Featuring Lévinas, Martin Buber, T.S. Eliot y Luis Vives.
―Aquí estamos de nuevo, y me alegro. Ponte cómodo, por favor.
Se sientan frente a frente, separados por una mesita estilo Directorio, en dos sillas curules. Evitan sillones demasiado cómodos; sus encuentros son breves, una hora a lo sumo, y buscan un ascetismo que favorezca la gravedad. Adoptan aires patricios.
El anfitrión y su invitado son viejos amigos. Su relación ha conocido momentos mejores, más intensos y fértiles que en estos últimos años, pero aún conserva suficiente cordialidad y confianza para pasar ratos juntos, siempre que no se alarguen demasiado.
Mercedes Cebrián escribió Mercado común. MC por MC. MC2. Estoy formulativo.
Voy a hablar de poesía.
(Loco aleteo en el calvero. Desbandada general. ¿Qué quiere este tipo?).
La poesía interesa menos que poco, aunque aún gustan las trampas fulleras tipo «puedo escribir los versos más tristes esta noche».
El poemario de Cebrián lo ha publicado La Bella Varsovia, nombre picante y bello para una editorial.
Casi nadie lee poesía. Ni la mitad de los que dicen que leen poesía leen poesía. En la escuela no se estudia poesía. (¿Ganancia? Ya no hay que memorizar felonías como «las corderas vehementes / que se aparten imprudentes / de las madres clamorosas / morirán entre los dientes / de famélicas raposas»).
Pero Cebrián no se arredra y nos ofrece un breve manual de desquiciamiento de la realidad, en el que hasta los más refractarios a la poesía podrán hallar sombra reparadora en el reseco páramo de sus vidas prosaicas.
Roberto Arlt desde un balcón en la Ciudad de Buenos Aires (1935). | Wikimedia Commons
Hace unos días, recorriendo con el dedo, así como al desgaire, los lomos de los libros de mi casa, fui a dar con uno que ya no recordaba tener. «Como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin», escribió Borges. El libro era El juguete rabioso, del argentino Roberto Arlt..
Mi viejo ejemplar, de la editorial Losada, es de 1973, aunque la novela salió en 1926. Mi viejo ejemplar es delgadito, de pequeño formato, menesteroso y frágil; sus hojas no soportan sin rasgarse la visita de un lápiz afilado; son hojas venerables y exigen la caricia de una mina blanda y maternal; han adquirido un color infantil de tarta de moka. Lo compré en Ámsterdam ese mismo año, lo leí con interés y lo archivé. Me ha seguido fiel y anónimamente desde entonces, en una sucesión alocada de mudanzas, pero es ahora, con la segunda lectura, la buena, cuando puedo decir que ha entrado en mi vida, de la que ya no se irá.
¿Litetarura de la desesperación o literatura de la resignación? Aniquilar, la 8ª de Michel Houellebecq, ha resultado ser una gran novela larga, a pesar de ella misma.
Anéantir, la última novela de Michel Houellebecq, salió hace un mes, con la escandalera mediática que acompaña sus libros. La traducción española aún tardará unos meses. Para encontrar gallineros tan alborotados de críticos y lectores, habría que remontarse a Céline. ¡Menudo revuelo!
Anéantir, por supuesto, está siendo ya otro fenomenal fenómeno editorial. Houellebecq se mueve divinamente en esos altercados y follones: le gustan y le multiplican ventas, fama e influencia; él contribuye al guirigay exhibiendo impúdicamente sus habilidades mercadotécnicas en entrevistas donde juega con el contraste entre su escritura vitriólica y sus sucesivas imágenes públicas: antes la de un joven pulcro y modoso, ahora la de un hombre cercano a la vejez, nimbado por un aire enfermizo y frágil, que reflexiona a media voz y con silencios parsimoniosos y teatrales sobre los “grandes temas” que le preocupan. Parecería temerario adscribir esos ronroneos mediáticos a la rudeza de sus novelas. (La imagen que tuvo hace unos años, desharrapada y como sacada de una película de terror, ha sido cuidadosamente marginada hasta nuevo aviso).
Houellebecq tiene la simpática virtud de enojar a los puros, bien porque lo consideran un fascista de mierda, bien porque lo ven como un rojo de ídem; ora por ateo, ora por guerrillero de Cristo Rey.
El 7 de enero la industria editorial francesa tiene su propia epifanía y lleva al mercado sus novedades, en medio de una atención mediática y social que muchos envidiamos.
La industria editorial francesa no es cualquier cosa; en 2020 vendió 422 millones de libros. ¡422 millones! Eso son muchos libros. Puestos en línea y promediando grosores, haría falta una estantería de 10 550 km; una estantería que empezara en Pontevedra y terminara en Osaka. Eso es como si cada francés se hubiera comprado 6,3 libros ese año, aunque, claro está, libros en francés se compran y se venden por todo el mundo, no sólo en Francia o en la pomposona francofonía (más ruido que nueces, en realidad, pero subvencionada con largueza).
Este año sacan libro todos los jabatos y las tigresas de la literatura gala. La avalancha es de algo más de 500 nuevos títulos en pocos días: Éric Vuillard, Leïla Slimani, Pierre Lemaitre, Nicolas Mathieu, Frédéric Beigbeder, Philippe Besson, David Foenkinos, Pascal Quignard, Véronique Olmi, Nathalie Azoulai, Louise Erdrich y muchos más son los justos protagonistas de una gran fiesta de la literatura. Si hay una república que aún merezca ser llamada «de las letras», podría ser la República Francesa, (esa que condecoró al tío Alberto de Serrat).