
[…] se quitó la vida la noche antes, mientras yo escupía sobre ella follándome a Nina y bebiéndome, endemoniado que estaba, todo lo que salía de su cuerpo de áspide.
Estoy revisando las galeradas de mi última novela, Tulipanes y delirios. Es extraño, y hasta casi violento, volver sobre un texto propio después de haberlo tenido apartado algunos meses. Inevitablemente, la sospecha de que quizás la novela no sea todo lo buena que uno creía te sobrevuela con gesto torvo y garras de arpía.
Por otro lado, esa sospecha puede ser señal de que uno se va acercando, afanosamente, eso sí, al nivel que quería. Me ha salido una novela en la que violencia, sexo y humor se mezclan en distintas proporciones (digamos que con «geometría variable», como las alas de algunos aviones que se despliegan y repliegan en cada fase del vuelo).
Además de tantas cosas, la literatura es también un juego perverso, y los elementos autobiográficos que contiene toda novela multiplican esa perversidad mucho más allá de lo que el autor juzgaría deseable. Releo lo que escribí hace unos meses y me reencuentro con quien yo era… hace unos meses, aquel yo que escribía.
(Y recuerdo «El Grafógrafo» de Elizondo:
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía […])
El protagonista de Tulipanes y delirios, un tal Eugenio, podría parecerse vagamente a mí, a un yo de hace décadas, el que vivía en Ámsterdam, pero el parecido, de haberlo, es de peripecias y de escenario, no de actitud ante los acontecimientos. Autor y personajes se parecen, pero no, pero tal vez, pero sí…

Cada vez más ingrávido, con la vívida sensación de levitar, caminaba entre solitarias figuras flotantes que parecían moverse a cámara lenta envueltas en ropajes lanudos como mamuts; las bicicletas avanzaban hacia mí irradiando chispas y sus timbres eran melodiosos carrillones; cuando apoyaba la mano sobre los pretiles del Ámstel…
Es justamente la vaguedad del parecido lo que nos intriga al cotejar el rostro de dos personas. En el caso de gemelos, ese parecido suele maravillarnos y espantarnos a partes iguales porque enmienda la sensatez de la no-identidad. En mi caso, otros yo me acompañan ahora; entre ellos, el yo de hoy y el yo futuro, el que será identificado con el autor cuando Tulipanes y delirios salga de su madriguera en unas semanas: un yo público que vestirá mis mismos trajes y viajará en mi asiento y escuchará con curiosidad las opiniones de los lectores sobre esta novela cuyas galeradas están en mis manos.

Lo mejor de Mirena era su risa, que en su punto álgido recordaba el trino del abejaruco, y después sus nalgas, redondas, inmensas, semovientes, y su vulva, reventona como su boca, prieta y abultada, color tarta de moka por fuera y de un fuerte y casi sangriento rojo oscuro por dentro.
En mi relectura lo que más me ha llamado la atención es la veta existencialista, no porque esté oculta, sino porque no estaba es mis planes iniciales. Esa es otra perversión de la literatura: los libros propios te escriben mientras tú crees que los escribes, que los dominas; ni que decir tiene que los libros ajenos te leen (o sea, te retratan, te delatan). Según cuenta mi protagonista y narrador en la primera página (el resto es un flashback), el mundo se le ha derrumbado en un charco de desastres, de horror y despropósitos. En el plazo de unos pocos meses, todo a su alrededor (o dentro de él) ha sido zarandeado por lo imprevisible, por los abandonos y el sinsentido. Pues sí, el lector (yo, tú, él) algo avezado detectará un tufillo existencialista: Camus con su extranjería y Sartre nauseabundo.
No era mi intención tal cosa, y tengo dos buenas pruebas, o atenuantes con los que adelantarme a cualquier acoso desde este lado: el humor y el erotismo.
He trabajado con denuedo y sin remilgos las escenas eróticas y creo que han escapado indemnes del pavoroso peligro de la chabacanería (siempre antierótica, por cierto). Confío en que la densidad literaria y carnal vayan a la par. (En varios capítulos la novela puede ser un festín para onanistas con estilo. Con la venia, señor presidente: ¡Va por ellos!)
El venero de humor que irriga la novela desde el principio pudiera sonar aquí raro, pero en contraste con la violencia creo que consigue equilibrar ese clima general de desquicie y alucinada percepción de la realidad que tienen todos los personajes en esta historia de alienación, extrañamiento y, en una palabra final y contundente, soledad. Y así, en medio de la ruina existencial, uno puede navegar por el libro con un rictus de sonrisa en la boca…, aunque preguntándose todo el rato qué diablos hace gracia en semejante basurero moral.

[…] adormentándose placentero con su sabor en la boca, y por debajo del recto flequillo que le ciñe la frente, como la diadema de una emperatriz, perderme en el vacío de sus ojos cegados por las blanquecinas cataratas, cristalinos nublados, como velados por clara de huevo a medio batir.
Lo dicho: la literatura es un juego perverso. Opinaba Kafka que un libro debe ser un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros. Yo me conformaría con que Tulipanes y delirios fuera una navaja que destellara por un instante en los ojos de los lectores.
Bienvenida sea Tulipanes y delirios, tiene más de un lector seguro. Será un placer leerla.
¡Gracias! Ojalá que te guste. Os tendré avisados de su salida.