Archivos para Memorias

Hace ya tiempo publiqué este artículo en La Opinión de Málaga. Una fugaz conversación sobre Léon Bloy con un amigo me lo ha recordado y, aunque ya fuera de tiempo (no de contexto), lo recupero en el blog:

 

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Léon Bloy

Me gusta leer los diarios de los escritores de mi predilección. Es un viaje peliagudo a su universo íntimo y encrespado.
Inolvidables los de Léon Bloy, francés chauvinista, católico ultramontano, intolerante, cascarrabias, misántropo sin fisuras, efervescente, faltón, místico, ponzoñoso, irrepetible y combativo hasta la extenuación. Su lema lo retrata con fidelidad: «La tregua, ¡jamás!».
Estremecedor el anónimo Una mujer en Berlín, que narra los horrendos días de una alemana en una ciudad recién ocupada por los rusos (¿o se dice «rusos y rusas»?). Lo más terrible: la frialdad, casi aceptación fatal, con que la víctima narra tanta atrocidad sin aspavientos ni concesiones al melodrama.
Días malditos, de Iván Bunin, desolador, casi apocalíptico, mostrando el amedrentamiento y consiguiente derrumbe moral de una sociedad entera ante el totalitarismo bolchevique.
Los prolijos diarios de Tolstói: longevo, patriarcal, lujurioso, inmenso, soberbio, aristocrático, religioso, generoso pero misógino, tal vez enfermo de ética, perseguidor infatigable de la justicia y el perfeccionamiento personal, asceta y sobre todo escritor inconmensurable. Una contradicción viviente y torrencial. (Murió refugiado en la casa del jefe de estación de la aldea de Astapovo, después de haberse fugado de su casa, harto de su mujer, ¡a los 82 años!).
Y también los de Dostoievski (Diario de un escritor), los del magistral húngaro Sándor Márai, los del conmovedor Barbellion
El último diario, recién terminado, lo empecé hace algún tiempo en el Hotel Oriental de Bangkok. Es un lugar sensual e improbable para semejante lectura; la parte antigua del hotel, llamada «Ala de los escritores», rebosante de ecos coloniales, o la terraza junto al río Chao Phraya en un amanecer ocre con aroma de mangos maduros, en nada se acompasan con la atormentada peripecia creativa y vital del extraordinario escritor rumano Mihail Sebastian.

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Mihail Sebastian

Página tras página asistimos atónitos al rapidísimo crecimiento, en la Rumanía de mediados del siglo XX, del más insidioso antisemitismo, esa hidra voraz siempre presta, como el halcón en su alcándara, a lanzarse sobre cualquier sociedad en cualquier época y parte del mundo. Un antisemitismo que contagió a la élite intelectual del país: Mircea Eliade, Nae Ionescu y hasta el posteriormente enaltecido Cioran, que al menos tuvo la decencia de reconocer su error. Quien quiera saber cómo la sinrazón se propaga cual rabioso virus por toda una sociedad, tiene en estos diarios un observatorio de privilegio. Su lectura es primero ensordecedora, pero termina envolviéndote en un silencio aterrador y monstruoso.

 

Tras sumergirse en libros así se acaba aturdido y desasosegado.
Pero hay remedios, aunque no se busquen. A fin de cuentas siempre se regresa a casa de estos viajes, y nada más llegar la chirle realidad nacional lo arranca a uno de estos desgarrados estados de conciencia a base de coscorrones. Oír a Rajoy, por ejemplo, desgranando mediante silencios, elipsis y supuesta socarronería gallega su pensamiento político podría recordarnos la broma de Baroja sobre El pensamiento navarro, un periódico cuyo nombre era, según él, una contradicción de términos. O ver a la ministra Trinidad Jiménez en campaña, revoloteando de la ceca a la meca, ígnea melena, Hipatia de nuestros días, todo desparpajo, gorjeando risas y lugares comunes y desparramando progresismo desde su inextinguible sonrisa en ese revuelo que ha sido el psicodrama de Jiménez contra Gómez, del que ha salido nuevamente escaldada, mecachis con este Gómez, me recordaba, quién sabe por qué, los joviales versos de Rubén Darío:

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Rubén Darío

La marquesa Eulalia risas y desvíos / daba a un tiempo mismo para dos rivales: / el vizconde rubio de los desafíos / y el abate joven de los madrigales.

