Poco tiempo atrás aludía en otro post a unos pasajes de Cyril Connolly en los que él denunciaba que la simpatía ha arrinconado en nuestros días a la amistad, y la fraternidad ha dejado paso a una solidaridad mal entendida que el Estado promueve con intereses espurios.
Para compensar un poco la amargura del plañido, cuento ahora una anécdota reciente que también tiene que ver con la amistad, aunque envuelta en el anonimato. La semana pasada me escribió un lector, al que llamaremos K., para comentar algunos pasajes de mi última novela, Una callada sombra. El correo me sorprendió por lo detenido de su análisis y también por, ¿cómo decirlo?…, la cercanía. Yo no conozco de nada a K. Ni siquiera hemos compartido experiencias generacionales. Sin embargo, en su correo, mis personajes cobraban una insospechada vida, como si más allá de lo que yo supiera de ellos comenzara otra existencia independiente en el trato propio con un lector ignoto. Me habla K. de Pajarogrifo (no hay errata: es sin tilde) como si este fuera un conocido común cuyas intenciones y maneras pudiéramos comentar. En nuestros correos, Pajarogrifo es más real, mucho más real que nosotros mismos, meros entes atrapados en nuestros papeles abstractos de autor y lector.
Y lo mismo con ciertas descripciones: en el bar Zapico, un antro con olor a vino agrio y tabaco, un parroquiano sentado en un taburete ante la barra hace rodar una naranja sobre el mostrador con la palma de la mano. En algún momento, en una escena tensa, “un rayo de sol, que ya desciende, la hace refulgir [a la naranja] de pronto como una ampolla de cristal fundido lista para que un soplido le dé forma”. Me cuenta el lector que esta imagen le ha recordado los claroscuros de George de La Tour o, mejor, a un Caravaggio, con ese “ambiente de maleantes —escribe K.— entre los que inopinadamente subsiste la pureza de la luz condensada en un segundo que los inmoviliza y los deja impresos en la retina”.
El autor (o sea, yo) se queda pasmado con tales apuntes. ¿¡Realmente he pintado un Caravaggio sin saberlo!? Pues parece que sí, pero para descubrirlo he necesitado el amabilísimo correo de K.: también él ha pintado ese Caravaggio. Además de Caravaggio, por supuesto.
¿Y no es esa labor colaborativa una forma de amistad? ¿No es el arte, todo él, una gran metáfora de la amistad? ¿Una manera de saltar nuestras limitaciones espaciales y temporales, y compartir nuestra experiencia, siempre tan paradójicamente íntima como común?
Lector, mon semblable, mon frère.
Quien tenga curiosidad por leer los breves fragmentos de la novela aludidos en este post, aquí los tiene.
Cuando tuvo al taxi fuera de la vista se puso a caminar hacia el Zapico, fijándose en mil detalles e intentando detectar posibles peligros. No sabía andar de otra forma. Era un hábito de años.
Palpó la pistola en el bolsillo del chaquetón, carraspeó un poco y entró.
Olía a vino agrio y tabaco, y al principio apenas veía nada. Hubo de acostumbrar la vista a las persianas medio bajadas para aliviar el resol. Permaneció junto a la puerta unos segundos, hasta que por fin empezó a ver. Sus ojos entrenados hicieron enseguida la instantánea de la escena: el barista, alto, fornido, calvo, con un mandil sucio, fumando un pitillo detrás de la barra. Un parroquiano frente a él, en un taburete estrecho, con una cerveza en la mano y una naranja que hacía rodar sobre el mostrador con la palma de la mano, adelante y atrás, como si estuviera amasándola. […]
[…] El olor a vino agrio se ha hecho más intenso. Con el sobre del dinero en la mano izquierda, Pastor se pone lentamente de pie. Mientras se lo guarda en el bolsillo le dice a Carrasco que no piensa pagar hasta que haya comprobado si la información es verdadera, que no debe preocuparse porque cobrará todo su dinero, pero que lo hará a su debido tiempo, que el negocio se iba a hacer según sus reglas y sus reglas eran esas.
El barista y el tipo del taburete se han corrido al extremo de la barra. El tipo no ha parado de hacer rodar la naranja bajo su mano. Pastor cree sentir él mismo la rugosidad de la cáscara masajeando su palma. Un rayo del sol, que ya desciende, la hace refulgir de pronto como una ampolla de cristal fundido lista para que un soplido le dé forma.Los dos viejos han salido precipitadamente del bar, y los tres colegas de Carrasco han apartado ruidosamente las sillas y están ahora de pie, mirándolo fijamente.
Carrasco se mantiene sentado y pueden verse las fibras de su huesudo cuerpo hincharse y pulsar.
—Esto no es así, compadre. Te estás equivocando mucho, hombre.
Su voz es sepulcral, un susurro casi inaudible que, sin embargo, corta el aire, y la luz que se refleja en la piel de la naranja parece encenderle medio rostro con llamas doradas. Se agarra con las dos manos a la mesa para incorporarse,sin quitar la mirada de los ojos de Pastor, pero antes de que pueda enderezar las piernas ve una pistola encañonándole la cara a un palmo de distancia [..]
Ese señor K… ¿de nombre Josef? ¿Fue procesado hace casi un siglo a causa de una calumnia, etcétera? Esto explicaría que tenga tanto tiempo para leer, y que lo haga con tanta perspicacia. Enhorabuena por contar con un adicto tan acreditado…
:)) Yo también me he preguntado, a posteriori, por qué decidí llamar K. a mi perspicaz lector. Jugarretas del subconsciente, I guess. Pero K. lo llamé y con K. se queda.
De La Tour, como Caravaggio, arrancaba la luz de las sombras. Quizá para K la lectura de tu libro haya surtido el mismo efecto lumínico que surge de las sombras de tu texto.
Muy buena la cita de Connolly, además la comparto.