Publicado en El Mundo-Andalucía, el 5 de marzo de 2019.
Cuando la buena literatura evoca la mala política (a mi pesar).
EL PRUSÉS DEL TEDIO Y TED EL SUICIDADOR
Sanz Irles. Escritor
Gaudete, o sea, regocijaos. Si el imperativo latino no tuviera resonancias sacras, sería como un salid y divertíos, hijos de la Gran Bretaña, pero es menester contenerse.
Pues bien, acabo de leer Gaudete, un largo poema —200 páginas— de Ted Hughes, que se publicó en 1977, cuando yo vivía en Ámsterdam y tenía la presión sanguínea en sus cabales y los triglicéridos domados. Me dedicaba entonces, con ahínco, a cumplir con ese mandamiento. Gaudeo et exulto, me gritaba a mí mismo ante el espejo cada gélida mañana de mis inviernos holandeses, antes de salir a la ciudad crucificada de canales a chozpar y comprar el queso y a ver a las mujeres pasar, envueltas en abrigos de pieles bajo las que yo las imaginaba desnudas, estuviéranlo o no, que más bien no, pero poco importaba esa minucia, pues mi imaginación vencía a la roma realidad. Después me comía un trozo de tarta Sacher para desayunar.
Apenas sabía yo de Ted Hughes, salvo que su mentón recordaba al del general Alcázar, el amigo de Tintín, y que había sido marido de Sylvia Plath, una poeta la mar de interesante, suicidada con gas en 1963. ¡Qué lejos va quedando todo! La crítica de género aborrece al poeto Hughes, a quien culpa de ese suicidio por sus actitudes patriarcales, aunque no me consta que estas hayan sido nunca adecuadamente certificadas.
Como resulta que al bueno de Ted se le suicidó poco después otra de sus parejas, Assia Wevill, también poeta, también con gas, su fama de macho suicidador ha quedado cincelada para la eternidad. Por ahí andan sus versos en pena, buscando redimir su infamia.
En Gaudete, un pastor —de almas— organiza una suerte de secta y se dedica a holgar con todas las amas de casa de la comarca, hasta que los maridos, hartos de mugir, le dan caza y lo matan. La historia roza lo grotesco, pero va envuelta en una lírica de hierro que la torna inolvidable: unos gozan, otros sufren y los más asisten perplejos y semizumbados a lo que pasa, que es más o menos como el paisanaje que ha engendrado el tostón filisteo del independentismo.
Los Forcadellos y Forcadellas sufren, los gobernantes de Madriz sudan, los alborotadores callejeros gaudent ac exultant, y los demás asistimos al desenvolverse de los acontecimientos, cada vez más hartos y perplejos, o más bien hartos de nuestra perplejidad y aburridos, muy aburridos.
El filósofo Hans Blumenberg, que ha estudiado lo del aburrimiento, divide nuestras vidas en el tiempo del deber, que empleamos para satisfacer las necesidades primarias, y el tiempo del poder, que nos queda libre para lo demás cuando hemos cubierto aquellas. El aburrimiento aparece cuando conseguimos reducir el primero a lo mínimo indispensable.
Para nuestra desdicha, los independentistas han decidido que el proceso es su gran necesidad primaria, así que están a manos llenas en su tiempo del deber y, en general, no se aburren. Los demás pagamos la factura viendo invadido nuestro tiempo del poder con sus ajadas flores de cantueso.
El juicio de los Turulls deja ver, con aterradora claridad, qué era y qué es todo esto: un estero de aguas someras y fétidas en el que irremisiblemente chapoteamos todos entre voraces jejenes. El prusés le quita la razón a Unamuno, cuando decía que la niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, un licor agridulce. Aquí no hay licor ni dulzura; sólo heces y desvaríos. Acabará mal.