Y si no, la anécdota de hace unas semanas, harto reveladora de cómo tenemos el patio. Un señor del Partido Popular, cuyo nombre ni recuerdo, dice una ridícula bobada a cuenta del acento malagueño de Trini (seguimos con ella). La memez era de tal porte que ni siquiera merecía ser comentada, pero la tentación era muy fuerte para según quién, y saltó Bibiana Aído, embestidora fogosa, diciendo que lo que pasa es que algunos no soportan que el andaluz sea el acento de la solidaridad y la justicia, o algo así. Después se lamenta de que el Frankfurter Allgemeine la haya retratado con un vejatorio ¡Papá, que soy ministra!
Si soportar estas cosas es el precio a pagar por oxigenar la mente de tanta lectura tormentosa, tal vez sea demasiado alto.
Qué cansancio, verdaderamente. Qué fatiga infinita.

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Herzen doliente

Como la primera vez que los leí, los capítulos titulados Un drama familiar, del cuarto volumen de las memorias de Alexánder Herzen,  han vuelto a estremecerme. Buena parte de este volumen ―su vida entre 1848 y 1855― lo consagra Herzen a explicarle al mundo, pero sobre todo a sí mismo, por qué su amantísima esposa se entregó a una sórdida aventura con Georg Herwegh, un poeta alemán, dizque condottiero fracasado (eran años de revoluciones), al que Herzen, con una saña que sólo los cornudos que han descubierto su condición consiguen destilar con tan prístina pureza, despedaza una y otra vez, página tras página, mordisco tras mordisco, vituperio tras vituperio. A fe mía que consigue dibujar un retrato demoledor de su ofensor. Tanta es su vileza, tamaña su iniquidad, su bellaquería, su infamia, su infantil egolatría, azuzada, arropada y encubierta por la de la propia Frau Herwegh, quien no sólo conoce su frenético idilio con Natalia (la mujer de Herzen), sino que lo ampara y estimula (al decir del burlado), que no es posible no tomar partido, compadecerse del pobre marido de tan cruel manera vilipendiado y desearle a Herwegh la más horripilante de las muertes, qué sé yo, por inmersión lenta en una tinaja de sulfúrico, por ejemplo, o  devorado en vida por un ejército de escarabajos de la patata.

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Natalia Herzen

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Alexander Herzen

Mi comentario anterior iba de adúlteras. Las lecturas de Anna Karénina y Madame Bovary me han hecho recordar las impresionantes páginas que leí, hace años, en las  memorias de Alexander Herzen (ruso, a pesar de su nombre) que se titulan, en inglés, My past and thoughts. Son unos cuantos volúmenes y en uno de ellos, que fue el primero que abrí, al azar, cuando me compré la obra, me di de bruces con una extraordinaria narración de su dolorosa cornificación, de cómo y por qué (pero en esto último, ¡ay y mil veces ay!, se engañaba a sí mismo) su amada esposa se lio con un poetastro (creo recordar) y lo coronó, no de espinas, sino de astas.

La narración -un largo mugido literario, como preso de un extraño síndrome de Estocolmo- que hace Herzen me tuvo en vela toda la noche, sin poder dejar la lectura hasta que la terminé. Voy a releerla estos próximos días y espero dar más cumplida cuenta de ella. Creo que interesará a muchos.

En la última entrada hablé de las memorias de Nadiezhda Mandelstam, y me detuve fugazmente en la fotografía que ilustra la portada de la edición de «Acantilado».

Hace un rato, con el libro aún sobre la mesa, he estado contemplando esa foto con más calma y ensimismamiento. Esto es lo que he visto:

Una expresión que aúna, sin ningún aspaviento, resignación, ironía, desesperanza y hasta una difuminada bondad. Pero en su postura el cuerpo se niega a reclinarse, a dejarse llevar, y en su manera casi pasional de sujetarse la rodilla con una mano se trasluce una resistencia rebelde ante la adversidad, subrayada por un estilizado cigarrillo entre los elegantes dedos de la mano derecha.

