Para los apresurados, esta reseña se resume en lo siguiente:
La tierra que pisamos, de Jesús Carrasco, es una novela muy bien escrita, pero que no es una novela.
Si quieren seguir, la lectura de la reseña completa les llevará unos 8 minutos, más o menos.
La tierra que pisamos está bien escrita. Jesús Carrasco cumple, sobradamente, con el primer y más inexcusable mandamiento de un escritor: escribir bien.
Es menester destacarlo, aunque debería darse por descontado, pues hoy parece haber más escribientes que escritores y más redacciones de colegio que arte literario. Cada vez son menos los que saben trabajar la lengua como los alfareros el barro o los escultores la piedra. Bordar frases, moldear oraciones y cincelar párrafos: un trabajo duro, exigente, despótico, que obliga a horas de ensayo —tejer y destejer palabras como Penélope el sudario de Laertes— y desesperación, antes de encontrar la plenitud verbal. Una labor muy poco dada a la clemencia con el gandul, el apresurado, el facilón que se abre de nalgas ante el primer adjetivo que le cae en mientes y, sobre todo, con el «redaccionario» ahíto de lugares comunes y falto de recursos y talento.
Jesús Carrasco escribe con talento (hoy muchos dirían “desde el talento”, pues se multiplican sin cesar, obedeciendo el mandato bíblico, las greyes, los cencerros y las esquilas).
Otros afectan desdén (en realidad camuflan su incapacidad) por la riqueza del vocabulario, el estilo en la oración y el arte en la prosa, y se escudan con un latiguillo que ha hecho fortuna: «Lo mío es contar historias», dicen, henchidos de fatua autocomplacencia. Se añade a menudo otra justificación: el mensaje (¡ah, el mensaje!). Si es el correcto, la mediocridad del texto es disculpable; asunto de quisquillosos y, lo que es peor, de elitistas. Según como se pronuncie, elitistas puede frisar con el insidioso sintagma «enemigos de clase». De ahí al ostracismo cultural solo hay centímetros.
La escritura de La tierra que pisamos tiene una cualidad seductora que confiere al texto su principal rasgo de personalidad: el tempo. Un tempo medio, ni parsimonioso ni taquicárdico —digamos un andante con moto— pero que el autor mantiene, con laudable naturalidad, de principio a fin. No es fácil mantener la justa tensión narrativa del texto hasta el final, sin recurrir a la aceleración de ciertas escenas o al remanso de otras, elongando las descripciones, por ejemplo. Parece, además, el tempo justo para lo que se nos cuenta. Esa regularidad —casi monotonía— del pulso sintáctico crea una cadencia a la que el lector se acostumbra enseguida y en la que se siente mecido, permitiéndole a la narradora —la mano que mece la cuna— llevarnos por donde le apetece casi sin resistencia, y eso que nos lleva por rastrojos tortuosos.
Hay en la prosa de La tierra que pisamos, en cada una de sus oraciones, un visible esfuerzo de composición, esfuerzo artístico que disfraza de fácil naturalidad lo que, en realidad, no ha podido ser sino un doloroso parto. El trabajo de orfebre de Carrasco ha sido fructífero y el texto tiene una densidad literaria que produce placer estético y nos lleva a leerlo con avidez, a pesar de un cierto decepcionado cansancio que va apareciendo a medida que se acerca el final. Después veremos por qué.
Establecido que La tierra que pisamos está bien escrita, hay que añadir enseguida que no es una novela, aunque se nos presente como tal y aunque, sin duda, así la haya pensado y la vea su creador.
La novela es polifonía, voces que se hablan, se contradicen, se refuerzan y se entremezclan; es un trenzado de personajes y devenires, aunque unos dominen a los otros y los otros sean solo satélites de los unos; es un “jardín de senderos que se bifurcan”, que en muchos casos llevan a los personajes a destinos diferentes, aunque por debajo de todos ellos se haya urdido una unidad, visible unas veces, secreta otras; con su anuencia o a su pesar.
