Leí por primera vez a James Salter (James Arnold Horowitz de nacimiento) hace ya muchos años, cuando no era conocido en España. Fue The Hunters, su primera novela, y la leí por una razón extraliteraria: Salter fue piloto, como lo era yo entonces (él, militar; yo, acrobático), y esa novela, de la que me hablaron con reverencia, va de aviones y aviadores.
Recuerdo que me gustó; sin embargo no había vuelto a leer nada de él hasta ahora, que acabo de terminar la lectura de A sport and a pastime. (Ha sido traducida por Jaime Zulaika, en Salamandra, como Juego y distracción. Tras cotejar su versión de los fragmentos que he seleccionado para este artículo, he preferido traducirlos yo).
El título de la novela, por cierto, está sacado del Corán, concretamente del versículo 20 de la Sura del hierro:
Remember that the life of this world is but a sport and a pastime…
Sabed que la vida en este mundo no es sino juego y distracción…
(Para que no se me acuse de impreciso —siempre surge un puñetero blandiendo un dedito admonitorio como el del soneto quevediano— diré que en la versión original de la novela se indica el versículo 19, pero en el ejemplar del Corán que tengo en casa y en otros que he consultado —por aquello de ver la cita completa— figura como versículo 20).
La novela es magnífica. Su calidad literaria impresiona, aunque se manifiesta de modo sutil, como si viniera hacia nosotros por senderos y vericuetos zigzagueantes, entre los claroscuros de un bosque umbrío, en vez de por una ancha y soleada alameda.
Intentaré justificar mi elogio y dar más razones para invitar a su lectura y empezaré por algo que podrá parecer demasiado técnico, pero que no puede pasarse por alto, porque determina la esencia de la novela; lo que es, lo que nos dice y, naturalmente, nuestras reacciones ante ella. Como novelista me ha llamado la atención desde las primeras páginas, pero lo mismo le pasará, supongo, a cualquier lector mínimamente avezado. Me refiero al asunto de la focalización de la historia o, por decirlo con palabras más normalitas, el punto de vista narrativo, que en esta novela es llamativo en extremo.
¿Quién nos cuenta la historia de A sport and a pastime?
Decidir eso, es decir, elegir al narrador en cualquier novela (y es preciso recordar aquí que el narrador y el autor son cosas muy distintas) es una de las decisiones más importantes, y a la vez más peliagudas, que tiene ante sí un escritor. Que el narrador hable de sí mismo, como protagonista; que cuente las peripecias de otros, pero estando él mismo, como testigo, dentro de la historia; que nos hable desde fuera de la historia con la visión de un demiurgo que todo ve, todo oye y todo sabe, hasta el punto de saber más sobre los personajes que ellos mismos (focalización cero, con perdón); que la narración sea fundamentalmente dramática, construida mediante diálogos; que se cuente la historia en segunda persona, con un tú que interpela y pregunta y advierte y aconseja y recrimina… A la hora de decidir esto, el escritor está solo ante el abismo.
Elegir un punto de vista u otro presenta, por un lado, distintas dificultades técnicas para la escritura, pues cada uno de ellos conlleva sus propias restricciones y aconseja recursos distintos, pero es que, además, afecta muchísimo a la eficacia de la novela, a su verosimilitud, su grado de credibilidad (o, mejor, de suspensión de la incredulidad en el lector). Elegir el punto de vista equivocado es condenar la novela a la irrelevancia literaria antes de empezar a escribirla. Hay historias que pueden admitir más de un punto de vista; otras, sin embargo, piden a gritos uno, y sólo uno, desde el que ser narradas.
Pues bien, lo que hace Salter en esta novela para resolver el espinosísimo asunto de la elección del punto de vista narrativo es de una astucia diabólica.
