fuente de un indecible goce estético, le he dado mucha importancia en mi traducción, y a él se han supeditado, a veces, otros elementos del texto. Por ejemplo, el verso 4 dice:
Dull roots with spring rain
Todas las traducciones que conozco respetan la presencia de spring y hablan de lluvia de primavera o lluvia primaveral, cosa muy comprensible. Yo, sin embargo, he omitido la referencia estacional, y traducido por:
las embotadas raíces con sus lluvias
¿Por qué?
Por respeto al ritmo, a la cadencia del verso —y del poema—. Añadir de primavera o primaveral, es decir, añadir cinco sílabas a un sintagma que originalmente tiene dos, fusila métricamente el verso, y sobre todo al principio del poema esto era algo demasiado oneroso. Me pareció más importante transmitir esa decidida voluntad de ritmo que respetar esa referencia que, al cabo, poco añade, pues está claro que las lluvias de abril son primaverales.
Es verdad, anticipo la objeción, que spring conecta y juega con winter del verso cinco y el summer del ocho, pero no me pareció argumento de suficiente peso para quebrar la voluntad métrica de Eliot. Si en otro verso cercano hubiese aparecido autumn, entonces sí que no me habría atrevido a romper el evidente juego de citar las cuatro estaciones, pero no es así.
Es más, creo que Eliot escribió spring, sobre todo por razones de ritmo, más que de información semántica o simbólica. Quiten spring del verso 4 y queda Dull roots with rain, que también dinamita el evidente (y fascinante) ritmo buscado en los primeros ocho versos. Y junto al ritmo, la brillabte y eufónica aliteración que forman rain y spring.
Pero más allá de estas consideraciones, La tierra baldía es un poema fundamental del siglo XX, y hago un gran ejercicio de contención para no decir EL poema fundamental del siglo XX.
Con él cambia, radicalmente, la poesía, la forma de escribirla y la de leerla. Nadie que lo haya leído vuelve a la poesía con los ojos y los oídos que tenía antes para ella.
Y más allá de la crítica y de la teoría de la literatura, las lecturas —nunca una sola— atentas, pausadas, pero también arrebatadas, de La tierra baldía son una experiencia que nadie se debería negar a sí mismo.
Muchas gracias.