Hay autores hipertróficos al igual que los hay anémicos.
Proust es sin duda uno de ellos, de los hipertróficos, como un atlante que cargara sobre sus hombros la tradición de la novela occidental para ponderar el peso narrativo que una obra puede resistir. Escribir A la búsqueda del tiempo perdido fue una tarea (vámonos de mitos) ciclópea, tantálica y prometeica: a Proust le consumió la vida, encerrado en su laberinto como un minotauro sin más ariadnas que cientos de páginas en blanco.
Ventajas de la hipertrofia: la posibilidad de acercarse a lo inefable a fuerza de atosigar la escritura hasta sus últimas consecuencias.
Albertine disparue, el sexto tomo de la obra, narra una relación monstruosa y enfermiza y nos descubre nuevas miserias morales del narrador, pero también nos habla del dolor por el descubrimiento de la pérdida, el duelo… y el olvido. La psicología acude, con sus ortopedias, a mostrarnos los pasos de ese camino. Proust, más sutil, medita: Comme la souffrance va plus loin en psychologie que la psychologie! ¿Cómo contar con palabras lo que precisamente sucede más allá de las palabras? Sufrimos y, contra todo pronóstico (contra el pronóstico del propio dolor)… olvidamos. Pero el olvido es también una renuncia, una pérdida añadida, una distracción definitiva de lo que fuimos. Vamos, que el olvido se paga. La fugitiva no era solo la deseada Albertina: todos somos fugitivos de nosotros mismos.
Tolstói, otro hipertrófico, se acercó a estos terrenos pantanosos de lo inefable en un relato exquisito (qué digo exquisito: ¡prodigioso!) e igualmente arriesgado: La muerte de Iván Ilich. Hay en él una buena dosis de crítica social, de desenmascaramiento de los modos y maneras de la burguesía biempensante (aquí una digresión: ya se sabe que meterse con la burguesía es, en general, un valor seguro), con sus alardes decorativos, sus pechos bien ceñidos de seda para acudir a ver a Sarah Bernhardt, su seguridad económica ganada a pulso tras veinte años en el engranaje burocrático… Todo una gran mentira. En esa partida final, el desengaño y el rencor son las piezas coronadas del tablero. ¿Y qué hay más allá de esa gran mentira? Una negrura expandiéndose de forma acelerada, a una velocidad “inversamente proporcional al cuadrado de la distancia de la muerte”. Tolstói registra aquí, pormenorizadamente, esa gravedad anímica (tan ineludible como la gravedad newtoniana) de la agonía lenta, el tiempo de la perplejidad de su protagonista, deslumbrado por una sórdida lucidez sin asideros. ¡¡¡Literatura arrebatadora!!! Ni siquiera acude Tolstói al asidero teológico. La narración gira y gira alrededor de la más absoluta vacuidad para terminar en la apoteosis de un alarido que se extiende por los rincones de la casa burguesa durante tres largos días. Y también por los rincones de la historia de la literatura universal. Como la Albertina y el narrador de Proust, también Iván Ilich encuentra su descanso, fugitivo, en el olvido de sí mismo (que es el morir, en su caso).
En fin, igual otro día va y hablamos de la felicidad. Me ha salido un artículo sombrío, sin habérmelo propuesto.
Una última cuestión: ¿por qué el arte nos consuela incluso cuando no propone respuestas ni salidas ni soluciones al sufrimiento?
¡Ah. Saberlo!