Casi nada de todo esto hay en La tierra que pisamos. El tono y el tempo, acertadamente monocordes, como he dicho, son el cauce adecuado para el discurrir, pausado por fuera y atormentado por dentro, de un relato lineal que nos llega por la voz de la protagonista, Eva Holman, quien es también la narradora. Narradora única, en realidad, aunque la historia se nos ofrezca con una doble focalización: la de la propia Eva, que cuenta, desde dentro, lo que le pasó, y la del otro protagonista, el silente Leva, cuyos sufrimientos y peripecias nos son referidos también por Eva. Una narradora, dos focalizaciones. La segunda de ellas es, por cierto, algo «tramposa», pues no es descabellado colegir que, en realidad, desmintiendo lo que acabo de decir, solo hay un manantial narrativo, una sola focalización, una única voz, aunque se nos quiera hacer creer que hay dos.
Expresado más técnicamente (consiéntanme una concesión a los adictos a la narratología), Eva es la narradora-focalizadora de la peripecia de Leva (focalización externa) al mismo tiempo que el personaje-focalizador de su propia historia (focalización interna).
A esta unidimensionalidad de la narración hay que sumarle el carácter fuertemente simbólico de los personajes y el hecho de que, con la excepción de la propia Eva —que sí experimenta una transformación (aunque explicada con demasiada simplicidad)—, los personajes no cambian, no evolucionan en el curso de la narración. ¿Cómo habrían de hacerlo, si son símbolos?
Así, donde se dice Eva Holman podría decirse Compasión, Empatía o Arrepentimiento; donde Leva, Sufrimiento o Víctima; donde Iosif, Crueldad; donde el cónsul, Autoridad.
No, La tierra que pisamos no es una novela, sino una alegoría, otro género literario que consiste en hablar figuradamente y representar ideas mediante formas humanas o animales. Es, dicho de otro modo, una metáfora duradera.
Al no ser una novela, pese a que se nos venda como tal, no podemos juzgar la calidad de otro de los grandes elementos novelísticos: la urdimbre de la trama, la trabazón de los acontecimientos, la relación de los personajes y sus peripecias, la arquitectura argumental, en una palabra.
Sin un lenguaje de calidad no hay arte literario; sin arquitectura —compleja— de la trama no hay novela. En La tierra que pisamos hay lo primero, pero no lo segundo. No he leído ninguna otra obra de Jesús Carrasco, de modo que no infiero que no sepa componer sus novelas artísticamente. Le supongo tal capacidad, como se les supone el valor a los soldados. Digo, sólo, que al haber escrito una alegoría y no una novela, ese elemento se nos ha hurtado, pues no era necesario y por más que se busque no se lo encuentra, salvo, acaso, en forma embrionaria. Aquí solo hay una línea argumental que avanza, sin interrupciones, sin curvas pronunciadas, sin cambios de rasante y sin encrucijadas ante las que el autor, el narrador o los personajes deban detenerse a reflexionar por dónde tirar. El rumbo está trazado de antemano. Puede parecer que hay dos historias, la de Leva (que nos relata Eva) y la de Eva misma, vale decir, la de sus reacciones ante la de Leva, pero es un trampantojo: en verdad no son dos historias, sino una. La otra es un espejo o, mejor, un espejismo, una Fata Morgana.
Nada que objetar. Así lo ha querido su creador y así nos llega la historia, solo que equivocadamente disfrazada de novela.
El relato, doloroso y fantástico, es, por otro lado, simple: a principios del siglo pasado, un «imperio» en plena expansión ha conquistado España: explota sus recursos y ha creado colonias de placer, en este caso en Extremadura, para premiar a sus más distinguidos servidores con deliciosas estancias y plácidas jubilaciones. La población indígena, cautiva y vejada, les sirve de lacayos. Eso los afortunados; los demás, sometidos a horribles sevicias, son obligados a extenuantes trabajos.
Eva Holman es una anciana casada con un sanguinario militar retirado del imperio, Iosif. Un día conoce a un nativo, Leva, que se ha refugiado en su jardín. Contraviniendo las normas, en lugar de denunciarlo, Eva lo acoge, lo cura y lo protege y, en su contacto con él, parece descubrir al «otro» y en el otro, a los otros seres humanos, hasta entonces convenientemente soslayados. Descubre poco a poco la naturaleza de la compasión y la empatía, y el verdadero carácter demoniaco del Imperio al que, por nacimiento, pertenece.
