Adúlteras

3 enero, 2014 — 1 Comentario

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El premio concedido a Víctor Gallego por su traducción de Anna Karénina (publicada en Alba minus), me sirvió de pretexto para volver a zambullirme en esta inmensa novela (e intentar luego un harakiri por no haberla escrito yo), que había leído cuando muy joven e inexperto, sin enterarme ni de la mitad de cuanto me he enterado ahora. Y es que, claro, haber tenido tiempo de vivir en persona el cornerío desde dentro, desde fuera, de perfil y de soslayo, de haber sido víctima, victimario, espectador, narrador, narratario, corneador y empitonado, y de haber desempeñado todos los demás papeles que suelen darse en estos dolorosos sainetes, da tablas y hace escuela.

Y ya metidos en harina, en cuanto terminé Anna Karénina (AK) me leí en otro arreón Madame Bovary (MB), la otra gran adúltera de la literatura moderna (con el permiso, como me recordaba una amiga sabia y leída, de La Regenta, de la que me estoy ocupando estos días). Como la cosa iba un poco de comparaciones, en lugar de volver a leer el texto en francés agarré una vieja traducción hecha por Carmen Martín Gaite, ya que, para mi eterna desgracia, no sé ruso y no era cosa de leer a Flaubert en directo y a Tolstói a través de su vocero, pues la comparación se habría resentido.

Primera conclusión, algebraica: AK≠MB . Vamos, que no. La de Flaubert sigue siendo una grandísima novela, pero es hacerle injusticia leerla justo después de haber leído la de Tolstói. Ante Anna Karénina, nuestra buena Madame palidece. Pero, como dije, la cosa iba de comparaciones, qué le vamos a hacer.

Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.

Esas son las memorables frases con las que se abre Anna Karénina, que, con igual razón o incluso con más, podría haberse titulado Konstantín Levin, más protagonista, si cabe, que la propia Anna.

Bueno, así empieza la novela según Víctor Gallego, porque según la traducción de Ed. Iberia, que también anda por casa, lo que Tolstói escribió fue, más bien, esto:

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo para sentirse desgraciada.

Me quedo con la de V. Gallego, mucho más eficaz, sin esas innecesarias redundancias (“unas a otras”, “cada familia”).

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Gustave Flaubert

Flaubert empezó a publicar su novela, por entregas, 17 años antes de que empezara a aparecer Anna Karénina. No sé si Tolstói leyó Madame Bovary, aunque cabe suponer que sí, pues era un lector voraz y dominaba el francés, sin embargo, suponiendo que así fuera, no parece haber tenido la menor influencia en él. Anna Karénina se inspiró en un suceso real, el suicidio de una conocida de Tolstói, y además presenta temas, ángulos y tonos que nada tienen que ver con la gran obra burguesa de Flaubert. El mismo ambiente aristocrático en el que suceden las peripecias inventadas por Tolstói establecen ya una tremenda diferencia con el mundo provinciano, pueblerino, de clase media, en el que vive y pena Emma Bovary. El carácter realista de MB ―escrito con mano maestra, sin duda― contrasta con el tono de AK que, a pesar  de describir salones y bailes y fincas de labranza y establos y estaciones de tren, resulta filosófico y espiritual de una manera extrañamente subyugante.

Ambas adúlteras se suicidan, por cierto, ¡pero de qué formas tan distintas! En un capítulo prodigioso e inolvidable, Anna, sumida en la melancolía, se arroja entre las ruedas de un tren en marcha. En un par de líneas la tragedia queda consumada.  Emma, por su parte, incendiada de cólera y celos, se come un puñado de matarratas y después se muere ante nuestros ojos a lo largo de páginas y páginas, en las que Flaubert decide no ahorrarnos el toque naturalista, con vómitos negruzcos incluidos. A la poesía de Tolstói, Flaubert le opone una ruda brutalidad forense. (Tolstói nos ofrece algo similar, pero en una figura secundaria, el hermano de Levin, y el naturalismo de esas escenas queda siempre supeditado a la dimensión espiritual del hecho de la muerte y de las vivencias del moribundo).

Si nos ponemos irreverentes podríamos decir, sin marrar demasiado, que  Emma Bovary acaba convirtiéndose en un pendón desorejado… en un putón verbenero, vamos. De Anna jamás se podría decir eso. He aquí otra diferencia, no baladí, entre ambos retratos.

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¿Qué está mirando Flaubert?

Ambos artistas, por cierto, evitan terminar sus novelas con la muerte de la heroína, como podría haber sido previsible. Pero mientras que Tolstói aprovecha esos capítulos postreros para cerrar, de manera convincente, varios temas aún abiertos y lo hace de un modo que quedan perfectamente integrados en el corpus general de la novela, Flaubert nos endosa unos fragmentos bastante absurdos y gratuitos sobre la ridícula mediocridad de un personaje secundario, un boticario, que sigue coleando sólo porque Flaubert quiere que colee, sin que medie razón convincente para ello. La narración del derrumbamiento final del marido burlado (de lo que sólo se entera tras la muerte de su mujer) tiene sentido y remata la novela, pero las memeces del farmacéutico Homais dan la sensación de que llegados a ese punto, a Flaubert se le escapó la historia de las manos.