La clave, la descarada clave, el brillante expediente (el huevo de Colón, en realidad) con el que Salter esquiva el problema, se nos da en el capítulo 9. En él, las cartas se ponen sobre la mesa: ¿Por qué limitarse? Habrá un narrador, claro está, pero será muchos a la vez o, mejor dicho, será multifacético. Será, a la vez, protagonista, testigo, demiurgo, intrusivo, distante, juez, parte y todo lo que sea menester. Libertad absoluta, pues, solo sujeta a la complicidad y la credulidad del lector, quien, tras el persuasivo capítulo 8, la otorga sin rémoras (a menos que sea un zote positivista, en cuyo caso debería dejar de leer novelas y dedicarse al bricolaje o a la agrimensura).
Al empezar el capítulo 9 el narrador se autoanaliza como tal y empezamos, por fin, a ver claro lo que hasta ese momento estaba turbio:
I see myself as an “agent provocateur” or as a double agent, first on one side —that of truth— and then on the other, but between these, in the reversals, the sudden defections, one can easily forget allegiance entirely and feel only the deep, the profound joy of being beyond all codes, of being completely independent, criminal is the word. Like any agent, of course, I cannot divulge my sources. I can merely say that some things I saw myself, some I discovered…
Me veo como un “agent provocateur” o como un agente doble, primero de un lado, el de la verdad, y luego del otro; pero entre ambos, en las contrariedades, en las deserciones repentinas, puede olvidarse fácilmente la lealtad y sentir tan sólo la honda, la intensa alegría de haber sobrepasado todos los códigos, de ser completamente independiente; un “criminal” es la palabra. Como cualquier espía no puedo, naturalmente, revelar mis fuentes. Tan sólo puedo decir que algunas cosas las vi yo mismo, otras las descubrí…
Y algo más adelante:
Some things, as I say, I saw, some discovered, and some dreamed, and I can no longer differentiate between them. But my dreams are as important as anything I acquired by stealth.
Algunas cosas, como he dicho, las vi, otras las descubrí y otras más las soñé, y ya no puedo distinguir unas de otras. Pero mis sueños son tan importantes como todo aquello de lo que me enteré subrepticiamente.
(Zulaika opta por una versión más literal, demasiado para mi gusto. Así, as anything I acquired… lo traduce por «como todo lo que adquirí», que me parece desafortunado y mercantil).
Así pues, estamos ante un narrador que empieza diciéndonos una gran y solemne verdad: «Os voy a mentir».
Mejor dicho: «No vais a saber cuánto hay de verdad y cuánto de invención en lo que estáis leyendo».
«Sí» —parece decirnos— «he visto y oído mucho de lo que os estoy contando, pero otras muchas cosas son imaginadas, soñadas o, por qué no, directamente inventadas. Estoy en mi derecho y no soy, sabedlo ya, un narrador creíble; no del todo, al menos».
Con esa airosa verónica a pies juntos, Salter se despeja el camino para un narrar libérrimo, pero no sólo se libera él, sino que nos libera a nosotros, los lectores, de una sorda comezón que nos ha acompañado desde la primera página hasta llegar aquí, al capítulo 9: la de sentir que algo raro pasaba, que el narrador no era trigo limpio, que su identidad (no la biográfica, sino la de su papel en la historia) era incierta, neblinosa e incluso artera.
Ya no. Ya sabemos lo que es y podemos respirar tranquilos, olvidar esa preocupación incómoda y entregarnos a la novela sin reservas.
El narrador sigue siendo, en cierto modo, un mirón (un voyeur, un vulgar Peeping Tom), más que un narrador testigo al uso, pero ya no nos importa lo inverosímil o lo forzado de que insinúe haber sido testigo ocular de mil y una intimidades sexuales de la pareja coprotagonista. A partir de esa confesión nos da lo mismo si lo vio, se lo contaron o se lo inventó: la narración, como el autor y los lectores, se ha liberado de esas ataduras. Todo gracias a ese ingenioso y brillante expediente: aceptar la naturaleza semifantasmagórica, o de hombre invisible que puede espiar sin ser visto, del narrador.
