Archivos para 30 November, 1999

Artículo publicado en The Objective el 18 de agosto de 2022 https://theobjective.com/cultura/2022-08-18/sable-incorrupto-bolivar/

Salen: Gustavo Petro, Simón Bolívar, Saint-Simon, Felipe de Borbón, Rubén Blades, El Cid, Carlomagno, Franco, Alejandro Magno, Salman Rushdie, Daoiz y Velarde, Horacio, Guy Debord et al.

Ha habido ruido de sables y voy a echar mi cuarto a espadas. Gustavo Petro, presidente de Colombia, ese hermoso país desmesurado y titánico, ha sacado a pasear el sable de Bolívar, mayormente para tocar los guayabos y dar la nota. «Qué buena la nota que dio ese trompeta», cantaba Rubén Blades en la divertidísima Ligia Elena.

Lo de sacar el sable me ha recordado a cuando Franco sacaba el brazo incorrupto de Santa Teresa. Franco tenía a Santa Teresa y Petro tiene a San Simón (no a Saint-Simon, que se dedicó a la «fisiología social», aunque Petro puede que también). Los comunistas ―que son como el dinosaurio del cuentecito― y los teologoliberadores de venas abiertas que aún quedan se han emocionado mucho con el paseíllo del sable de Simón, y en concreto a muchos de Podemos le ha entrado un baile de San Vito que aconseja tila.

Bolívar

Hay mucho símbolo en las espadas y de ellas están llenas la historia, las leyendas y la literatura. También hay literatura en muchas manifestaciones políticas, pero por lo general es mala, folletinesca.

Espadas, sables, cimitarras, bracamartes, falcatas, mandobles, katanas, alfanjes (floretes no, los floretes carecen de épica).

La Tizona y la Colada eran las espadas del Cid. La Tizona, en concreto, era del moro Búcar y Rodrigo se la ganó en Valencia. (No sabemos si el puñal con el que Hadi Matar ―Matar se llama― ha acuchillado a Salman Rushdie tiene nombre; si no, sus correligionarios deberían ponérselo enseguida. Por cierto, qué amarga ironía: al descomponer el apellido del acuchillado nos sale un “apresúrate, muere” en inglés).

No puede hacerse un artículo sobre espadas sin hablar de Excálibur, probablemente la espada más célebre. El rey Arturo la sacó de la piedra en la que estaba hincada y con su poder unió su país y expulsó a los invasores. Después organizó su gabinete en torno a una mesa redonda.

No sabemos aún si el sable de Simón también refulgía hasta cegar a sus enemigos, pero no cabe descartarlo. Deberían formar un comité de científicos cubanos para estudiar el sable. En cualquier caso, y puestos a dar espectáculo, el sable de marras se lo debían haber presentado a Felipe VI clavado en una piedra (el sable, no Felipe); Petro, entonces, lo habría intimado: «A ver si lo sacas, Borbón».

Todo el mundo tiene derecho a sus símbolos, e incluso a inventárselos. En España podríamos sacar los sables de Daoiz y Velarde cuando nos visita un mandatario francés, la Tizona del Cid cuando lo hace un jefe árabe o el espadín del celtíbero Caro de Segeda cuando venga el alcalde de Roma, pero hemos madurado y ya no lo consideramos necesario. El presidente Petro aún no ha llegado a eso y hay que darle tiempo.

Guy Debord

Aquí ya no hay más remedio que mencionar a Guy Debord, el comunista-situacionista que teorizó, con mucha astucia, sobre la sociedad del espectáculo. Yo creo que este Petro es un situacionista del siglo XXI y que se ha leído al maestro (aunque quizás embarulladamente y con poco provecho), porque esta ceremonia que se ha sacado de la manga olía un poco a «situación construida», una de las técnicas revolucionarias que recomendaba Debord y que definía como la confrontación entre un escenario (la ceremonia) y un comportamiento (el del rey Felipe: «¿eso qué es? ¿me levanto o no me levanto?»).

Bueno, más espadas. Una muy notable, aunque se la recuerde menos, es la Joyeuse de Carlomagno. Su importancia es histórica, pues ante ella se han coronado los reyes de Francia durante muchos siglos.

Las espadas, como se ve, acaban siendo símbolo del poder, del Estado, del Leviatán.

Con espadas se arman caballeros; con espadas se cortan nudos gordianos, desde que Alejandro Magno (otro Magno) cortara así el que anudó el campesino Gordias, cuando lo nombraron rey, sin otro mérito que haber sido el primero en pasar, ignaro, bajo la Puerta del Este. También con la espada se corta por lo sano, aunque suela ser preferible el bisturí.