A medida que la narradora iba desplegando su doble relato, se me fueron ocurriendo varios paralelismos:
El primero que se me apareció, resplandeciente como la Virgen a unos pastorcillos (la Virgen siempre se aparece a pastorcillos, nunca a agentes de seguros o funcionarios de ayuntamiento) es el fabuloso Sobre los acantilados de mármol, de Ernst Jünger, otra alegoría a su portentosa manera, que cuenta la destrucción de Marina, un viejo y civilizado país arrasado por el Guardabosques Mayor y sus crudelísimas huestes. Los protagonistas descubren un horrendo lugar donde los lacayos del Guardabosques asesinan y desuellan a sus pobres e indefensas víctimas. Conviene notar, sin embargo, que Jünger escribió esta anonadante historia en 1939, apenas comenzada la segunda guerra mundial. No es difícil conectar la fábula con aquel momento histórico y sus protagonistas.
Los paralelismos con Jünger se advierten también en la presencia de la naturaleza, la tierra y la íntima relación que los personajes tienen con ellas:
Arrodillado frente al bancal, ha volteado la tierra con sus manos, ha destapado la humedad del fondo, el tesoro sobre el que se alzan los tersos frutos.
En la foto que ha elegido para la solapa, el propio autor cultiva un aire de terruño, con su gorra paisana, su faz barbicerrada y su mostachón montaraz de cazador furtivo y faca en faja.

Jesús Carrasco
La segunda cosa que La tierra que pisamos podría evocar es la novela Sumisión, de Houellebecq. Jesús Carrasco describe una población nativa que, por razones ignoradas, no ha presentado resistencia al despótico invasor y acata, callada y resignadamente, su esclavitud y muerte a manos de los conquistadores. Reses que mugen su mansedumbre camino del matadero. Cierto, aquí no se trata de ese delicuescente y voluntario acatamiento, ese dejarse persuadir por conveniencia, de Sumisión, sino de obediencia forzada: hay resiliencia, pero no resistencia. Esta actitud la ejemplifica Leva, callado, aquietado, pasivo, que apenas murmura unas pocas palabras y se deja hacer, sin más:
Está tumbado de cara a mí [habla Eva], con los ojos abiertos. Me agacho, le abro la chaqueta, meto la mano en el bolsillo y saco la carta […] Me guardo el sobre en el delantal y me voy.
A pesar de que intento acercarme a él, de que trato de entenderle, a menudo lo veo y no puedo evitar sentir repulsión. Es un hombre mayor, pero perfectamente capaz de trabajar. Se ha presentado aquí, en nuestra casa, envuelto en su obstinado hermetismo y ha conseguido lo que los pordioseros, los que, si la tuvieron, abandonaron toda dignidad: ser alimentados por otra mano.

Hannah Arendt
Hay una tercera conexión, casi inevitable, con las provocadoras y muy polémicas ideas de Hannah Arendt (Eichmann en Jerusalén) sobre la colaboración de víctimas con verdugos y la resistencia, o ausencia de ella, de los primeros frente a los segundos.
Esta última conexión está reforzada por la buscada semejanza entre las escenas de transporte y hacinamiento de prisioneros que leemos en La tierra que pisamos, y las imágenes, mil veces vistas, de los campos de concentración nazis. Carrasco, además, aunque no identifica claramente la nacionalidad del maléfico imperio, deja poco lugar a la incertidumbre: es un imperio surgido en el norte, sus miembros y administradores revelan modales prusianos y sus apellidos son alemanes. ¿Alguna duda?
Y esto, a fe mía, es interesante y revelador.
Jünger crea Sobre los acantilados de mármol al inicio de la segunda gran guerra. Houellebecq fabula su Sumisión en un contexto de creciente presencia del Islam en Europa (demográficamente es un hecho apodíctico, más allá de las interpretaciones que se hagan y de las consecuencias que se extraigan).
Carrasco, por el contrario, evoca un imperio dizque nazi anacrónico, que camparía a sus anchas hace cien años. Se podrá argüir, claro, que eso da igual, pues se trata, precisamente, de un símbolo de todos los imperios, de todas las violencias, de todas las maldades. Sea; pero ejemplificarlo de una manera o de otra no es indiferente. (Se puede pensar aquí en la literatura «lazarena» o «postconcentracional» de gente como Primo Levi o Jean Cayrol, que sí conocieron los horrores nazis).