Pero todas esas vueltas y revueltas para llegar a este punto, para resolver —técnicamente— la dificultad de quién y cómo debía ser el narrador, van mucho más allá de la técnica: el verdadero problema de Salter al escribir esta novela tiene que haber sido de naturaleza moral, pues ¿quién diablos tiene derecho a narrar la historia íntima de dos amantes? Esas historias son casi inenarrables. Sí, eso es, justamente: INENARRABLES. And yet…
¡Brillante, James Salter!
Y entonces, la novela.
La novela, sí, y de nuevo un tour de force, porque si la naturaleza del narrador era incierta (hasta que se nos explica), también es incierto a quién, o a quienes, incumben los galones de protagonista. Al principio creemos que quien los merece es el narrador, pero enseguida se nos hace creer que le corresponden mejor al americano Philip Dean y a la francesita (hay que usar el diminutivo: lo comprenderán cuando lean la novela) Anne-Marie Costallat, los tórtolos cuya pasión constituye el esqueleto externo de la novela.
Después, supongo que los lectores se dividirán en dos grandes bandos: el de quienes se atienen a esta última impresión y siguen leyendo la novela como la historia de amor de esta pareja, que ellos protagonizan, y el de quienes creen que el obsesivo interés por esa historia pasional convierte al narrador, a fin de cuentas, en el protagonista verdadero y a todos los demás personajes en los comparsas necesarios para que nuestra curiosidad se centre en él, una vez superada (pero no apartada) nuestra fascinación por los encantos carnales de la chica y la húmeda delectación en el rosario de polvos que van echando en un sinfín de hoteles de provincias.
¿Por qué el narrador ha decidido contarnos esta historia?
Aparte de para que exista una novela —pero eso es asunto de James Salter, no nuestro— una explicación, facilona, puede encontrarse en la personalidad de Philip Dean. Es un americano en Francia (los «americanos en Europa» constituyen ya casi un género literario en sí mismo), bohemio, inteligente —abandonó por voluntad propia la universidad de Yale—, sin preocupaciones económicas, poseedor de un llamativo haiga con el que recorre las carreteras francesas acompañado de la bella Anne-Marie, oh là là, y folla como un sátiro adolescente ahíto de Viagra.
La fascinación del narrador por Dean se hace explícita en un par de ocasiones, como por ejemplo en esta:
“When did you get out of Yale?”
“I didn’t,” he says. “I quit.”
“Oh.”
He describes it casually, without stooping to explain, but the authority of the act overwhelms me.
—¿Cuándo te graduaste en Yale?
—No me gradué —dice—. Lo dejé.
—Ah.
Lo dice como si tal cosa, sin molestarse en explicarlo, pero la fuerza de esa decisión me apabulla.
(Jaime Zulaika traduce without stooping to explain por «sin encorvarse para explicarlo». Él sabrá por qué).
La atractiva y despreocupada personalidad de Philip Dean, además de su portentosa polla, es lo que ha cautivado a la francesita; nuestro narrador, a su vez, no oculta su deseo por ella y, cabe colegirse, sus celos:
…could she, I dream, have become mine?
…¿podría, sueño, llegar a ser mía?
Y acto seguido el narrador nos habla de sí mismo, pero al tiempo de hacerlo se nos oculta, nos niega su verdadera descripción:
I look in the mirror. Thinning hair. A face marked by lines, cuts they are, almost, that define my expressions. Strong arms. I’m making all of this up.
Me miro en el espejo. El pelo ya ralo. Un rostro marcado por líneas, cortes casi, que determinan mis expresiones. Brazos fuertes. Me lo estoy inventando todo.
Me imagino que, para muchos, A sport and a pastime será una novela erótica. No lo es. No, al menos, en el sentido de poder incluirse en La sonrisa vertical, La biblioteca sicalíptica o alguna colección de ese jaez. Pero, sin duda, el sexo, convertido en literatura de gran belleza, desempeña un papel central en la novela. No me he tomado la molestia de calcular el ratio páginas:polvos o capítulos:polvos, pero seguro que sería llamativamente alto.