Bajo la de Damocles, colgada sobre nuestras cabezas, vivimos agobiados por oscuras amenazas, como lo cantó Horacio en sus Odas:

«A aquél sobre cuya impía cabeza

pende una desenvainada espada

ni los manjares de Sicilia le proporcionarán un sabor agradable

ni el canto de las aves ni de la cítara

le harán conciliar el sueño;»

Destrictus ensis, escribió Horacio. «Espada desenvainada». Aunque no he podido ver ―en realidad no me ha interesado― si el sable que se sacó Petro iba desenvainado, la intención era la que denunciaba el poeta romano: amenaza. Amenaza y, por añadidura, jaquetonería y desplante.

Grandilocuente gesto. Lástima que del todo innecesario y anacrónico.

Artículo publicado en The Objective, el 7 de julio de 2022. https://theobjective.com/cultura/2022-07-07/otan-lienzos/

Corrado Giaquinto. Museo del Prado

Corrado Giaquinto, fecundo pintor rococó que vivió unos años en el Madrid dieciochesco, tiene muchos cuadros en el Museo del Prado.

Sin embargo no he podido saber si los jefes de la OTAN allí congregados han contemplado ―o visto, al menos― su Alegoría de la Justicia y la Paz. Si no lo han hecho, no se han perdido gran cosa artísticamente, pero en cuanto a la imagen (¡ah, la imagen!), ¡qué fallo de comunicación política! ¡Qué ocasión perdida de vanilocuencia pública! Esos grandes jefes, esos Toros Sentados allí de pie, Atlantes con el peso del mundo a sus espaldas (altas y agraciadas las del doctor Sánchez), contemplando con expresión experta las figuras femeninas de Justicia y Paz: dos jóvenes rizorrubicundas bien alimentadas ―sin llegar al embonpoint, que dirían los francófonos―, envueltas en ampulosas gasitas y túnicas romanas; Paz sostiene un ramito de olivo; están juntitas, arrimaditas, y a su alrededor se afanan unos angelotes nalgoncetes y mofletudos que con un fuelle atizan fuego, mientras otro sostiene en sus brazuelos un haz de pajizo trigo, («Otro escondía sus ojos bajo el ala», dice Eliot de uno de sus Cupidos en La tierra baldía); por detrás de Justicia asoma un ave malencarada (qué lejos queda / del lascivo cisne de Leda) y hay alborotados y amenazadores nubarrones de los que, no obstante, salen rayos de luz que parecen regar algo de esperanza sobre un mundo tumultuario. ¡Qué mensaje para nuestros esclarecidos líderes!

También hay que consignar que Justicia y Paz enseñan un pechito cada una y buscan besarse. Columbro un Biden agitado como gallina que ve lombriz.

Hasta aquí mi écfrasis del día.

Lo que sí hemos visto ha sido a Boris Johnson ―el bullicioso Boris de rubias guedejas― recorriendo salas del museo, en plan exquisito y conspicuo, alejado del parloteo de sus colegas y haciendo de involuntario pero eficaz jefe de claque. Boris, al cabo, es un hombre estentóreo que se sabe de memoria largos pasajes de la Ilíada en griego homérico y gusta de vociferarlos, quizás buscando compensar así el drama de no ser alto ni agraciado, que es privilegio de otros, exentos, por tanto, de aprenderse nada.

Boris mira

Todo este irvenir, todo este bulle-bulle de mandamases por el Prado me han traído al recuerdo un artículo del turinés Guido Ceronetti, escritor con boina y titiritero (no es metáfora: tenía un teatro de marionetas), incluido en el volumencito El monóculo melancólico, de jonjuarístico título. El texto de marras es El chino y la «desnuda».

Resulta que hace algunos años visitó Madrid, y el Prado, Li Xiannian, a la sazón Presidente de la República Popular China. Cuando pasó frente a las Majas goyescas, sobre todo frente a la desnuda, parece que maniobró de forma aparatosa para que los fotógrafos no lo cazaran demasiado cerca ni demasiado interesado en el cuadro. A partir de ese hecho pudibundo, Ceronetti arma una crítica hiriente del totalitarismo comunista chino y, algo misteriosamente, si han de saber mi opinión, se zambulle en la incompatibildad  entre el marxismo y el desnudo, que, nos recuerda, ya había sido señalada por Bujarin en 1925:

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El Dasein del psoe

16 febrero, 2022 — 2 comentarios

Artículo publicado en The Objective, el 27 de enero de 2022. https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2022-01-27/felipe-gonzalez-dasein-psoe/

En septiembre de 1976, a los diez meses de la muerte de Franco, el joven Secretario General del psoe, Felipe González, viajó a Ámsterdam para participar en el congreso de los laboristas holandeses. Europa (en aquel tiempo “¡Oh, Europa!”) ponía la mirada en España y Felipe empezaba a recibir apoyos internacionales, especialmente de sus camaradas europeos. El de los socialistas alemanes, decisivo en su carrera política, empezaba a ponerse de manifiesto y fue sólido y duradero. Felipe sabía que los socialdemócratas de Europa ya no apoyaban revolucionarios acelerados y que su camino hacia el poder pasaba por bajar el puño o por encasquetarle una rosa. Asuntos de diseño en buena medida.

