Artículo publicado en El Español, el 29 de abril de 2023. https://www.elespanol.com/opinion/tribunas/20230429/celine-odiador-odiado/759794019_12.html

¿Debe uno privarse de leer a Céline porque
fue un antisemita despreciable y un
ser humano lleno de odio?

En mayo del año pasado, Gallimard publicó Guerre, de Céline, cuyo manuscrito había aparecido rocambolescamente tras décadas de ocultamiento. Un año después, en marzo de este año, Anagrama publica la encomiable traducción de Emilio Manzano, a cuya calidad intrínseca se suma el mérito de haber lidiado con la dificultad de traducir a Céline, cuya convulsa naturalidad convierte su erizada y formidable prosa en tortura para un traductor serio.

Han aparecido más manuscritos, que el editor irá publicando con calculada dosificación comercial. Cuando no es Houellebecq es Céline: la industria editorial francesa hace sus renovados agostos gracias a sus inmensos escritores escandalosos, y cuando no puede fabricar su suerte, se la encuentra. La industria editorial francesa lleva una gran flor en el ojal más recóndito.

Las 136 páginas de Guerra son una sacudida, una agresión al lector, como las demás novelas del doctor Destouches, nombre verdadero del autor, célebre y denostado.

Céline escribió esta novela, cuya acción transcurre durante la Primera Guerra Mundial, en 1934, o sea, dos años después de que apareciera su fulgurante Viaje al fin de la noche, que lo encumbró. Es un vitriólico alegato contra la guerra y sus horrores, pero el odio que Céline siente por la guerra va mucho más allá: odia todo lo que ha permitido que estallara la guerra, y eso, claro, acaba siendo un extensísimo catálogo de culpables, a poco que se tire del hilo: los estados, los gobiernos, las familias, la sociedad entera y, al cabo, la especie humana en su totalidad.

«Nunca he visto u oído nada más asqueroso que mi padre y mi madre».

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Ética oceánica

13 octubre, 2022 — Deja un comentario

Las tempestades en las novelas de Conrad no son atmosféricas, sino éticas.
Por eso amedrantan. Por eso hay que leerlas.

Artículo publicado en The Objective el 15 de septiembre de 2022. https://theobjective.com/cultura/2022-09-15/conrad-etica-oceanica/

Featuring: Joseph Conrad, Iris Murdoch, T. S. Eliot y la izquierda pueril.

Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski), el noble polaco que aprendió inglés tardíamente, nació en 1857, murió en 1924 y navegó como oficial y después como capitán de barco en la marina mercante británica. No sabría decirles, por miedo a hacerle entuerto, si fue un marino que escribía o un escritor que navegaba.

Jospeh Conrad

Los grandes escritores hacen su literatura para superar el carácter caótico del mundo, imponiendo formas a lo que de otro modo sólo serían restos sin sentido. La idea es de Iris Murdoch,que parece reformular el verso de Eliot: «Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas».

Hay relación entre forma y ética. Se puede vencer la ausencia de sentido, de valor de un material, imponiéndole una forma. Hablo de materiales vitales, biográficos, que son la materia prima de las novelas.

La línea de sombra es una novela corta de Joseph Conrad que ejemplifica eso con una brillantez apabullante y por eso digo que leer a Conrad debería formar parte de la educación obligatoria. Su literatura es moral y formativa. Sus historias dan temple, si se las lee con la generosidad y la apertura mental propias de los lectores listos y decentes. Los obtusos, indecentes y feos por el mero hecho de serlo, viven en su rencoroso mundo aparte y sólo interesan a los psiquiatras.

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De Weimar a Auschwitz

19 septiembre, 2022 — 2 comentarios

Artículo publicado en The Objective el 1 de septiembre de 2022. https://theobjective.com/cultura/2022-09-01/alfred-doblin-weimar-auschwitz/

Salen: Alfred Döblin, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Fassbinder, Satanás y los viejos espartaquistas.

El formidable Döblin habría sido otro buen título para este artículo, que está impulsado por el entusiasmo, así que debo empezar por pedir disculpas: el entusiasmo del articulista puede ser un insulto a sus lectores. He de andar con pies de plomo.