Puesto a fantasear, Jesús Carrasco podría haber concebido un imperio chino devenido superpotencia dominante, o una Rusia putiniana enloquecida y lanzada fuera de sus fronteras, o incluso un escenario similar al imaginado por Houellebecq, que estaría mucho más cerca de nuestro crepuscular presente. Uno cavila —porque en algo hay que emplear el ocio— sobre las razones del autor para haber elegido esta ficción y no otras, y de repente se topa algo que bien podría ser una clave. Además no está en el texto de la alegoría, sino en el de la contraportada del libro. Da igual que lo haya escrito el propio autor, como suele ser el caso, o algún glosador, pues en todo caso tendría su anuencia. Allí está la frase reveladora, admonitoria, esa que nos pone en guardia contra el «atroz mercantilismo que ejerce el poder».
¡Acabáramos! Una vez más la culpa de nuestros males es el comercio, la compraventa, «el dios mercado». Esta frase parece expresar todo un cuerpo de ideas y convicciones que deben de ser, digo yo, las de Jesús Carrasco y a las que, desde luego, tiene derecho. De ser así, dan cobertura y explicación a buena parte de su alegoría y de sus elecciones, y tienen la gran ventaja adicional de inscribirse en el main stream cultural, en la ideología netamente dominante, y, seguramente también, de contar con el plácet de los expendedores de certificados de buena conducta ideológica. No digo, ni por pienso, que esa haya sido la aviesa razón del autor en sus decisiones narrativas, sino que las ideas que subyacen a su fabulación nacen en ese magma y son parte de él. Ni una discrepancia; ni una rebeldía contra il bel pensiero.
Para afianzar esa toma de posición, el último tercio de la alegoría reitera una y otra vez las escenas de vejaciones, privaciones, culatazos, dolor y muerte que los conquistadores infligen a los lugareños. Son muchas escenas, pero en realidad, es siempre la misma. De ahí el cansancio que se va apoderando del lector, al que aludí antes.
En casos así es cuando se ve la utilidad de un interesante concepto, el del autor implícito: un constructo del lector hecho a partir de los distintos elementos que integran el texto. Una entidad que tiene, durante la lectura de la obra, una estabilidad y consistencia que no puede poseer el autor real, humano a fin de cuentas, con sus incertezas y sus vacilaciones; un ente que suele ser superior al autor real en inteligencia cognitiva e incluso en entereza moral. Mi interpretación de la ideología que, como un venero, se adivina en esta obra, no está referida tanto a Jesús Carrasco, a quien no tengo el gusto, cuanto al autor implícito de La tierra que pisamos.
Concluimos así: una magnífica prosa y una historia llamativa, que yo habría deseado con más audacia y menos «corrección», más meandros indómitos y menos cauce colector, previsible, ortodoxo, bendecido.
Curiosidades adicionales:
Se observa, a veces, una curiosa hesitación gramatical: Carrasco es leísta, fenómeno antiguo y hoy ya casi hegemónico en el español peninsular, pero a veces, como si se abriese paso la mala conciencia, se abandona el leísmo inmediatamente después de haberse usado. Aquí lo vemos en trato de entenderle, seguido de a menudo lo veo. Unas páginas antes hemos leído cuando llego, no lo veo… poco después de un Generalmente le llevo el desayuno ¿En qué quedamos, me quieres o no me quieres?
Otra curiosidad: se ha adoptado la forma sajona de puntuar cuando hay entrecomillados, que, dicho sea de paso, es más lógica que la nuestra. Así vemos “No puede estar aquí —le digo—. Ésta es una propiedad particular.”, con el punto dentro de las comillas y no fuera, como es lo habitual entre nosotros. Ítem más, adviértase la rebeldía ortográfica, naughty boy!, al tildar el pronombre deíctico.
Debo consignar, no obstante, que todo el texto ha sido muy bien revisado ortotipográficamente: una delicia ver una casi total ausencia de erratas y una puntuación, no solo eficaz, sino impecable, normativamente, en prueba fehaciente de que ambas cosas son plenamente compatibles.
Jesús Carrasco. La tierra que pisamos.
Editorial Seix Barral (Biblioteca Breve). 2016.
Nº de páginas: 270
ISBN: 978-84-322-2733-2