En estos últimos dos meses me he leído, casi del tirón, tres novelas emblemáticas del siglo XIX ―de todos los tiempos, en verdad―, cuyo tema central es el adulterio o, por ser más preciso, la mujer adúltera. Ya había leído las tres hacía tiempo, en distintas épocas de la vida, pero leyéndolas seguidas parecen iluminarse con otra luz, esa con la que se escudriñan entre sí y que revela en cada una rincones que habían quedado en la sombra. Me refiero, claro, a Anna Karénina (Tolstói), Madame Bovary (Flaubert) y La Regenta (Clarín).
Tal vez habría debido volver a leer también Os Maias, del portugués Eça de Queiroz, que ofrece un retrato de la sociedad lisboeta de su tiempo hecho con una mirada similar a la que Clarín le echa a su celebérrima Vetusta (más que mirada, un mal de ojo, la verdad), pero no lo he hecho. Pelillos a la mar.
Me centraré más en nuestra Regenta, por ser la que he leído en último lugar, y desde ella haré algunas breves incursiones en las otras dos.
Como todas las novelas grandes, La Regenta es muchas cosas a la vez y yo voy a sostener que, antes que una novela costumbrista o filonaturalista o sociomoralizante o psicológica, es una novela humorística. No hay desdoro en este juicio. El humor, desde el que esboza la sonrisa cómplice al que provoca la carcajada hilarante, la atraviesa, incansable, de principio a fin, como un venero vivificador. Y ese humor, tan dinámico, a veces tan corrosivo, casi siempre tan inteligente, es uno de los elementos decisivos para hacer de esta una magnífica novela.
Yo había leído (mal) La Regenta cuando me acercaba a los catorce años, a hurtadillas, escondiéndome de mi madre, que la reputaba una lectura peligrosa para un joven flaco y nervioso. Tan mal debí leerla que esta vez ha sido como hacerlo por primera vez. Mis sonrisas, mis exclamaciones de hilaridad y mis carcajadas desacomplejadas han estado inundando la casa estos últimos días, pero impregnadas todas ellas, aun sin tener siempre conciencia de ello, de la herrumbre que va dejando tan ácida descripción de la mediocridad.
La combinación del humor con una descomunal galería de personajes estrambóticos e inolvidables, hacen de esta novela un page turner de primer orden. ¡Qué personajes! ¡Y qué nombres! Frígilis, la jamona Obdulia Fandiño, Fortunato Camoirán, Carrapique, Cayetano Ripamilán… Ante semejante parada de freaks de provincias, los personajes principales casi palidecen de mediocridad. ¿Qué han de poder la propia Ana Ozores, el clérigo Fermín de Pas o el burlador Álvaro Mesía ante nombres como el del ateo oficial de Vestusta, Pompeyo Guimarán, el indiano Don Frutos Redondo, la marimacho Petronila Rianzares, alias el Gran Constantino, o el bardo local, Trifón Cármenes?
Cumpliendo mi maligno propósito de comparar las tres obras, lo primero que puede consignarse es el diferente grado de protagonismo que tienen nuestras tres adúlteras en cada una de ellas:
• Emma Bovary es la protagonista indiscutible de la novela que lleva su nombre; todo, en ella, gira a su alrededor.
• Anna Karénina también tiene una enorme dosis de protagonismo, pero lo comparte, hasta el punto de que la novela de Tolstói habría podido titularse, con legitimidad plena, Konstantín Levin, por ejemplo, cuyo peso y presencia tienen un peso igual, sino mayor, que el de la propia Anna.
• Ana Ozores, sin embargo, tiene un protagonismo menos visible que el de sus dos célebres compañeras de fatigas y tormentos, y su papel queda más diluido entre tanta crónica de costumbres y tan gran número de personajes, secundarios y no. Como en la novela de Tolstói, si en vez de titularse La Regenta se hubiese llamado Fermín de Pas o El magistral, ¿alguien habría podido extrañarse? Ana, con sus convulsiones románticas y sus arrebatos místicos, parece, a veces, el trasfondo ante el que se despliegan las vidas y los deseos de los otros protagonistas y rivales: Fermín de Pas y el tenorio comarcal Álvaro Mesía.
La “caída”
Tres mujeres burguesas encadenadas por los consabidos prejuicios y moralidad de una época y un ambiente social determinados. La maestría de Tolstói, Flaubert y Clarín logra tejer, en cada caso, una descripción de la sociedad ante la que enmudecemos, asombrados, por su portentosa combinación de visión panorámica y minuciosidad en el detalle significativo.