También dio un mitin para emigrantes y exiliados españoles (estos últimos, cuatro gatos en realidad). Hubo gente en el mitin, aunque quedaban butacas vacías; quien de verdad llenaba teatros en Ámsterdam por entonces era Paco de Lucía, que se había casado allí con una hija del general Varela e iba a menudo. Era el año de Entre dos aguas; para Felipe, Entre dos pesoes.

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Artículo publicado en The Objective, el 20 de noviembre de 2021 (https://theobjective.com/elsubjetivo/zibaldone/2021-11-20/budapest-y-los-banqueros-de-la-ira/)

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Un fantasma recorre Europa, el fantasma de Viktor Orbán.

La historia de los húngaros del siglo XX ha sido un carrusel. Tras la Gran Guerra, con el desmembramiento del imperio de los Habsburgo, Hungría pierde más del 70% de su territorio. Se monta entonces una República Popular. Dura un año y tiene cinco jefes de estado y cinco de gobierno. Un desastre. Le sigue la República Soviética Húngara, dirigida por el comunista Béla Kun con el apoyo de los socialdemócratas, que aceptaron la abolición de la propiedad privada y la proclamación de la dictadura del proletariado porque la cabra tira al monte. Otro desastre. Dura cuatro meses. Tras el breve terror rojo se restaura la monarquía con el severo militar conservador Miklós Horthy de Regente, y empieza el Terror Blanco, que dura veinticuatro años oprobiosos, hasta 1944. Luego vinieron los cuarenta años de comunismo pro soviético: el terror blanco centuplicado y ahora rojo. Desmoronada al fin la pesadilla estalinista, la aburrida democracia del lechero que llama a las puertas de madrugada llega por fin a Hungría. Pero en ciertos lugares no se puede vivir mucho tiempo sin emociones fuertes y en 1998 Viktor Orbán gana las elecciones. Salió del gobierno unos años y volvió a él en 2010 con una sólida mayoría absoluta. Hasta hoy.

En cosas de Hungría soy un diletante devoto. Devoto del Danubio exazul; de Sándor Márai; de Ferenc Puskas, alias “Cañoncito Pum”; de la condesa-vampiresa Elisabeth Báthory; del arrollador ajedrecista Réti, que con la apertura que lleva su nombre derrotó a Capablanca; de Ilona Staller, “Cicciolina”, actriz sicalíptica húngara y diputada del Partido Radical italiano, y de Budapest, siempre de Budapest, donde recalo con cualquier pretexto. Las cadenas de su Puente de las cadenas son mis cadenas.

Camino de Transilvania para verse con Drácula, el enamorado Jonathan Harker anota en su diario al llegar a Budapest: “La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al este”. Esto del este y el oeste da mucho de sí, sobre todo porque los rusos siempre andan de por medio y juegan a no saber dónde están. En realidad creo que no lo saben y que se han inventado lo del alma eslava como coartada para sus titubeos anímicos. Yo pensaba que eran europeos, pero después empecé a viajar por Rusia.

En Budapest dan ganas de volver al tabaquismo para llevarse el pitillo a los labios, entornar los ojos mirando al gran río desde la terraza de uno de los grandes hoteles que lo orillan, exhalar lánguidamente el humo, tomar un sorbito del Tokay 5 puttonyos (ni uno más ni uno menos), susurrar “esta ciudad tiene un je ne sais quoi…” y luego quedarse ensimismado. ¿Jep Gambardella? Un aficionado.

En las memorias del cuentista Medardo Fraile hay una referencia a un libro que estuvo de moda hace décadas, Europa, análisis espectral de un continente, del conde Hermann Von Keyserling. Von Keyserling era un aristócrata alemán del Báltico y se dedicó a la sociología, cuando esta disciplina aún era literatura. Después pretendió ser ciencia, pero creo que no lo ha logrado del todo. Tezanos, por ejemplo, es sociólogo. El libro es maravillosamente inútil. Cada capítulo está dedicado a un país y empieza, a la antigua, con un resumen de sus contenidos: “A los ingleses no se les toma a mal su perfidia”, “El francés es esencialmente un jardinero”, “La cabeza a lo garçon es un acomodo a la homosexualidad. Deficiencia erótica del hombre nórdico”, “España, tierra ética” (¡cáspita!) o “El español es esencialmente no progresivo”. Pero en cuanto vi que Hungría tenía su capítulo, me tiré a por él antes que a por ningún otro. Resulta que para el conde Keyserling los húngaros son el pueblo más aristocrático de Europa, o sea que no son sólo nadadoras de impresionantes deltoides o campesinos con enormes mostachos.