La literaturización del sexo me interesa mucho como escritor. Es harto difícil hacerlo bien y son muchas las novelas, muchas en verdad, que caen por KO en las escenas de cama. Salter es un maestro. Toda la novela, transcurridas las primeras páginas que nos ponen en situación de merecer, está salpicada de escenas eróticas, no muy largas, pero magistrales. Traduzco ahora una de las más descarnadas (porque, pese a su alto voltaje erótico, las escenas de A sport and a pastime no son particularmente crudas en su lenguaje, por lo general):
Sus pechos son duros. Su coño está empapado. La folla con vigor, impelido por puro júbilo. Se arquea para verla y para mirar la polla hundirse en ella, los huevos tersos debajo. La mitología lo ha aceptado, a él; imágenes en las que no puede creer de veras, breves como sueños. El sudor le resbala por los brazos. Retoza en las húmedas hojas del amor, se alza límpido como el aire. No hay nada en ella que no adore. Cuando terminan ella permanece echada, quieta, exhausta. Ya es suya por completo y yacen ebrios…
No me resisto —sepan disculparme— a transcribir aquí un fragmento de mi novela Una callada sombra que me vino enseguida a la cabeza, al leer ese pasaje de la novela de Salter. Es este:
Marie Claire toma la iniciativa y empieza a desabrocharle la camisa; Aníbal se quita el resto de la ropa y después es ella la que se desnuda mientras le mordisquea el cuello, el pecho y las tetillas. Debajo de la falda lleva una enagua de satén azul pálido cuya visión lo suspende en alguna imagen lejana de su infancia que no logra fijar pero que lo sacude con un fulgurante estremecimiento. Marie Claire se deja caer hacia atrás en la cama tirando de él por un brazo para que le caiga encima. Sus miembros son largos, pero armoniosos; es delgada pero sin que se marque un solo hueso bajo la piel; sus músculos, sobre todo en las piernas y en el abdomen, se dibujan con precisión pero conservan toda su feminidad. Es la ondina de un lago encantado, la pelirroja Marie Claire. Es Thais la cortesana. ¡Es suya! “Gorgeous creature”. Desliza su brazo por detrás de su alargado cuello, abriéndose paso entre su pelo ya revuelto y enredado, y la besa manteniendo el torso levantado para contemplarla con una avaricia de macho que no había sentido en mucho tiempo; ella abre los muslos blancos y fuertes lentamente y luego hace resbalar sus pantorrillas sobre sus nalgas hasta apoyarlas sobre los riñones para apresarlo contra ella y poder arquear su cuerpo y retorcerlo buscando que la penetre.
Siguen abrazados durante horas, enganchados como perros, como si su pene tuviera también hueso de Príapo y bulbo dilatable, y dejando que las erecciones vuelvan a producirse dentro de ella después de cada eyaculación, con una virilidad reencontrada de la que ya no se creía capaz. Ella sonríe todo el tiempo y le acaricia las mejillas y el pelo y le da palmaditas en la espalda y lo premia con besos incesantes.
(Sanz Irles. «Una callada sombra» Ed. Alfar).
La prosa que nos regala Salter es como la pintura impresionista, una sucesión, una amalgama de manchas, casi hipnóticas, sobre el lienzo, sobre el papel en este caso. Incluso los temas elegidos en las descripciones de lugares y escenarios evocan el impresionismo: ríos, barcazas, orillas, espumas, brillos, sombras.
Children working in vegetable gardens, JOIGNY is printed in red.
We cross a small river, the Yonne, coming into Laroche. There is a hotel, its roof black with age. Flowers in the window boxes. We stop once more. One changes trains here.
Near baggage carts that seem abandoned we stand around quietly. A cart is selling sandwiches and beer. A pregnant girl walks by and glances towards me as she passes. Sunburnt face. Pale eyes. A serene expression.