Ya advertí, y debo recordarlo otra vez, que comparar ambas novelas no iba a dejar bien parada a Madame Bovary, que, pese a todo, es una novela soberbia y admirable.

El preciosismo de la prosa de Flaubert contrasta también con el estilo desaliñado de Tolstói, que escribe como si huyera del “estilo” (y, claro, acaba por tenerlo, personalísimo, como era inevitable). Lo que pasa es que tiene tanto que decir (más que Flaubert), y es tan asombrosa su capacidad de observar y penetrar en el alma humana (más que Flaubert), que no necesita entretenerse en hacer marquetería fina con sus palabras. Necesita escribir y escribir y escribir, casi torrencialmente, para que no se le escapen los pensamientos, las ideas.

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Lev Tolstói

Conste, empero, que para mí la literatura son textos en los que el lenguaje reivindica un papel protagónico, tan importante, si no más, que la historia que se nos cuente. Pero Tolstói es una de esas excepciones que hace que no me importe ese ―más aparente que real, es verdad― arrumbamiento del lenguaje a un segundo plano.

En lo que se refiere a las técnicas narrativas, me parece fuera de duda que AK es mucho más audaz y más moderna. A lo largo de la novela, sobre todo hacia el final, van apareciendo fragmentos narrados en estilo indirecto libre, por ejemplo, y también pasajes que, de forma habilísima y hermosa, prefiguran los monólogos interiores y el flujo de conciencia que después bordarían Joyce, Woolf et al.

Los pensamientos más diversos se entreveraban en su imaginación. «Marie Sánina se alegra de que haya muerto su hijo… Qué bien estaría fumarse ahora un cigarro… Para salvarse basta con creer, y los monjes no saben nada de eso, sólo la condesa Lidia Ivánovna…¿Y a qué se deberá esta pesadez que siento en la cabeza? ¿Al coñac o a lo extraño que es todo esto para mí? En cualquier caso, creo que hasta el momento no he hecho nada inconveniente. De todos modos, no puedo pedirle nada. He oído decir que te obligan a rezar. Con tal de que no me pidan nada semejante. Sería demasiado estúpido. ¿Y qué bobada es eso que está leyendo? Aunque lo cierto es que pronuncia bien.

Tolstói no desprecia nunca a ninguno de sus personajes y siempre presenta algún rasgo personal de cada uno de ellos, hasta de los más secundarios, para que no desfilen como meros objetos, sino como personas (también Flaubert lo hace, por cierto, aunque algo menos. Digo yo que los novelistas que desprecian a cualquiera de sus personajes son unos desalmados. ¡Ea!). Los personajes de AK se construyen repitiendo muchas veces, con pocos cambios, alguna de sus características más peculiares. Así por ejemplo, vemos que Oblonski ensancha el pecho una infinidad de veces en muy pocas páginas, con lo que nos queda claro su vigor, campechanía y cierto orgullo de clase.

Esta técnica del “gota a gota” también la aplica a otros componentes de la narración, y nos hace ir averiguando cosas y entendiendo sentimientos y situaciones mediante una breve y espaciada, pero incesante, acumulación de detalles, con frecuencia de índole psicológica.

Ambas novelas presentan dos planos distintos pero inevitablemente complementarios: las historias personales y la descripción y crítica sociales, pero, siendo eso cierto, la dimensión social adquiere mucho más peso en la novela de Flaubert (de nuevo el naturalismo que asoma la patita) que en la de Tolstói, que, a pesar de los pesares, se nos aparece como la historia de la vidas de Anna, Konstantín, Vronksi, Kitty y otros cuantos, antes que como la crítica (que existe y es bien ácida) de la sociedad en la que viven esos personajes. En Flaubert, habiéndoselo propuesto o no, el aspecto social acaba prevaleciendo o, al menos, teniendo la misma importancia que el de las vicisitudes de los personajes.

He dicho que Tolstói logra mayor profundidad y complejidad en la exploración del alma, del carácter de sus personajes, pero eso no significa que Flaubert no consiga a veces una profundidad y una agudeza deslumbrantes, como cuando, tras haber hecho mención a ciertos gestos, palabras y besos que Emma le dedica a su segundo amante, se pregunta:

¿Dónde habría aprendido aquella corrupción que casi se hacía inmaterial a fuerza  ser profunda y camuflada?

Dos prodigios literarios, estas novelas, y solo me atrevo a hacer una sugerencia: no hagan como yo; no las lean seguidas. Déjenlas respirar, porque las dos son de grandísimo hálito. Las gozarán más y no serán injustos con Gustave Flaubert, quien, en un arranque de sinceridad, llegó a jurar que Madame Bovary era él.

Se merece que lo leamos sin compararlo con el incomparable.

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  1. Middlemarch « Lapsus calami – Blog de Sanz Irles - marzo 27, 2016

    […] de prodigiosas novelas. Entre 1860 y 1890 aparecen Grandes esperanzas (Dickens), Guerra y paz y Ana Karénina (Tolstói), Alicia en el país de las maravillas (Carroll), Crimen y castigo y El […]

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