La ventana filtra una claridad que le ilumina medio rostro, rostro que sigue siendo hermoso hasta el arrebato y exultante de personalidad.

Se la ve diminuta, delgada, casi evanescente, a punto de evaporarse ante nuestros ojos, pero intuimos que si eso pasara, dejaría tras de sí una estela de belleza y tristeza, que siempre estuvieron uncidas a su vida, larga y dura.

Un vestido de lunares, y a su alrededor silencio, ausencias y recuerdos.

Sus memorias se titulan «Contra toda esperanza»

Ni una palabra más alta que otra.

Este puede ser el resumen de las 600 admirables e impresionantes páginas en las que Nadiezhda Maldelstam, la mujer del gran poeta ruso Osip Mandelstam, cuenta sus últimos años bajo el horror estalinista, antes de la muerte de su marido.

Acantilado presenta una cuidada edición con una fotografía en portada que suscita mis primeras emociones: una mujer enjuta y pesarosa, pero conservando un aire de altiva indiferencia y un hermoso pudor de anciana que preserva su dignidad ante la cámara y ante el inmenso sufrimiento que fue su vida.

En el prólogo, Joseph Brodsky nos habla del enorme orgullo, casi altanería, de Nadiezhda (que en ruso, por cierto, significa «esperanza»). Y las palabras de Brodsky iluminan el texto, porque lo que de él se trasluce es firmeza en sus ideas y una extraña y elegante mezcla de fatalismo y dignidad.

El relato de esos años terribles se hace con un comedimiento asombroso que, además de elegante, acaba siendo eficaz.

Las memorias de la época soviética ya son un género en sí mismas (Solzhenitsyn, Ivan Bunin, etc.) y este libro es otro sobrecogedor y conmovedor ejemplo.

En el prólogo leemos:

mandelstam

Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción la que confiere significado a la realidad. Hay una jerarquía en las percepciones (y por consiguiente entre los significados) en la que aquellas adquiridas mediante los prismas más refinados y sensibles ocupan la cima. Es la cultura, única fuente de suministro, la que aporta a dichos prismas el refinamiento y la sensibilidad; es la civilización, cuya principal herramienta es el lenguaje.

A lo largo de todo el libro, la escritora lamenta el estado de postración fatalista de la sociedad rusa ante el horror (otro denominador común del género «memorias de la época soviética»).

[…] habíamos enmudecido y aparecieron los primeros síntomas del letargo.

[…] estaba prohibido comparar los designios con las realidades […] dirigentes prácticos […] que prohibieron audazmente todo estudio de la realidad.

Nadiezhda Mandelstam acusa a la intelectualidad rusa de una capitulación masiva ante el estalinismo, y luego añade:

Los vencedores tendrían que haberse sorprendido de la facilidad con que obtuvieron la victoria, pero la aceptaron como algo que les era debido, porque creían en su razón. Ellos traían la dicha del género humano.

La autora cita, aquí y allá, palabras de su marido, casi siempre tan certeras como amargas, como cuando le dijo: ¿Por qué se te ha metido en la cabeza que debes ser feliz?

Y a partir de ellas, ahonda Nadiezhda:

¿Quién sabe lo que es la felicidad? La plenitud y la intensidad de la vida quizás sean una noción más concreta que la tan decantada felicidad.

El interés del libro se ve incrementado por las abundantes referencias (a veces crueles, y siempre inteligentes) a muchos amigos del matrimonio y a personajes célebres de la intelectualidad rusa de la época: Ajmátova, Pasternak, Gumiliev…

Otra sorpresa, y no la menor, es la intrínseca calidad de la prosa de Nadiezhda Mandelstam, que ofrece pasajes de una intensidad verdaderamente admirable.

Un libro único y grandioso. Una de mis mejores lecturas en mucho tiempo.