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Una voz desprepuciada

9 diciembre, 2016 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 9 de diciembre de 2016.

En el año de la muerte de Leonard Cohen.

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Para quien pueda tener dificultad de lectura con la foto del artículo, aquí va el texto:

TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

UNA VOZ DESPREPUCIADA

Una mirada vagarosa por mi librería me llevó hasta una novela de Leonard Cohen, que no recordaba tener: El juego favorito. No se juega con las señales del destino; era llegado el momento de leerla.

Aún no la he terminado y no soy muy de reseñas. Podría decir que es una Bildungsroman, como el Werther, o una novela de ideas o unas memorias noveladas… Pero esas etiquetas poco dicen. Sólo quiero detenerme en tres rasgos llamativos y en la pericia con que Cohen los maneja.

El primero, la brevedad. No de la novela, de extensión normal, sino de sus cortos capítulos y su delgada sintaxis. Campea el estilo paratáctico: oraciones concisas, coordinadas, más que subordinadas, periodos que luchan contra la tentación del aforismo. Cuando esa concisión se usa para describir, casi estamos en las acotaciones teatrales o de guion de película:

Mi padre apunta la cámara a sus hermanos, altos y serios, con flores en las oscuras solapas, que se acercan demasiado y entran al reino de lo borroso. […] Sus esposas lucen formales y tristes. […] Su abuela está sentada entre las sombras […] Un juego de té de plata fulge ricamente…

No se engañen: la ausencia de oraciones largas y encordeladas, llenas de cláusulas subordinadas a lo Proust, no hace de la escritura algo fácil.

El segundo rasgo es el humor, seguramente judío, aunque estas adscripciones étnico-nacionales a las formas de la inteligencia son resbaladizas.

Al jugar con una pistola de su padre sabemos que:

…cuando Breavman echaba atrás el percutor, era el sonido maravilloso de todos los logros científicos homicidas.

Tras un entierro

…se sirvieron bagels y huevos duros, formas de la eternidad.

El tercer rasgo es la veta poético-filosófica que enseguida advertimos. Vean la portentosa finura de esta exaltación de la amistad, al recordar las charlas de dos amigos de juventud:

Una noche estaban sentados en el jardín de alguien, dos talmudistas, deleitándose en su dialéctica, que era un disfraz del amor.

Sustituyan talmudistas por leninistas o lacanianos: muchos tuvimos también esas largas y nocturnas chácharas juveniles, fundadoras de amistades eternas que aún duraron algunos años.

Contemplamos un rostro adornado por una sonrisa chejoviana de huertos perdidos e imaginamos, con el protagonista, como:

El sol de la tarde de invierno centelleaba en las medias negras de su madre…

También leemos que los ojos de su adorada Lisa eran grandes, encapotados, soñadores.

(El texto original dice heavy-lidded, que es ya estupendo, pero la traducción lo mejora: genial el traductor Pico Estrada con ese encapotados,  aunque a veces —tras la de cal, la de arena— se precipita, como cuando traduce supo que su aliento debía oler a viento. Habría sido fácil decir brisa —aunque el original sea wind— evitando la decepcionante rima interna aliento/viento).

El genio poético de Cohen revigoriza la gastadísima imagen de unas luces reflejadas sobre el agua, gracias a la magnífica concisión y al uso de los plurales:

Los estanques eran calmos y de un negro de muerte. Farolas flotaban en ellos como lunas múltiples.

(En inglés la ausencia de artículo ante farolas es natural. En español es otro notabilísimo acierto del traductor. De haber antepuesto las o unas, las farolas serían meros objetos utilitarios, en vez de los seres espectrales que entrevemos). ¡Qué oraciones formidables! ¡Qué poder de transmisión!

Y así, de imagen en imagen, de nostalgia en nostalgia, voy llegando al final de la novela y del Texto sentido de hoy.

Capítulo primero

2 diciembre, 2016 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 2 de diciembre de 2016.

Al empezar una novela hay que abandonar un mundo para entrar en otro.

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

CAPÍTULO PRIMERO

El comienzo de una novela es un umbral. Lo cruzamos para abandonar el mundo real y entrar en el inventado. Transición. Alea iacta est. Para empezar hay que familiarizarse con la voz, el léxico y la catadura sintáctica del escritor; adaptación a un mundo nuevo.