Pero dejemos ahora la literatura fraudulenta y vayamos a la de verdad.

Mucho mejor retratados que los de Keyserling están los húngaros que János Székely saca en “Tentación” (gran traducción de Mária Szijj) que desciende por línea directa de nuestra novela picaresca y de las novelas de Dickens con niños. Si su moralina obrerista no fuera tan simplona, seguiría sin ser un Himalaya literario, pero sí un Aneto. Con el lastre de la moralina se queda en un discreto Moncayo. Los húngaros de Székely no son los de Keyserling, sino los de una fantástica galería de personajes que urden la trama de una novela “social”: hay patrones y obreros, conserjes de hotel, camaradas abnegados, ricos abominables, cortesanas lúdicas y lúbricas, esbirros de la policía y mucho rencor social. No es descartable que Sloterdijk hubiera leído esta novela antes de escribir en Ira y tiempo que los comunistas son los “banqueros de la ira”.

Muchos de esos húngaros de la novela son los abuelos de los que hoy votan a Viktor Orbán, ese coco. No me refiero sólo a los millonarios abominables, sentinas de todos los vicios, sino a muchísimos comerciantes, profesionales, artesanos y proletarios cabales, que así se los llama en la novela, que lo han puesto al mando del país.

Una de las premisas del fundamentalismo democrático (enfermedad infantil ―o senil― de la democracia) es la de que el pueblo es sabio. El culpable candor de quienes se lo creen no está tanto en lo de sabio, como en lo de pueblo, en cuya existencia apodíctica creen, sin que nadie haya dibujado sus límites. ¿Por encima de qué nivel de ingresos no se es pueblo? ¿Soy yo pueblo? ¿Lo es usted? ¿Es menester tener las manos encallecidas? ¿Es pueblo Roures? ¿Es lícito sospechar que para muchos tribunos son pueblo quienes los votan y no-pueblo, o sea, nosferatus políticos, quienes los combaten? Ah, el Pueblo, la Voluntad General… ya nos lo advirtió Joyce por boca de Stephen Dedalus: temamos las grandes palabras, porque nos pueden hacer muy desdichados.

La novela de Székely denuncia el Terror Blanco. La vida y la obra de Márai, el rojo que lo sustituyó.

Sándor Márai, apellidado en realidad Grosschmid de Mára (¡qué apellido formidable!), es coetáneo de János Székely. Su técnica novelística y su pulso narrador son de similar fuste, pero Márai es más profundo, más moderno y mejor escritor. Estoy seguro de que Sándor Márai saldría a matacaballo de la Hungría de Orbán ―ese bogeyman―, que consideraría insoportable, pero no deja de ser una suposición mía. Lo que es un hecho es que huyó de la Hungría comunista, aunque antes se había exiliado en Eslovaquia unos años, para no soportar las infamias del monárquico Horthy. Regresó en 1928, escribió numerosos alegatos contra el nazismo y el fascismo y cuando llegó el régimen comunista, Márai pasó a ser un burgués decadente y acto seguido un contrarrevolucionario. A fin de cuentas era de “extracción burguesa” y los tribunos del proletariado nunca han sobresalido por la originalidad de sus insultos ni la finura de sus análisis: ignoran el bisturí, prefieren el machete. En 1948 abandonó Hungría para siempre y desde el exilio miró los muros de la patria suya, contempló su derrumbamiento político, económico y, sobre todo, moral y en 1989 se pegó un tiro. Hay un límite para la amargura. Poco después vimos los escombros del muro de Berlín amontonados por las calles, pero el carrusel de la historia sigue girando enloquecido ―no sólo en Hungría― y hoy están volviendo los herederos políticos de quienes lo levantaron. Algunos están ya en los gobiernos. En la literatura de Székely y en la de Márai se despliega ante nosotros la Hungría del siglo XX, y quien sabe si hay esbozos de la Europa del XXI. Y es que las novelas siguen siendo una de las grandes puertas de acceso de conocimiento; Budapest sigue siendo mi Budapest mirífica; el edificio del Parlamento junto al Danubio sigue siendo una pamplina neogótica para turistas desavisados y los húngaros, pese a todo, sobrevivirán a los malos momentos, demostrando que tal vez estaba en lo cierto el poderoso businessman austriaco que, en un salón del Hotel Gellért, me dijo: «Herr Sanz Irles, un húngaro es alguien capaz de entrar detrás de usted en una puerta giratoria y salir delante».


Publicado en El Mundo-Andalucía, el 5 de marzo de 2019.

Cuando la buena literatura evoca la mala política (a mi pesar).

2019_03_05_El tedio del prusés_ElMundo

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