Niños que juegan en los huertos. JOIGNY en letras rojas.
Cruzamos un riachuelo, el Yonne, para entrar en Laroche. Hay un hotel; tejado ennegrecido por el tiempo. Flores en los alféizares. Nos volvemos a detener. Aquí se hace transbordo de trenes.
Deambulamos en silencio entre carritos de equipaje que parecen abandonados. En uno de ellos despachan bocadillos y cerveza. Una joven embarazada me dirige una mirada al pasar. Cara quemada por el sol. Ojos pálidos. Expresión serena.
A lo largo de toda la novela, una novela on the road en realidad (y aparece de entre brumas antiguas el nombre de Kerouac), puede escucharse, a poco que se aguce el oído, un cierto eco proustiano en muchas de las descripciones de los paisajes urbanos y pueblerinos, pero con un estilo diametralmente opuesto, hecho aquí de oraciones minimalistas, azorinianas, frente a esos largos periodos de Proust que cortan el resuello. Esa proliferación de frases cortas, o mejor, casi entrecortadas, puede dar al principio una falsa impresión de aridez, de esterilidad, pero el error se desvanece pronto cuando nos damos cuenta, casi hechizados, de la rica y tupida urdimbre, a la vez fónica y narrativa, que se teje ante nuestros ojos. (Mientras leía y me dejaba raptar por la prosa de Salter pensaba en las famosas sheets of sound que suelen describir el estilo —y la endiablada técnica— con el que John Coltrane buscaba más libertad armónica para su saxo).
Sin embargo no todo es perfecto. Con sabiduría, para realzar aún más la pasión erótica de la pareja, Salter nos asoma, fugaz pero cruelmente, a los pozos negros de toda relación y nos deja ver el hastío que ya anida en los sentimientos del joven Dean y el miedo que comienza a atenazarla a ella. Anne-Marie es preciosa, sí, pero… Fresca, sí, pero… Y tras dos o tres toques de ese tipo uno recuerda advertencias como las del aquel pequeño relato de Salvador Elizondo:
Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.
(Salvador Elizondo. “Aviso”, en «El grafógrafo». Joaquín Mortiz. México, 1972)
A la novela se le puede poner la pega de la relativa fragilidad del personaje de Anne-Marie. Se diría que está ahí solo para que se la folle Dean, para poner el toque de color local (las francesas, según el particular imaginario que de ellas tienen los americanos) y poco más.
Pese a ello, la douce demoiselle resulta entrañable; entrañable y, a su particular manera, cautivadora.
Sin embargo, al detenerse a meditar sobre el personaje de Anne-Marie, uno llega pronto a otra sorprendente conclusión: los demás personajes, narrador incluido, no son mucho mejores, en el sentido de más interesantes o redondos o densos. Salter ha creado una colección de personajes moralmente inanes, en el mejor de los casos, pero sobre ellos, sobre esas personalidades que no son, en modo alguno, inolvidables, sino más bien lo contrario, la novela se alza, majestuosa, como una verdadera obra de arte.
¿Cómo lo sabemos? Lo sabemos porque es de uno de esos libros con el poder de generar en el lector verdaderos sentimientos hacia sus personajes: compasión, desprecio, envidia, afecto. Aparecen y crecen sin que pueda evitarse y uno agradece que una ficción poderosa, levantada con un lenguaje admirable, bello y evocador de algo insondable, se preocupe de consignar pequeñas historias privadas, como la de Philip y Anne-Marie, que se hacen grandes, inmensas, porque el arte se haya ocupado de ellas. El arte novelístico de James Salter, un ARTE CON MAYÚSCULAS.
Leí esta entrada el mismo día que fue publicada y supe que leería la novela. La recibí en casa hace unos días y la he leído y releído despacio para que no se acabara. Le agradezco sinceramente esta elaborada invitación. Saludos.
Gracias, y disculpe la tardanza en responder: ¡soy malísimo gestionando blogs!