Aun a sabiendas de que los consejos sólo suelen servir a quien los da, recomiendo la lectura de una novela que leí hace ya mucho, pero que sigue conmigo desde entonces: Noviembre de 1918, de Alfred Döblin. Su título original lleva un subtítulo añadido, Una revolución alemana, y consta de tres partes:

1 – Burgueses y soldados

2 – A) El pueblo traicionado y B) El regreso de las tropas del frente

3 – Karl y Rosa

La 2ª parte suele presentarse en dos tomos, de modo que la obra se presenta como tetralogía. Así está en la edición española de Edhasa, con una magnífica traducción de Carlos Fortea. Son 2 528 páginas, un número que impone respeto en cualquier época y que infunde pánico en nuestros medrosos tiempos de Tuíter. Los animo a que no se desanimen: su colosal extensión es pareja a su grandiosidad artística y a la incomparable experiencia lectora que regala. Imagínense poner en la mesa los cuatro gruesos tomos, contemplarlos un rato y deleitarse anticipando las semanas de placer que tienen por delante. Porque las novelas largas (para mí a partir de 600 páginas) tienen una cualidad toda suya que permite validar la existencia de un género determinado por la cantidad de horas de lectura que necesitan: los novelones. El lector de Guerra y Paz, de En busca del tiempo perdido o de El hombre sin atributos sabe que va a sumergirse en un mundo paralelo, un universo con otras leyes y códigos, en otro tiempo y en otras vidas, por mor de las horas y horas que voluntariamente pasará en él. Los buenos «novelones» secuestran y el buen lector es alguien que se deja secuestrar.

Notas biográficas.

 Alfred Döblin era alemán y judío. Del judaísmo y de ser judío se ocupó en muchos de sus escritos, y su identidad judía fue motivo de agudos conflictos internos. Su posterior conversión al catolicismo atestigua lo tempestuoso de su vida interior en las dimensiones religiosa y cultural. En los años treinta, cuando llegaron los nazis al poder, emigró a Francia y después a los Estados Unidos. Salió de su país siendo un escritor célebre y regresó en 1945, oscurecido por las sombras del desinterés público. Fue prolífico, aunque su novela más conocida, hasta casi eclipsar las demás fue Berlin Alexanderplatz, versionada como serie televisiva por Fassbinder. Además de escritor, Döblin fue médico neurólogo.

Personajes.

Cumplido este expediente, llega la hora del entusiasmo controlado.

Noviembre de 1918 es, de cabo a rabo, una novela histórica, pero a diferencia de la mayoría de las novelas de ese género, no es la Historia la protagonista última, sino la que permite que afloren quienes sí lo son. (Pero, en garde!, porque acabo de decir una verdad a medias).

Hay unos cuantos personajes históricos con mucho peso en la novela, entre los que destacan algunos de los dirigentes políticos de la época y, muy especialmente, la celebérrima Rosa Luxemburgo y su compañero Karl Liebknecht, a quienes se consagra el cuarto volumen. Döblin hace un retrato estremecido y harto original de ambos personajes históricos, ambiguo, complejo, que oscila entre la admiración y la simpatía iniciales y el desencanto y la desaprobación posteriores. El zarandeo intelectual  y emocional al que el propio Döblin se enfrentó al tratar de entender (o justificar) a los camaradas Karl y Rosa, se advierte en la naturaleza fantástica y sobrenatural que surge en distintas páginas de ese cuarto volumen, con momentos oníricos y hasta fantasmales en los que llegan a aparecer el místico medieval Johannes Tauler y hasta el mismísimo Satanás. He aquí, por ejemplo, lo que este último le dice a Rosa sobre Dios:

Rosa Luvemburgo y Karl Liebknecht, el inflexible.

«¿Qué puede hacer el otro? Mírame. Yo… me lanzo a través del Universo. Estoy en la guerra, en la política, en la fresca y libre vida del mundo. Él… tiene que esconderse en las iglesias y dejar que las viejas y los curas le cuchicheen cosas».

No es un gran argumento (es una bobada), pero en la novela cumple su función. Sin embargo la grandiosa obra de Döblin es arte novelística y no manual de historia, porque cuenta las vicisitudes de personajes inventados en un marco espacio-temporal real: la Alemania tras la Gran Guerra y la subsiguiente revolución socialista-espartaquista que estuvo a punto de triunfar, lo que habría cambiado radicalmente la historia moderna de Europa, convirtiéndola en algo bastante siniestro, como lo fueron la URSS y sus satélites y como de hecho fue, tras la segunda guerra mundial, media Alemania: la ominosa RDA.

«―Rusia se ha esforzado desde hace siglos en aprender de Alemania. Sigue sin haberlo conseguido del todo. Pero quizá lo haga. Sus fusilamientos masivos son prometedores».

El avispero alemán.

