Las comillas de Marías

11 abril, 2021 — 4 comentarios

Entre quienes nos dedicamos a escribir hay tres grupos:

  • Los que siguen puntillosa y escrupulosamente todas las normas ortográficas, tipográficas y de estilo.
  • Los que se las saltan porque las desconocen (y se niegan a conocerlas). Es un grupo despreciable.
  • Los que las conocemos, pero nos las saltamos cuando nos parece mejor hacerlo.

La novela de Javier María, Tomás Nevinson, ofrece un interesante ejemplo de esto último. Permítanme unos preámbulos.


Los signos de puntuación son un tesoro para los interesados en estas discusiones inacabables. Pero en literatura, además de sus funciones gramaticales, para mí tienen también una dimensión visual y estética que muy pocas veces se tiene en cuenta. A fin de cuentas son trazos, marcas, manchas sobre el papel que aparecen entre las letras o sobre ellas o por debajo de ellas o enmarcándola o separándolas. Un párrafo lleno de comas, por ejemplo, puede llegar a causar un impacto visual en el lector parecido al de una pared ametrallada o a un campo invadido por ortigas, algo hirsuto, espinoso y erizado de obstáculos.

Más aún lo sería una página llena de comillas, pues estas son más aparatosas que las discretas comas.

Disponemos, como sabe cualquiera, de tres tipos de comillas en español, las españolas («…»), también llamadas latinas y angulares, las inglesas (“…”) y las simples (‘…’).

Hay más, claro; están las comillas de seguimiento, que son las comillas angulares de cierre usadas como si fueran de apertura, como estas marcadas en rojo, en el ejemplo:

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» Quis aute iure reprehenderit in voluptate velit esse cillum dolore eu fugiat nulla pariatur. Excepteur sint obcaecat cupiditat non proident, sunt in culpa qui officia deserunt mollit anim id est laborum».

En alemán se emplea a veces un extraño entrecomillado que se abre con dos comas y se cierra con dos comillas inglesas „como en este caso”.

En francés es preceptivo dejar un espacio entre las comillas y el texto que encierran, “ así ”. Hay más curiosidades en el asunto de las comillas, pero no vienen al caso ahora.

Convengamos que exista un conocimiento razonablemente bueno entre escritores sobre sus normas de uso más básicas. Lo que suele recomendarse es que se empleen preferentemente las españolas y, cuando vaya a haber entrecomillados dentro de otros entrecomillados, que se siga este orden jerárquico: españolas, inglesas, sencillas, o sea, «aaaa “bbbb ‘cccc’”».

Esto es lo que le pareció oírle decir a su hermano detrás de la puerta: «No te lo vas a creer, pero delante de mí le soltó sin pestañear: “Lo que te acabo de llamar, so ignorante, significa ‘ladrón’”».

Y ya sin más rodeos paso a mi ejemplo:


En uno de los primeros capítulos de la novela Tomás Nevinson, de Javier Marías, como dije, hay una serie de extensos párrafos en los que el narrador nos comenta un texto ajeno, el Diary of a Desperate Man, de Reck-Malleczewen.

El autor busca que todo el discurso le llegue al lector con la mayor fluidez, de modo que ambos discursos se entretejan hasta parecer uno, aunque sin ocultar que se trata de dos voces, la del narrador y la de Reck-Malleczewen.

Veámoslo:

 

Reck-Malleczewen consideraba a los nazis ‘una horda de simios crueles’ de los que se sentía prisionero, y, pese a ser católico desde 1933, admitió el odio incesante en todo su ser: ‘Mi vida en este hoyo iniciará pronto su quinto año. Durante más de cuarenta y dos meses, he pensado odio, me he acostado con odio en mi corazón, he soñado odio y me he despertado con odio’, escribió. Vio a Hitler en persona en cuatro ocasiones. En una de ellas, ‘tras su barrera de mamelucos’, no le pareció un ser humano, sino ‘una figura salida de un cuento de fantasmas, el mismísimo Príncipe de las Tinieblas’. En otra, al ver su pelo ‘grasiento cayéndole sobre la cara mientras despotricaba’ en una bodega sin dejarle comerse su salchicha y su chuleta en paz, le vio ‘el aspecto de un hombre que intentara seducir a la cocinera’ y le produjo una impresión de ‘estupidez fundamental’. Al marcharse Hitler y hacerle una inclinación de despedida, le recordó ‘a un maître en el acto de atrapar una propina furtiva y cerrar el puño sobre ella’.

Hay varios párrafos de esta guisa, de manera que se trata de una extensión notable la que el lector tiene a la vista.