En Karnaval, de Juan Francisco Ferré, el narrador nos previene desde el principio:

…adoptaré muchas formas, pero me reconocerán enseguida. Mi voz será mi contraseña…

Su astuta estrategia para introducirnos en la novela es metanarrativa y malévola. Matanarrativa, porque empieza planteándonos un problema —El Problema— de técnica novelística: ¿quién narra? Malévola, porque el narrador esparce a sabiendas confusión sobre sí mismo:

¿Quién soy yo? En una buena pregunta para empezar. Ni yo mismo lo sé, pero tampoco importa mucho.

Podemos llegar a creer en su modestia tras este arranque y compadecernos de su identidad zozobrante, pero sobrevienen las dudas cuando el narrador insiste:

Yo no soy importante. A quién le importa quién habla aquí […] quién pueda ser yo, quién pueda decir que soy, importa mucho menos…

Demasiada porfía para no ser sospechosa. El propio narrador refuerza la sospecha al señalarnos, certero, la gran frontera entre realidad y relato: lo que soy y lo que digo que soy, bien pudieran no ser la misma cosa.

He tenido muchas vidas. Muchos nombres

…añade, dándole la vuelta a San Marcos 5:9 –Mi nombre es Legión, pues somos muchos. Después remata significativamente: Soy ahora un principio de perplejidad, que subraya su voluntad de seguir entre neblinas, pero que nos permite entrever algo, un fanal en la bruma: estamos ante un narrador intelectual; los ordenanzas o los taxistas no son perplejidades, simplemente dudan. Karnaval comienza suscitando preguntas sobre la fiabilidad del narrador y sobre el grado de credulidad que vamos a concederle. Nos recibe en su historia como Drácula recibió a Harker en su castillo: Bienvenido a mi casa. Entre libremente, por su propia voluntad. Luego vinieron las hemorragias.

Rafael García Maldonado adopta en La guarida otra estrategia y nos propone tres comienzos, porque para qué cicatear.

Empieza recurriendo a un cronista, un transcriptor, un Cide Hamete Benengeli, que —nos dice— va a presentarnos el relato autobiográfico de Martín, quien, a su vez, nos contará la historia de otros dos personajes. El laberinto narrativo está servido. Te digo que dicen que han dicho… Alguien va a escribir lo que otro escribió sobre otros. El novelista rehúsa darnos papilla. Es menester masticar si queremos sacarle el mucho jugo que tiene la novela.

Este transcriptor ya nos advierte de que no será sólo eso:

Este relato, aderezado en parte por mis notas…

Después, un segundo comienzo donde ya escribe el transcripto (¡vivan las consonantes dobles!). Este preámbulo acaba con un asomo de prolepsis (flash-forward en moderno) que nos anticipa el futuro de la historia:

…ignora que tiene por delante casi cinco años de encierro.

Por fin, arrastrados por el pescuezo al laberinto, llegamos al tercer comienzo, el de la historia que justifica la novela, del que consigno esto:

Todo el mundo debería morirse […] en el sillón donde tanto se ha leído.

Un novelista, ya lo vemos, es también un estratega, quod erat demonstrandum.

Ars moriendi

25 noviembre, 2016 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 25 de noviembre de 2016.

Como morir es asunto con enjundia, la literatura no podía no ocuparse de él. Aquí, unas briznas.

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles 

ARS MORIENDI

La literatura se ha ocupado mucho de la muerte y sus maneras. Moribundo y lacónico, Alonso Quijano reconoce lo que está por llegarle:

Yo me siento, sobrina, a punto de muerte.

Saber cuándo llega la hora y obrar gallardamente. En Las tres muertes, de Tolstói, un mozo de postas agoniza en la cocina, ¡y sabe! Una mujer le pregunta con ternura qué le pasa y él responde:

La muerte está aquí, eso es lo que me pasa.

Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, cuenta la vida —y la muerte— de Franz Biberkopf:

Lo que había en él de animal corre ya por los campos. […] El alma de Franz está devolviendo sus semillas vegetales».

También Biberkopf sabe. Y para que no haya dudas, la Muerte remacha:

Estoy aquí y debo hacer constar que quien está aquí echado, ofreciendo su vida y su cuerpo, es Franz Biberkopf. Dónde está, lo sabe, y también adónde va y lo que quiere. 