La imagen que el escritor nos hace ver, casi como una fata morgana, de manera ejemplar y magistral, con técnica novelística admirable, es la de una Alemania que, tras la humillante derrota militar, parecía un avispero gigantesco violentamente apedreado: las avispas, aturdidas, salen en desbandada y en mil direcciones buscando a dónde ir y a quién acribillar a aguijonazos. Los personajes están aturdidos y el neurólogo Döblin raya muy alto en la descripción de este aturdimiento, que nos muestra con veracidad sobrecogedora, pero a la vez con la suficiente distancia para percibir que estamos ante un importante artefacto artístico. Saltamos con rapidez de unos personajes a otros, de unos escenarios a otros; ninguno es protagonista y todos lo son; Alemania lo es; la revolución espartaquista es un avispero dentro de otro avispero: para muchos el infierno, para muchos otros, una esperanza que pronto se derrumbó ante sus propios horrores y desquiciamientos.

Humor.

Dentro del drama que fueron aquellos años desquiciados para tantas personas, Döblin inventa momentos de un humor desternillante, incluso vodevilesco, pero a la vez inteligente. En ese aspecto recuerda a veces a La Regenta y hace que los lectores soltemos carcajadas sonoras y liberadoras que se agradecen.

Historia y mucho más.

La novela, al cabo, la hacen todos esos personajes que, más allá de su dimensión coral, son individuos; individuos que hubieron de sobrevivir en una época atroz (que la veamos también como fascinante, con una mirada cándidamente ex post, no la hace menos atroz), una época que va de la República de Weimar a los campos de concentración nazis, el otro gran horror del siglo XX. La parte histórica de la novela es la gran excusa que permite la fabulación de esos dramas humanos de cada uno de los personajes.

Con todo, quien quiera leerla pensando que es la Historia, con gran H, lo que verdaderamente importa en Noviembre de 1918, puede hacerlo sin desdoro. Yo enarco una ceja, pero no me meto. A fin de cuentas, he aquí lo que se dice ya casi al final:

«El país, con el veneno que la revolución no había podido extirpar metido en los huesos, se recuperó lentamente de la guerra…, rumbo a una nueva guerra».

Tengo mis cuatro volúmenes llenos de notas, signos, escolios y diagramas, hasta el punto de que a veces parece la partitura de alguna febril melodía hecha únicamente de garrapateas. Darían pie a un artículo interminable, pero sería una descortesía.

Consideren leerse esta obra tremenda y formidable: serán semanas de placer y de gran aprovechamiento.

Artículo publicado en The Objective el 18 de agosto de 2022 https://theobjective.com/cultura/2022-08-18/sable-incorrupto-bolivar/

Salen: Gustavo Petro, Simón Bolívar, Saint-Simon, Felipe de Borbón, Rubén Blades, El Cid, Carlomagno, Franco, Alejandro Magno, Salman Rushdie, Daoiz y Velarde, Horacio, Guy Debord et al.

Ha habido ruido de sables y voy a echar mi cuarto a espadas. Gustavo Petro, presidente de Colombia, ese hermoso país desmesurado y titánico, ha sacado a pasear el sable de Bolívar, mayormente para tocar los guayabos y dar la nota. «Qué buena la nota que dio ese trompeta», cantaba Rubén Blades en la divertidísima Ligia Elena.

Lo de sacar el sable me ha recordado a cuando Franco sacaba el brazo incorrupto de Santa Teresa. Franco tenía a Santa Teresa y Petro tiene a San Simón (no a Saint-Simon, que se dedicó a la «fisiología social», aunque Petro puede que también). Los comunistas ―que son como el dinosaurio del cuentecito― y los teologoliberadores de venas abiertas que aún quedan se han emocionado mucho con el paseíllo del sable de Simón, y en concreto a muchos de Podemos le ha entrado un baile de San Vito que aconseja tila.

Bolívar

Hay mucho símbolo en las espadas y de ellas están llenas la historia, las leyendas y la literatura. También hay literatura en muchas manifestaciones políticas, pero por lo general es mala, folletinesca.

Espadas, sables, cimitarras, bracamartes, falcatas, mandobles, katanas, alfanjes (floretes no, los floretes carecen de épica).

La Tizona y la Colada eran las espadas del Cid. La Tizona, en concreto, era del moro Búcar y Rodrigo se la ganó en Valencia. (No sabemos si el puñal con el que Hadi Matar ―Matar se llama― ha acuchillado a Salman Rushdie tiene nombre; si no, sus correligionarios deberían ponérselo enseguida. Por cierto, qué amarga ironía: al descomponer el apellido del acuchillado nos sale un “apresúrate, muere” en inglés).

No puede hacerse un artículo sobre espadas sin hablar de Excálibur, probablemente la espada más célebre. El rey Arturo la sacó de la piedra en la que estaba hincada y con su poder unió su país y expulsó a los invasores. Después organizó su gabinete en torno a una mesa redonda.