Pero en las razones y formas de sucumbir a la tentación hay notables diferencias. Anna Karénina se entrega a Vronski por amor. Ana Ozores ―cuya personalidad es, en conjunto, mucho más inmadura que las de nuestras otras dos heroínas―, depone la resistencia, a partes iguales, por fascinación novelesca, urgencia fisiológica que ya le resultaba invencible y hartazgo ante sus propias ñoñerías de señorita de provincias y sus arrebatos de sacristía. Emma Bovary, más calculadora en su pasión que las otras dos, decide ser adúltera por hastío, vanidad insatisfecha y un deseo arribista de ascender hasta «el gran mundo».
El arranque.
Doy importancia a las primeras líneas de una novela. Como el bautismo, imprimen carácter.
Entre las tres, el de Madame Bovary, no ha pasado a la galería de comienzos inolvidables:
Nous étions à l’Étude… (Estábamos en el estudio cuando entró el director, y tras él un nuevo, vestido éste de paisano).
Nada hay aquí que nos prepare para las maravillas literarias que están por llegar y con igual vulgaridad habría podido escribir «Daban la cuatro y hacía calor en el patio» o cualquier otra anodina información.
Mucho más notables, originales y deseosas de estilo literario son las palabras primeras de La Regenta.
La heroica ciudad dormía la siesta.
He aquí una declaración de intenciones en toda regla: Prepárense, lectores; la ironía (y hasta el sarcasmo a veces) van a hacer de las suyas. Se trata de un arranque famoso, aunque su fama esté circunscrita a España (a la España que lee, que tampoco es tan grande).
Pero el arranque de Anna Karénina es inolvidable y con toda justicia figura entre los más famosos de la literatura universal:
Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia desdichada es desdichada a su manera.
Aquí se ve ya la profundidad de la mirada de Tolstói; su intención ―y su capacidad― de no dejar ningún rincón del alma de sus personajes por escrutar. (Momento oportuno, este, para señalar el gran amor que Tolstói profesaba por todos sus personajes, incluso los más miserables y secundarios. Entre los miles de ellos que pueblan sus inolvidables novelas y cuentos, no hay ninguno sobre el que no se detenga al menos un instante, ninguno del que no nos revele algún rasgo de su carácter, algún distintivo de su personalidad que le confiera su propia, aunque fugaz, dignidad. En Tolstói hasta los meros comparsas tienen alma, y la entrevemos).
Erotismo
Hijas de su época, el erotismo en estas tres novelas casi nunca es explícito. Flota, sin aspavientos, en las descripciones de las cabelleras de las mujeres, de sus cuellos y sus hombros, en las telas de los vestidos o en la musculatura de algunos varones. Ponga el lector lo demás.
Pero es en La Regenta ―superior, en este apartado, a sus rivales― donde se alcanza una mayor temperatura. Podemos mencionar, por ejemplo, una turbadora escena impregnada de lolitismo (y más aún) en la que el clérigo Fermín de Pas se ensimisma contemplando
[…] las niñas de ocho a diez años, anafroditas las más, hombrunas casi en gestos, líneas y contornos, algunas rodeadas de precoces turgencias, que sin disimulo deja ver su traje de inocentes […] Mirando estos capullos de mujer, don Fermín recordaba el botón de rosa que acababa de mascar […]
¿Turgencias? ¿Capullos? ¿Botones de rosa? ¡Don Fermín, que se pierde!
Pero donde hay un erotismo poderosísimo, desbordado, es cuando Ana Ozores, la hermosa Ana, la diosa Ana, presa de uno de sus múltiples furores místicos, decide salir en una procesión ―¡escándalo en Vetusta!― vestida de nazarena, con su sayal y toda la pesca, ¡y descalza!. Esos pies desnudos asomando bajo el hábito…, ¿llevará solo una enagua debajo?, ¿irá desnuda?, ¿estará rozando la burda tela su piel cálida, sus negros pezones sin duda erectos, su vientre terso y casi virginal? Leí toda la escena con la respiración contenida, la emoción creciente y con otras cosas que mencionar no debo. Pura maravilla (como la lluvia en Sevilla).
Los maridos. (¡Ah, los maridos!)
Insaciables, Anna, Emma y Ana, las tres grandes adúlteras de la literatura del XIX, acaparan toda nuestra atención.
Pero, amigos, donde hay humo hay fuego y dónde adúlteras, cornudos. De Alekséi Karenin, Charles Bovary y Víctor Quintanar nadie se ocupa demasiado y llevan su cruz en triste soledad, de modo que hay que hacerles algo de justicia y detenerse un poco en ellos. Solidaridad corporativa, digamos. También sus creadores les prestan atención dispar.
• Flaubert se ocupa bastante, incluso con cierta delicadeza y bondad, de su Charles, y al final de la novela, muerta su esposa, tiene sus minutos de gloria también él..
• Tolstói también le concede a Alekséi un cierto protagonismo y se esfuerza por comprender «sus motivos».
