Todos los conocemos, aunque no nos hayamos detenido a ponerles un nombre: son esos momentos, mágicos de verdad (¡por una vez!), en los que, de improviso, un recuerdo no buscado nos toma por asalto y se mete en nuestras cabezas sin que lo hayamos llamado y sin pedirnos permiso. Cualquier cosa puede liberarlos —son un genio en su lámpara—, sobre todo los impactos sensoriales (un olor, un sabor, un sonido…).
Entoces el pasado regresa, pero con tal furia, con tal ímpetu, con tal viveza, que se funde, indistinguible, con el presente: no recordamos, sino que revivimos. Con esa magia grandiosa e inexplicable, algunos grandes escritores han construido asombrosos edificios. Están ahí, con las puertas entornadas para que entremos en ellos cuando queramos. O cuando nos atrevamos.
Lo maravilloso de En busca del tiempo perdido es la nitidez (artística) con la que Proust sabe mostrar ese fenómeno sobrenatural y universal (porque todos lo conocemos, nos demos cuenta o no) de la memoria involuntaria. Ese soplo divino, siempre incontrolable, caprichoso, que nos hace recordar, de repente y sin que lo hayamos querido, algo inesperado que yacía en un abismo insondable, «en el pozo prohibido a nuestras sondas»¹ y que, al reconocerlo, nos damos cuenta de que lo habíamos creído perdido para siempre.
Un olor, un sabor, una tenue melodía que se escapa de un piano por una ventana entreabierta en una tarde de estío y de hastío, un tañido de campana, una golondrina que vuelve a su nido con un gusano en el pico, una nube rasgada por el viento, un perrillo que agita la cola, una falda que se estremece por encima de las corvas, el balido de una oveja perdida en el campo…, y de pronto revivimos algo de nuestra vida pasada. Lo revivimos en su más asombrosa completud. No como se reconstruyen las cosas mediante la evocación voluntaria que, como operación intelectual que es, filtra, poda, escoge, barniza y, por lo tanto, miente, sino con el candor de lo que ni se ha buscado ni se controla. Nos llega, gracia infinita, e igual que nos llega se nos va.
Pero estas fastuosas dádivas de la memoria involuntaria nunca salen gratis.
Su placer trae aparejada la penitencia: son, casi siempre, cruelmente fugaces. Unos minutos, si tenemos mucha suerte; segundos casi siempre y a veces ni eso: un suspiro, una mariposa volitando en la brisa. Queremos retenerlos, aferrarnos a ellos, pero cuanto más ahínco ponemos en atraparlos, más deprisa huyen de nosotros. Son duendes caprichosos, como esos sueños hermosos de los que apenas recordamos dos o tres impresiones vaporosas al despertarnos y en cuanto probamos a reconstruirlos se desvanecen del todo, riéndose de nosotros.
Entonces nos quedamos atónitos, hechizados como la cobra ante el balanceo de la flauta de su encantador, dolidos por la fugacidad de la impresión, pero agradecidos por su intensidad y su fulgor, porque, más que recordar, hemos revivido lo inefable: aquel momento en que fuimos felices o creímos serlo.
Por la maestría con la que Proust pinta las hazañas de la memoria involuntaria —la suya y la nuestra— y por cómo construye su inmenso universo en torno a ellas, la lectura de En busca del tiempo perdido es un opio y, a la vez, un acto de fe en nosotros mismos.
Zotes, abstenerse. (Impacientes, también).
¹ …d’un gouffre interdit à nos sondes. Baudelaire. (Le Balcon – Les fleurs du mal).
Sobre todo esto puede leerse, con provecho, «Proust» de Samuel Beckett (Marginales Tusquets, 2013. Trad. de Juan de Sola).