No sabemos aún si el sable de Simón también refulgía hasta cegar a sus enemigos, pero no cabe descartarlo. Deberían formar un comité de científicos cubanos para estudiar el sable. En cualquier caso, y puestos a dar espectáculo, el sable de marras se lo debían haber presentado a Felipe VI clavado en una piedra (el sable, no Felipe); Petro, entonces, lo habría intimado: «A ver si lo sacas, Borbón».

Todo el mundo tiene derecho a sus símbolos, e incluso a inventárselos. En España podríamos sacar los sables de Daoiz y Velarde cuando nos visita un mandatario francés, la Tizona del Cid cuando lo hace un jefe árabe o el espadín del celtíbero Caro de Segeda cuando venga el alcalde de Roma, pero hemos madurado y ya no lo consideramos necesario. El presidente Petro aún no ha llegado a eso y hay que darle tiempo.

Guy Debord

Aquí ya no hay más remedio que mencionar a Guy Debord, el comunista-situacionista que teorizó, con mucha astucia, sobre la sociedad del espectáculo. Yo creo que este Petro es un situacionista del siglo XXI y que se ha leído al maestro (aunque quizás embarulladamente y con poco provecho), porque esta ceremonia que se ha sacado de la manga olía un poco a «situación construida», una de las técnicas revolucionarias que recomendaba Debord y que definía como la confrontación entre un escenario (la ceremonia) y un comportamiento (el del rey Felipe: «¿eso qué es? ¿me levanto o no me levanto?»).

Bueno, más espadas. Una muy notable, aunque se la recuerde menos, es la Joyeuse de Carlomagno. Su importancia es histórica, pues ante ella se han coronado los reyes de Francia durante muchos siglos.

Las espadas, como se ve, acaban siendo símbolo del poder, del Estado, del Leviatán.

Con espadas se arman caballeros; con espadas se cortan nudos gordianos, desde que Alejandro Magno (otro Magno) cortara así el que anudó el campesino Gordias, cuando lo nombraron rey, sin otro mérito que haber sido el primero en pasar, ignaro, bajo la Puerta del Este. También con la espada se corta por lo sano, aunque suela ser preferible el bisturí.

Bajo la de Damocles, colgada sobre nuestras cabezas, vivimos agobiados por oscuras amenazas, como lo cantó Horacio en sus Odas:

«A aquél sobre cuya impía cabeza

pende una desenvainada espada

ni los manjares de Sicilia le proporcionarán un sabor agradable

ni el canto de las aves ni de la cítara

le harán conciliar el sueño;»

Destrictus ensis, escribió Horacio. «Espada desenvainada». Aunque no he podido ver ―en realidad no me ha interesado― si el sable que se sacó Petro iba desenvainado, la intención era la que denunciaba el poeta romano: amenaza. Amenaza y, por añadidura, jaquetonería y desplante.

Grandilocuente gesto. Lástima que del todo innecesario y anacrónico.

Artículo publicado en The Objective el jueves 4 de agosto de 2022. https://theobjective.com/cultura/2022-08-04/autores-terribles/

Guerra en Ucrania; carestía energética; crisis de alimentos en ciernes; incompetencia y mendacidad en Moncloa; China amenazadora; cataclima (sic). Son tiempos crepusculares. Tal vez propios para leer libros terribles.

                En consecuencia, les recomiendo leer libros terribles, sin demora. Desquíciense, desacomódense. Se lo deben.

Hace unos años, Hermida Editores sacó (o sacaron) Lágrimas y santos, de Cioran, pero ni me había enterado hasta hace nada. Soy cioraniano y no me había enterado. Ya ven. Me entero de pocas cosas, la verdad. Estar à la page me es ajeno. Yo sólo estoy al día del pago de mis deudas y del inventario de mis dudas. Nada más. Mi disculpa es que no soy un profesional de las novedades editoriales. Sólo soy un diletante despistado de la vida.

                Muchos fuimos cioranianos. Algunos, aun con nuestros reparos y nuestras salvaguardas cobardicas, lo seguimos siendo. Aguantamos el tipo.

                Creo que fue Cioran quien dijo, refiriéndose a Nietzsche, a Baudelaire y a Rimbaud, que sus libros perduran por su ferocidad. Podría haber añadido a Léon Bloy, a Dostoievski, a Céline o a Jünger. Hago la lista así, de carrerilla.

                Además de feroces, también podemos llamarlos terribles.

                Cioran es rumano, aunque casi toda su obra la escribió en francés. (Un francés insultantemente bello, por cierto).

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