Ámsterdam 1977.
En aquellos meses (fue tiempo de mudanzas) yo vivía en un viejo apartamento de Riouwstraat, cerca del Tropenmuseum y del zoo Artis, o tal vez fuera en la residencia de estudiantes de Weesperstraat, junto a la casa de Spinoza, no estoy seguro. La capital holandesa seguía siendo una ciudad prohibida en el imaginario de muchos aspirantes a transgresor; pecaminosa; perdida y, por si fuera poco, con la sensibilidad refugiada en los lienzos de sus grandes maestros pintores, amenazada por la pasión de la compraventa. Recuerdo muchas nieblas de finales de aquel invierno. Entonces aún tenía una novia surinamesa, de Paramaribo, estudiante de filología y azafata de KLM. Sus axilas olían a selva y a líquenes y el aroma de sus ingles era como la mirada de Medusa.
La relación, ¡ay!, daba sus últimas boqueadas.
Veinticinco años apenas cumplidos y me comía el mundo. Enardecimientos incesantes: sexuales, intelectuales, emocionales. Podíamos con todo, ya se sabe. Trabajábamos en la creación de una revista literaria en español. Reuniones intensas entre humo de Gauloises sin filtro y cerveza Grolsch alumbraron el nombre de la criatura: Trilce. Vallejo nos gustaba
Me moriré en París, con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo
y en el grupo había algunos sudamericanos a los que contentar.
Algún joint; alguna raya; alguna cama, sino redonda, elíptica; discusiones sobre el contenido del primer número. Yo propuse incluir una entrevista con Juan Goytisolo y se aceptó. Alguien conocía a alguien que conocía a alguien en la editorial que había publicado Juan sin Tierra. Gestiones largas, ¡por correo! (sin e-mail, sin sms, sin móvil).
Por fin obtuve una dirección, en París. Le escribí una carta larga e impetuosa con mi Olivetti. Mencioné un fragmento de una de sus novelas, donde se hablaba de un proyecto como el nuestro, una revista cultural condenada a la fugacidad. También hablé del exilio, creo, y de Franco, y de contra Franco, y de sin Franco, no sé ya, aunque apuesto a que iba bien pertrechadita de lugares comunes.
Pasaron varias semanas. La vida seguía, incandescente. Hay anécdotas de aquellos días de espera. Recuerdo dos.
Una tarde —ya inminente la noche, lluvia— regresaba por tren de no sé dónde (Hilversum, supongo, de mi jornada de trabajo en Radio Nederland Wereldomroep), y en la explanada de la estación me aborda una chica: joven, espigada, ¿pelirroja, quizás? Desaliño indumentario, miedo en sus ojos grandes, humedad en su boca grande. No conoce la ciudad. Es del sur del país. Recién llegada. Aturdimiento. ¿Dónde puede ir?
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
¡¡¿Es católico el Papa?!! ¡¡¿Mean los osos en el bosque?!! ¡Qué pregunta innecesaria! ¡A mi casa, natuurlijk! (La surinamesa ya no estaba, lo que era una lástima: habría podido ser un ménage à trois de los que marcan una época).
Ya hablé del enardecimiento permanente. Pocos remilgos. Primero disparas y luego preguntas. ¿Se mueve? Pum y al catre. No hubo que recurrir a la colección de discos ni nada de eso. Aceptó. Sin picardía en su rostro. Agradecimiento franco, sincero. Un cierto candor la envuelve y parece hacerla inasible. «A ver si no va a follar», pensé. Falsa alarma. Era un torbellino, aunque, para mi sorpresa, muy torpe y sin técnica. Pajas con uñas y sin tempo —Mal. Felaciones con exceso de dientes —Peor. ¡Qué fatiga, tener que improvisar un cursillo cuando uno ya anda con el ariete en ristre! En fin, París bien valía una misa. Tenía una desnudez esbelta, bien delineada. Su cuerpo invitaba a modelarlo con las dos manos, de arriba abajo, como un alfarero diligente aplicado a su vasija.
Después, el pitillo (¡hombre, a ver si no!), ambos boca arriba, satisfechos, como tiene que ser en estos casos. Luego ella, alocada, atropellada, se lanza a por su absurdo bolso, un centón de retales gruesos y chillones, y saca un sobre lleno de fotos. Entonces me lo cuenta:
—Soy monja.
¡ES MONJA!
Ya ha hecho los votos y toda la pesca, pero por razones que no entendí bien se había fugado del convento, en Limburgo, y había venido a Babilonia. Me enseña las fotos. Allí estaba, con toca, con las otras monjas, en el claustro, en un patio, en la capilla. ¡Monja! Allí, desnuda, en mi cama, con mi semen resbalando aún por sus muslos de gacela y los surcos de sus uñas sobre mis doloridos hombros. ¿No es verdad, ángel de amor…? ¡Ah, zorrilla, zorrilla!
Ya en calma, con el apaciguamiento del reciente desleche, la miro con más atención: esa mirada, ese raudal de palabras inconexas: mi monjita cachonda está como un cencerro.
Pero yo era un caballero y noblesse oblige. Le ofrecí quedarse a dormir y aceptó. Al día siguiente no tuve que inventarme nada. Se despidió y se fue para siempre, igual de deprisa que había llegado. Sin pecado concebida.
¿He dicho para siempre? No exactamente. Un par de días después descubro a los molestos huéspedes. Un recuerdo del convento, se ve. Ladillas en mi pubis: muchas, voraces, putas.