La Muerte, luego, nos recuerda algo obvio, a menudo olvidado: …la vida sin mí no vale la pena.

El capítulo séptimo de El gatopardo, de Tomasi di Lampedusa, es muy bello y eficaz. Con la maravillosa imagen de un reloj de arena, venimos a saber que Fabrizio ya presentía su muerte décadas antes de que fuera a acaecerle.

Hacía decenios que sentía cómo el fluido vital, la facultar de vivir, la vida en suma […] iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos se amontonan y desfilan uno tras otro sin prisa pero sin detenerse, ante el estrecho orificio de un reloj de arena.

Pasa el tiempo y el aleteo de la muerte se torna presencia cercana. Ya no es una lenta procesión:

advertía que la vida salía de él en grandes oleadas apremiantes, con un fragor espiritual comparable al de la cascada del Rin.

Asistimos a la sensación cenestésica del fin de la vida, de un gran vaciamiento. La vida se va a oleadas. Y es el sonido, ese fragor, el que logra no sólo que leamos, sino que sintamos lo que el moribundo siente. Lampedusa convierte los sonidos en vías de conocimiento. Ahora un fragor de cascada, pero antes:

…el rumor de los granitos de arena que se deslizaban…

Ya en los instantes postreros, el escritor recurre, con maestría apabullante, a otro sonido:

En la habitación se oía un silbido: era su estertor, pero no lo sabía…

La descripción se aviva a cada página. El enfermo empeora y llegan unas medicinas,

pero el ímpetu del tiempo que se le escapaba no disminuyó en su impulso.

Por fin se acerca al lecho del moribundo la seductora Muerte, abriéndose paso entre allegados, en una escena de exquisita filigrana (atención, cinéfilos, ¿cómo no recordar a la sensual Jessica Lange de All that jazz?).

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Era ella, la criatura deseada siempre, que acudía a llevárselo. […] le pareció más hermosa de como jamás la había entrevisto en los espacios estelares.

El fragor del mar se acalló del todo.

Cesa el sonido. Enmudece el mundo. La vida ha terminado.

Capulí

18 noviembre, 2016 — Deja un comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 18 de noviembre de 2016.

Leamos un poema —y sus desvíos— de César Vallejo.

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TEXTO SENTIDO

Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

CAPULÍ

Recítense despacio Idilio muerto, de César Vallejo:

Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita

la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

 

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban las tardes blancuras por venir,

ahora, en esta lluvia que me quita

las ganas de vivir.

 

Qué será de su falda de franela; de sus

afanes; de su andar;

de su sabor a cañas de Mayo del lugar.

 

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,

y al fin dirá temblando “Qué frío hay… Jesús!”

Y llorará en las tejas un pájaro salvaje.

Pongamos que la poesía sea un desvío: desviar la lengua desde sus declaraciones más simples y directas a otras más complejas, veladas por figuras retóricas donde la ambigüedad prospera. Pongamos, con los neorretóricos, que el proceso sea este: el poeta parte del llamado grado cero y enmaraña la lengua, la desvía, y al hacerlo aparece la poesía; el lector la lee, la desenmaraña y la devuelve a su sencillez inicial.

Si así fuera, el grado cero de junco y capulí, podría ser delgada y dulce; las cañas del verso undécimo regresarían también al dulzor. El pájaro salvaje sería el poeta doliente. Unas palabras ambiguas sustituyen a otras evidentes. Son los desvíos (metasememas, dicen los neorretóricos, pidiendo bofetada).

¿Pero es necesario saber lo que es un capulí para que el verso nos llegue?

No. Los nativos de una lengua acudimos, sin darnos cuenta, a la introspección lingüística y aunque ignoremos que un capulí es un fruto andino, entendemos la intención secreta. Capulí nos lleva al reino vegetal, a capullo o a alhelí, y la i del final, a un mundo de ternuras infantiles y diminutivos maternales; así conectamos con la delicadeza del verso. Sin diccionario.

Da igual que celaje esté ahí a trompicones para poder calzar el salvaje final y que algunos, al verlo, piensen en el cielo y otros, saliéndose del diccionario, en celosías o, más aún, en celos. Funciona de maravilla en cualquier caso, no seamos aguafiestas.