• Clarín es quien menos bola le da a su cornudo, un irrelevante y casi risible Víctor Quintanar, que, pese a sus propósitos de vengar su honra, no se atreve a dispararle al burlador cuando lo sorprende descolgándose del balcón de su esposa y saltando el muro del jardín ―todo un clásico del cornerío―, y que pasa por la novela con mucha más pena que gloria.
Nuestros tres cornificados maridos tienen algo en común, además de las astas: son tres sosos de tomo y lomo. Al parecer lo que las mujeres no perdonan es que se las aburra. ¡Oído, cocina! (En realidad creo que podría mencionar otra media docena de cosas «que las mujeres no perdonan», pero dejémoslo correr por el momento).
De alguna manera, los tres autores parecen decirnos: «Tuvieron, los cornudos, lo que se merecieron. Ellos se lo buscaron. Ellos son los culpables del descarrío de sus mujeres. Ellas no querían, pero…». En fin, que la culpa, ya se sabe, nunca es de uno; siempre es de los otros.
Tal vez Charles Bovary sea, de los tres, quien menos se «merezca» los cuernos. A fin de cuentas no era un mal hombre, sólo apocado y vulgar, pero menos egoísta y mezquino que sus otros dos colegas, y encima estaba verdaderamente enamorado de su mujer (pero esta, ¡ay!, se iba ajando, se iba ajando, y claro…).
Supongo que los lectores masculinos que hayan sido cornudos alguna vez en su vida (una cualificada mayoría entre quienes tenemos más de, pongamos, cuarenta), tendrán por Alekséi, Charles y hasta por Víctor, el más venal de los tres, mayor comprensión y piedad que los que no hayan sido nunca coronados. (Conque no, ¿eh?).
Destino de las protagonistas.
Anna Karénina se suicida arrojándose entre las ruedas de un tren y Emma Bovary lo hace ingiriendo matarratas (¡que también son ganas!).
Hay que señalar, no obstante, que Tolstói pasa por el suicidio de su heroína con la ligereza de una gacela, y la escena de la estación, en la que ella se arroja a la vía y pone fin a su dolor, es poética y admirable. No así Flaubert, que, deslizándose peligrosamente hacia el naturalismo más descarnado, se recrea en la suerte y nos ofrece una escena de muerte convulsa y macabra, con vómitos de sangre incluidos, que concluye con un lapidario «Elle n’existait plus».
(Las páginas que siguen a la muerte de Emma son una decepción, excepto las referencias, magníficas, al dolor póstumo de Charles, el marido burlado, pero siempre devoto amante. La novela, tan soberbia por otros conceptos, queda desmerecida con este insulso final).
En coherente correspondencia con el tono general, menos grandioso, más caricaturesco, de La Regenta, Ana Ozores no muere. Se contenta con desmayarse,
aunque Clarín le añade un toque grotesco a la escena de cierre haciendo que nuestra heroína, atormentada hasta el final, vuelva en sí, no por el beso de un príncipe sino por el babeo viscoso de un lúbrico monaguillo llamado Celedonio, que se aprovecha, un poco necrofílicamente, de la situación:
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
Una sonrisa, por favor.
Pero no nos quedemos con las tragedias. Marchémonos con una sonrisa en la boca y para eso hemos de olvidarnos de Tolstói y de Flaubert (quien, sin embargo tampoco desdeña el humor) y quedarnos con Clarín. Aquí van tres perlas, entre las mil que podría citar:
Como todavía no se ha convenido en mantener a costa del Erario a los filósofos, don Carlos, que no se ocupaba más que en arreglar el mundo y condenarlo tal como era, se vio pronto en apurada situación económica.
La marquesa, de azul y oro, luciendo asomos de encantos que fueron, hoy mustios collados, con las canas teñidas de negro y el tinte empolvado de blanco […].
Además en el teatro había tenido una discusión acalorada: un majadero, un sietemesino que estudiaba en Madrid, había dicho que el teatro de Lope y Calderón no debía imitarse en nuestros días, que en las tablas era poco natural el verso, que para los dramas de la época era mejor la prosa. ¡Imbécil!, ¡que el verso es poco natural! ¡Cuando lo natural sería que todos, sin distinción de clase, al vernos ultrajados prorrumpiéramos en quintillas sonoras!
Si hay que mojarse, mojémonos.
Ya que la cosa iba de comparar, no hay escapatoria: hay que decir cuál me parece mejor. Y lo digo, sin asomo de duda: Anna Karénina. La novela perfecta (pero también está el Ulysses).
―¿Perfecta? ¿No puede ponerle ninguna pega, don Tolstoiano?
―Bueno, venga, pongamos una: con doscientas páginas menos habría podido ser igual de perfecta.
Y me voy, que se me hace tarde.