C’est la vie. No hay reproche. Cuando me acuerdo de ella (cuyo nombre olvidé pronto para siempre), lo hago con una sonrisa cálida: mi monjita de una noche de invierno. Era întuneric. Ploaia bătea departe (*), que escribía, inolvidable, Tudor Arghezi.
Por fin, pocos días después del polvo conventual y ya sin ladillas encima, carta de Juan Goytisolo. De acuerdo, haríamos la entrevista, en su casa de París, tal día, tal hora.
Me volví a leer buena parte de sus libros. Due diligence, señoras y señores. Seguían las reuniones del comité de redacción de Trilce. Nos debíamos al arte.
—Y a la revolución —terciaba un chileno que había llegado hacía poco y venía con ideas.
—Bueno, bien, pero sobre todo al arte —decía yo.
—Eso habrá que discutirlo, compañero —insistía el pelma, que andaba con Escarpit y que sé yo.
Por las noches —nunca me ha molestado el frío— salía a dar largos paseos por el perímetro del parque Sarphati y del zoo de Ámsterdam. Suelo ensimismarme con facilidad y me ausento de este mundo con una rapidez y una facilidad que a veces inquieta, y hasta asusta, a quienes están conmigo y me conocen poco. Esa noche iba también ensimismado. De pronto oigo un ruido extraño. Levanto la vista y descubro, frente a mí, en la acera, a sólo un par de metros, un gigantesco alce de descomunal cornamenta, inmóvil y mirándome. Se había escapado del zoo. Yo había fumado un poco de citral, pero sabía que no estaba alucinando. Nos mirábamos, el alce y yo, con fijeza y estupor. Al estupor siguió el miedo porque, por muy herbívoro que fuera, su colosal tamaño podía destrozarme de una arremetida. Debí de hacer un movimiento brusco, porque el animal rompió su inmovilidad, piafó un par de veces, haciendo retumbar sus pezuñas sobre la acera y cargó. Tuve el tiempo justo de hacerme a un lado y refugiarme entre dos coches aparcados en cordón, y el bisho paso de largo en su estampida. Habría sido grotesco morir atropellado por un alce en Ámsterdam, pero estuvo en un tris de pasar.
Por fin llegó el día. Yo tenía un Ford Capri verde, un coche ya hortera en aquel entonces, que me había agenciado por muy poco dinero gracias a contactos de los que hoy, más cobarde que entonces, me avergonzaría. (Abandoné aquel coche en un descampado, pocos meses después, por haberme dejado tirado, sin arrancar, en medio de una manada de leones, pero eso es otra historia. —¿Bromea? —No, no bromeo). Durante el viaje empecé a notar los primeros síntomas y a la altura de Bruselas el resfriado estaba en su apogeo: un infierno de jaqueca, tos, mocos, picor de ojos, dolor de articulaciones. Iba solo y me costó un esfuerzo tremendo llegar a París, abrumado ante la idea de no estar en condiciones de realizar la entrevista al día siguiente. Me refugié en un hotelucho de Montparnasse y decidí aplicar, de la forma más draconiana, los métodos tradicionales. Vaso de leche caliente con miel y a la cama, vestido con dos jerséis gordos y tapado hasta las orejas con todas las mantas y el cubre. Casi imposible aguantar en aquel infierno, pero lo logré; me dormí a media tarde y cuando me desperté a la mañana siguiente estaba completamente curado. Ni rastro del resfriado ni de su puta madre.
La cita era a las cuatro. Rue Poissonière. Llegué con unos minutos de adelanto y esperé en un bar justo enfrente de su portal. Entonces lo vi llegar y fui hacia él. Me presenté y le dije, porque no sabía bien qué otra cosa decirle, que habíamos quedado a las cuatro y que allí me tenía. Con su timidez, o su discreción, se azoró, creyendo que lo estaba recriminando por el ligerísimo retraso, cosa que ni se me había pasado por las mientes, y me pidió torpes disculpas.
Me ofreció cerveza, nos sentamos frente a frente y hablamos con mucha cordialidad. Se interesó por mi exilio. Hablamos de España. Tuve la impresión, y la sigo teniendo, ahora que ha estado de actualidad por lo del Cervantes, que con este tema tiene un lío mental y emocional del que no sabe desliarse. Fue muy cordial. Habla muy bajito. Parece un danés en un funeral, de lo bajito que habla.
La entrevista, que al final se publicó en Camp de l’Arpa, pues Trilce murió nonata, recoge sólo una parte, la literaria, de lo que hablamos durante casi cuatro horas. No me firmó ningún libro porque no se lo pedí, pero me agradeció que conociera tan bien su «trilogía Mendiola», como él la llama.
Nunca he vuelto a ver a Juan Goytisolo ni a leer sus obras. Juan sin Tierra es lo último que leí de él, y ya me interesó menos que Reivindicación del Conde don Julián o Señas de identidad.
En aquel tiempo disfruté con sus novelas. Le deseo larga vida.
Dejo aquí el enlace a la entrevista, por si tienen interés en leerla. Entrevista Goytisolo 1977
(*) Había oscurecido. Golpeaba la lluvia en lontananza…
Magnífico texto y una no menos interesante entrevista a Juan Goytisolo.
Un cordial saludo
¡Otro Irles! Gracias por tu elogio. Un saludo.