Vuelva a mirar el párrafo anterior (no a leerlo otra vez, sólo mirarlo un momento), y ahora lea el mismo párrafo, tal como sería si se hubiere seguido la recomendación establecida sobre el uso de comillas:

Reck-Malleczewen consideraba a los nazis «una horda de simios crueles» de los que se sentía prisionero, y, pese a ser católico desde 1933, admitió el odio incesante en todo su ser: «Mi vida en este hoyo iniciará pronto su quinto año. Durante más de cuarenta y dos meses, he pensado odio, me he acostado con odio en mi corazón, he soñado odio y me he despertado con odio», escribió. Vio a Hitler en persona en cuatro ocasiones. En una de ellas, «tras su barrera de mamelucos», no le pareció un ser humano, sino «una figura salida de un cuento de fantasmas, el mismísimo Príncipe de las Tinieblas». En otra, al ver su pelo «grasiento cayéndole sobre la cara mientras despotricaba» en una bodega sin dejarle comerse su salchicha y su chuleta en paz, le vio «el aspecto de un hombre que intentara seducir a la cocinera» y le produjo una impresión de «estupidez fundamental». Al marcharse Hitler y hacerle una inclinación de despedida, le recordó «a un maître en el acto de atrapar una propina furtiva y cerrar el puño sobre ella».

La acumulación de comillas angulares le da al párrafo un aspecto de campo de concentración rodeado de alambres de púas. Barbed wire syntax.

Mientras que las comillas simples cumplen la obligatoria función de distinguir quién dice qué, permiten a la vez que ambos discursos le lleguen al lector con la mayor contigüidad, con la máxima promiscuidad, que es el efecto buscado. Las comillas angulares, por el contrario, al ser tantas, levantan vallas, casi diques, entre las voces que intervienen. Multiplican la distancia, como si ambos discursos tuvieran miedo de contagiarse en uno del otro.

No estamos ante un mensaje «gramatical», sino ante un ‘efecto estético y visual’, pero con efectos semánticos, cuando el lector no es un tarugo insensible, naturalmente.

La elección de Marías es inobjetable. En una novela, los signos diacríticos pueden tener también una importancia visual, pictórica, y me produce satisfacción que se la tenga en cuenta.

4 comentarios para Las comillas de Marías

  1. 

    Efectivamente ese recurso ya lo he usado antes en novelas anteriores. Sin embargo, he de rebatiros vuestra hipótesis, porque los motivos no son ni mucho menos estéticos, sino funcionales, la vieja Olympia Carrera de Luxe en la que escribo, porque yo sigo escribiendo a máquina, no me da opción a usar las así llamadas comillas españolas, y en cuanto a las inglesas, tengo necesidad de pulsar antes la tecla de mayúsculas, lo cual me supone un considerable engorro. Así pues, siempre he preferido las comillas simples, no porque den mayor limpieza a la página, sino porque son las únicas que mi teclado me permite pulsar en primera instancia: para no marearme más de la cuenta, vaya.

    • 

      Gracias por la puntualización. Curioso que la editorial siga a su Olympia Carrera al pie de la letra, por cierto. Pero, vaya, no voy a dejar que su Olympia eche por tierra mi elucubración, que, se non è vera, è ben trovata. Saludo.

  2. 

    Compartido en mi Muro de FB, con este comentario.

    (En voz alta). Lleva uno tantos años defendiendo algo parecido a lo que aquí, con meridiana claridad y elocuencia práctica, defiende Luis Sanz Irles, que ganas me dan de enmarcar el artículo y ponerlo bien entrecomillado en la pared. De momento, me conformaré con repicarlo. Y añado: no me extrañaría nada que tras ese uso tan nítido de estos signos de puntuación que Sanz Irles tanto elogia, además de la mano de Marías, esté la de un corrector ortotipográfico a la vieja usanza capaz de desentrañar y solventar las más enrevesadas cuestiones expresivas —a menudo de carácter más metafísico que puramente sintáctico— en pro de la mayor comprensibilidad y eficacia significativa (¡dele!) del texto. Hace mucho que se habla de la edición sin editores, cuyos desastres pueblan desde hace tiempo los estantes de las librerías. Si la catástrofe no ha sido mayor es porque aún resisten, en las más activas editoriales, una legión de correctores y, sobre todo, correctoras con las que siempre ha sido un delicioso y a veces tortuoso placer tratar y que, a estas alturas, son las depositarias de un saber cualitativo, en lo tocante a la selva de signos, tan claro y eficaz que es la verdadera brújula que nos permite no perdernos del todo en ella. Ni en las arenas movedizas de los textos pantanosos.

    • 

      Bien pudiera tener razón sobre la posible labor de algun corrector de pro. Este recurso ya lo usaba Marías en libros anteriores, me parece recordar. Naturalmente no lo postulo como un recurso a usar indiscriminadamente, sino cuando toca, como es el caso.
      Y tiene mucha razón: la pogresiva desaparición de los editores de verdad (y de los correctores, que a veces son la misma persona y a veces no) es un cataclismo.

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