¿Bizancio? Es Lima, la urbe opresora que contrasta con los Andes del primer verso (creo que lo observó Iwasaki); su sonido tiene eco en la sangre del verso siguiente. Bizancio y sangre, dos suaves sílabas con an que, al ser tónicas, se alargan en la boca.

El poema es un prodigio de cadencia y compás (noto la huella sonora del gran Rubén Darío), y conjura la tristeza que lo impregna —la del amor lejano, inalcanzable— con una rítmica alegría campanillera.

Del ritmo y el donaire que un Vallejo de triste figura llevaba dentro, da cuenta la aliteración, con jotas, del último verso (tejas, pájaro, salvaje) o este, de Telúrica y magnética:

¡Papales, cebadales, alfalfares, cosa buena!

Y de su capacidad para los desvíos, este otro:

Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.

No hay más que añadir.

Modus legens

4 noviembre, 2016 — 1 Comentario
Publicado en Málaga Hoy el viernes 4 de noviembre de 2016.

Goethe, Proust y Jünger sobre lectura y lectores.

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Sanz Irles. Escritor

@SanzIrles

MODUS LEGENS

En Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, Goethe presenta una volantinera forma de leer. Una joven pareja se ha retirado a una aislada heredad. Entre folganza y folganza, leían, pero el aburrimiento arremetía con furia.

Entonces Filina tuvo la idea ingeniosa de colocar todos los libros abiertos sobre una gran mesa; nos sentábamos uno frente al otro y leíamos en voz alta, mas no capítulos enteros, sino pasajes sueltos […] ora de un libro, ora de otro.

Variábamos nuestro sistema a cada paso, pero lo corriente era regular nuestras lecturas sometiendo su duración a la regla inflexiva de un reloj de arena […] Dábamos la vuelta al reloj y uno de nosotros principiaba a leer en un libro; cuando la arena había pasado al cuerpo inferior, lo invertíamos, y el otro continuaba en un libro distinto.

La imagen de esa lectura de saltimbanquis me divirtió mucho y enseguida caí en la cuenta de que difiere poco de mi propio método. Soy incapaz de concentrarme en un solo libro; siempre ando con tres o hasta cuatro a la vez. Eso sí, nunca del mismo género: novela, poesía, ensayo, filosofía… Un picaflor de biblioteca.

En eso me acordé de un maravilloso librito de Proust, Días de lectura:

Quizás no hayamos vivido días tan intensos en nuestra infancia como aquellos que creímos dejar correr sin haberlos vivido, los que pasamos con un libro amado.

Interesante: vida y lectura parecen excluirse. Después se queja, con hálito lírico, de cualquier distracción a su embebecimiento:

…la abeja o el rayo de sol molestos que nos obligaban a levantar la vista de la página…

(Y recordamos las voraces moscas machadianas sobre el librote cerrado). Acto seguido informa de su impaciencia lectora:

[…la cena] durante la que solo pensábamos en escapar a toda prisa para terminar el capítulo interrumpido…

Pero Proust, lector apasionado, insiste en la separación entre vida y lectura, y desmitifica:

…la lectura […] en absoluto puede sustituir a nuestra actividad personal. […] Se torna peligrosa cuando, por el contrario, en vez de despertarnos hacia la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla…

Sin embargo, Jünger, mucho más hombre de acción que el adamado Proust, sugiere que la lectura lo es todo para el lector verdadero: aire, alimento, vida. En La Tijera leemos:

El lector es un ser que necesita de ocio igual que necesita de aire para respirar; vive alejado de los negocios […]

Ocio para leer, claro. Recordemos que negocio es la negación del ocio (nec otium). Y nos regala esta fabulosa idea, en la que algunos podemos entrevernos:

También cabe concebir la existencia del lector como un proceso de conversión en crisálida, como un estadio intermedio en el cual se introduce como si se encerrara en un capullo fabricado por el mismo […] que sólo abandona para ocuparse de las cosas más necesarias, pero prefiere pasar hambre a no leer. 

Cuando el lector es también escritor, todo se hace más enrevesado. Algunos, no obstante, aceptamos que lo primero nos define más que lo segundo. A fin de cuentas, leemos lo que queremos, pero solo escribimos lo que podemos.